parte 4.8

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Capítulo 47

Scarlett estaba sentada en su alcoba, picando de la bandeja que Mamita le había llevado y escuchando el viento que rugía fuera.

La casa estaba aterradoramente
tranquila, más tranquila aún que unas horas antes, cuando Frank yacía en el salón.

Entonces se oían pasos de puntillas, voces apagadas, cuchicheos compasivos de los vecinos y, de vez en cuando, los sollozos de la hermana de Frank, que había llegado de Jonesboro para el funeral. Pero ahora la casa estaba envuelta en silencio.

Aunque su puerta estaba  abierta, no se podía oír ningún ruido en el piso de abajo. Wade y la pequeñina  estaban en casa de Melanie desde que el cuerpo de Frank fue llevado a la casa, y Scarlett echaba de menos el ruido de los pasos del niño y el ronroneo de Ella.

Había una tregua en la cocina y no llegaba a Scarlett el ruido de las disputas de Peter, Mamita y Cookie. Y tía Pitty, en la biblioteca, se mecía en la chirriante
mecedora en consideración al dolor de Scarlett.

Nadie había ido a sus habitaciones, creyendo que quería que la dejasen a
solas con su pena; pero estar a solas con su pena era lo último que Scarlett
deseaba.

Si sólo hubiera sido pena lo que la abrumaba, la hubiera soportado como
había soportado otras. Pero, además de su aturdimiento por el golpe de la muerte de Frank, había en ella temor y remordimiento y el tormento de una conciencia recién despierta.

Por primera vez en su vida lamentaba alguno de sus actos, y lo lamentaba con un temor supersticioso que parecía envolverla y que la hacía lanzar largas miradas de reojo al lecho en el cual había reposado con Frank.

Había matado a Frank, lo había matado lo mismo que si hubiese sido suyo el
dedo que oprimió el gatillo. Él le había suplicado que no saliera sola, pero ella no le había hecho caso. Y ahora estaba muerto por culpa de su terquedad. Dios la castigaría por eso.

Pero había sobre su conciencia otro delito más terrible aún y más abrumador que haber causado su muerte, un delito que no la había turbado nunca hasta que contempló su rostro inmóvil en el ataúd.

Había algo desesperado y patético en aquel rígido rostro que la acusaba. Dios la castigaría por haberse casado con él, cuando a quien él amaba realmente era a Suellen.

Tendría que inclinarse ante el juicio de Dios y responder por aquella mentira que le había dicho cuando él volvía del campamento yanqui en su calesa.

Era inútil que se dijese ahora que el fin justifica los medios, que las circunstancias la habían impelido a engañarle, que dependía de ella el destino de demasiada gente para haberse parado a considerar los derechos que a la felicidad tenía Suellen ni los que tenía él. La verdad se irguió, poderosa, y tuvo
que inclinarse ante ella.

Se había casado con él fríamente, y fríamente se había valido de él. Y le había hecho desgraciado durante los últimos seis meses cuando podía haberle hecho muy feliz.

Dios la castigaría por no haber sido mejor para él, la castigaría por todas sus bravatas, y sus pullas, y sus riñas tempestuosas, y sus indirectas malintencionadas para enajenarle amistades y avergonzarlo con la
construcción del salón, el manejo de las serrerías y el contrato de los presidiarios.

Ella lo había hecho muy desgraciado y lo sabía; pero él lo había soportado
todo como un caballero. La única cosa que ella hiciera que le procuró una
verdadera felicidad había sido obsequiarle con Ella. Y Scarlett sabía que, si hubiera podido evitarlo, Ella nunca hubiera nacido.

Se estremeció asustada, deseando que Frank hubiera estado vivo para poder
ser cariñosa con él; tan cariñosa con él que se hiciera perdonar todo. ¡Oh, si por
lo menos Dios no se le representase tan furioso y vengador! ¡Oh, si los minutos
no se deslizaran tan lentos y la casa no estuviera tan silente! ¡Si por lo menos ella no estuviera tan sola!

Lo Que El Viento Se LlevoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora