parte 2.1

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Capítulo 11

Una tarde de la semana siguiente, Scarlett volvió del hospital rendida e indignada.

Estaba rendida por haber permanecido de pie toda la mañana, e irritada porque la señora Merriwether la regañó por haberla visto sentada en la cama de un soldado mientras le vendaba el brazo herido.

Tía Pittypat y Melanie, con sus mejores cofias, esperaban bajo el pórtico junto a Wade y Prissy, listas para efectuar su ronda semanal de visitas.

Scarlett les rogó que la excusasen si no las acompañaba y subió a su habitación.

Desvanecido el ruido del coche, cuando estuvo segura de que la familia se había alejado, entró en la habitación de Melanie y giró la llave en la cerradura. Era un cuartito sencillo y virginal,
silencioso y templado por la irradiación del sol de la tarde.

El suelo estaba limpio y desnudo, a
excepción de alguna alfombra de colores vivos, y las paredes blancas y sin adornos, salvo en un rincón en el cual Melanie había erigido una especie de altar.

Bajo una bandera de la Confederación estaba colgado un sable de empuñadura dorada, el sable usado por el padre de Melanie durante la güera mexicana, el mismo que Charles se llevó al
partir para la guerra.

También la banda y el cinturón de este último estaban colgados en la pared,
con la pistola en la funda.

Entre la espalda y la pistola había un daguerrotipo de Charles, muy rígido
y orgulloso en su uniforme gris, con grandes ojos negros que parecían brillar en el cuadro y una tímida sonrisa en los labios.

Scarlett ni siquiera miró al retrato; pero atravesó la habitación sin vacilar hasta la mesita de junto a la cama, sobre la que había una caja cuadrada de palo rosa que contenía un servicio de escritorio.

De ésta cogió un paquete de cartas, atadas con una cinta azul, escritas por Ashley a Melanie.

Encima de todas estaba la que llegó aquella mañana: fue ésta la que la joven abrió.

El día en que había desplegado la primera de aquellas cartas, que Scarlett se atrevía a leer a escondidas, sintió tales remordimientos de conciencia y un miedo tan grande a ser descubierta que
le temblaron las manos.

Ahora, su conciencia, nunca excesivamente escrupulosa, se había embotado con la repetición de la falta; hasta el temor de ser descubierta había desaparecido.

A veces pensaba, con el corazón oprimido:

«¡Qué diría mamá si lo supiese!»

Sabía que Ellen preferiría verla muerta antes que saberla culpable de semejante deshonor.

Al principio, esto la turbó, porque ella deseaba aún parecerse a su madre.

Pero la tentación de leer las cartas era muy grande, y así expulsó de sí el pensamiento de Ellen.

Desde hacía algún tiempo, había
aprendido a decirse: «Ahora no quiero pensar en esta cosa fastidiosa. Pensaré en ella mañana.»

Al día siguiente, o el pensamiento no le acudía ya, o estaba tan atenuado por el tiempo transcurrido que no valía la pena volver a él. Y, así, también la lectura de las cartas de Ashley no le pesaba mucho en la conciencia.

Melanie era siempre generosa con las cartas de su marido: leía buena parte de ellas en voz alta a tía Pitty y a Scarlett; pero lo que atormentaba a esta última y la arrastraba a leer a hurtadillas el
correo de su cuñada era la parte que permanecía ignorada.

Lo Que El Viento Se LlevoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora