parte 3.1

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Capítulo 19

En los primeros días del sitio, cuando los yanquis intentaban forzar, aquí y allá, las defensas de la ciudad, Scarlett experimentaba un terror tan grande de las granadas que estallaban por doquier que no sabía hacer otra cosa sino cubrirse los oídos con las manos, esperando de un momento a otro verse precipitada en la eternidad.

Cuando oía el silbido que anunciaba la
aproximación de los proyectiles, corría hacia el cuarto de Melanie y se refugiaba en el lecho, a su lado.

Ambas exclamaban, aterradas: «¡Oh, oh!», y hundían el rostro en las almohadas.

Prissy y Wade huían al sótano, oscuro y lleno de telarañas, y mientras la negra gritaba a pleno pulmón, el niño sollozaba e hipaba.

Mientras la muerte aullaba sobre sus cabezas, Scarlett, sofocándose entre las almohadas de pluma, maldecía silenciosamente a Melanie, que le impedía refugiarse en las zonas del sótano más seguras.

Pero el doctor había prohibido a Melanie que anduviese y Scarlett debía hallarse a su lado.

Al terror de volar hecha pedazos en cualquier instante, se añadía el no menor, de que el niño de Melanie naciese en una de esas ocasiones. ¿Qué debía hacer entonces? Sabía que antes dejaría
morir a Melanie que salir a la calle en busca del doctor mientras las granadas caían como la lluvia de abril. Y le constaba que también Prissy preferiría que la matase a golpes que salir en un caso de aquéllos. ¿Qué hacer, pues, si el niño llegaba?

Trató del asunto con Prissy, una noche, mientras ponía en una bandeja la cena de Melanie.

La muchacha, inesperadamente, calmó sus temores.

—No se preocupe, señorita Scarlett. No hará falta llamar al doctor cuando llegue el momento. Yo me arreglaré. Sé bien cómo se hace todo eso. ¿No sabe que mamá es comadrona? ¿No sabe que también quería que yo lo fuese? Usted déjeme a mí.

Scarlett respiró, un tanto aliviada, al saber que tenía en la casa dos manos expertas; pero, con todo, anhelaba que la prueba pasase pronto.

La enloquecía el ansia de huir de las granadas que estallaban sin cesar, se desesperaba por estar en casa, en la quietud de Tara, y cada noche oraba para que el niño naciese al día siguiente y ella pudiera, cumplida su promesa, abandonar Atlanta.

Tara se le aparecía como la salvación. ¡Estaba tan lejos de toda aquella miseria! Pensaba en su casa y en su madre como no había pensado en nada durante toda su vida.

Si estuviese al lado de Ellen, no temería nada que pudiera ocurrir. Todas las noches, tras un día de escuchar continuas explosiones, se iba al lecho con los oídos desgarrados por el fragor de las granadas y con la firme intención de decir a Melanie, a la mañana siguiente, que ella no podía seguir ni un solo día más en Atlanta, que se iría a su casa y que Melanie debía instalarse en la de la
señora Meade.

Pero, al apoyar el rostro en la almohada, surgía ante ella el recuerdo de la expresión que viera en la faz de Ashley el día en que se separaron: una expresión de dolor interno que contradecía la débil sonrisa de sus labios:

«Cuidarás de Melanie, ¿verdad? Tú eres fuerte... Prométemelo...» Y ella había prometido. Cierto que Ashley había muerto. Pero, dondequiera que
estuviese, él la observaba, velaba por el cumplimiento de su promesa.

Estuviera él vivo o muerto, ella no podía dejar de cumplir, por mucho que le costara. Y así transcurría un día tras otro.

En respuesta a las cartas de Ellen, que le insistía para que volviese a casa, ella escribía minimizando los riesgos del sitio, explicando las circunstancias de Melanie y prometiendo ir en
cuanto naciera el niño.

Lo Que El Viento Se LlevoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora