parte 3.5

933 30 1
                                    

Capítulo 27

Al mediodía, hacia mediados de noviembre, todos se hallaban sentados en grupo alrededor de la mesa comiendo los últimos restos del postre confeccionado por Mamita con harina de maíz y arándanos secos y endulzado con sorgo.

Se notaba fresquillo en el aire, el primer frío del año, y Pork, que permanecía de pie tras la silla de Scarlett, se frotó las manos con anticipado deleite y preguntó:

—¿No sería ya tiempo de matar los cerdos, señora Scarlett?

—Ya te estás relamiendo con el mondongo, ¿verdad? —respondió ella riéndose—. Bueno, creo que también a mí me apetecería el cerdo, y si el tiempo se sostiene por unos días...

Melanie interrumpió con la cuchara en los labios:

—¿No oyes, querida? ¡Alguien se acerca!

—Alguien que grita —añadió Pork con inquietud.

En el seco y transparente aire otoñal, el ruido de cascos de caballo, que martilleaba con veloz ritmo, se oyó junto con una chillona voz de mujer que gritaba:

—¡ Scarlett! ¡Scarlett!

Las miradas de todos se cruzaron por un segundo alrededor de la mesa antes de que se echasen para atrás las sillas y todo el mundo se pusiese en pie de un salto.

A pesar de que el miedo la hacía chillona y estridente, todos reconocieron la voz de Sally Fontaine, que sólo una hora antes se había detenido en Tara, camino de Jonesboro en una breve visita. Ahora, cuando todos se lanzaron confusamente hacia la puerta principal, la vieron llegar con la velocidad del viento sobre un caballo espumeante, con el pelo suelto y flotando a modo de cola y el sombrero colgando de las cintas.

No recogió las riendas mientras galopaba como una loca hacia ellos, y sólo agitó el brazo hacia atrás, señalando la dirección en que venía.

—¡Vienen los yanquis! ¡Los he visto! ¡Por la carretera! ¡Los yanquis...!

Oprimió cruelmente el bocado sobre la boca de su montura, para evitar que el animal subiese al galope los peldaños delanteros de la casa. Describió un agudo ángulo, franqueó en tres saltos el césped de frente a la fachada y saltó por encima del metro y medio de altura que medían los arbustos que encuadraban el césped, como si estuviese participando en una cacería.

Todos oyeron el pesado golpeteo de sus cascos conforme pasaba por el patio trasero y seguía por el angosto sendero entre las cabañas de los negros, y comprendieron que tomaba un atajo entre los campos hacia Mimosa.

Por un momento se quedaron paralizados, pero pronto Suellen y Carreen comenzaron a sollozar y a entrecruzar sus temblorosos dedos. El pequeño Wade, como si hubiese echado raíces, quedó quieto y temblando, sin fuerzas ni para gritar.

Lo que él tanto temía desde Atlanta sucedía ahora. Los yanquis venían a robarlo.

—¿Yanquis? —dijo Gerald vagamente-. ¡Pero si los yanquis ya estuvieron aquí!

—¡Madre de Dios! —gritó Scarlett, y su mirada encontró los asustados ojos de Melanie.

Durante un fugaz momento pasaron por su memoria de nuevo los horrores de la última noche en Atlanta, las casas arruinadas que moteaban toda la región, todos los relatos de violaciones, tormentos y asesinatos que había oído.

Vio otra vez al soldado yanqui en el vestíbulo, con el costurero de Ellen en la mano. Y pensó: «Moriré. Moriré aquí mismo. Creí que estas cosas habían terminado ya. Moriré. No puedo aguantar más.»

Lo Que El Viento Se LlevoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora