parte 3.4

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Capítulo 25

A la mañana siguiente, el cuerpo de Scarlett estaba tan rígido y dolorido por los largos kilómetros de caminata y por los vaivenes del carro que cada movimiento era una agonía.

Su rostro, quemado por el sol estaba rojo; tenía las palmas de las manos desolladas por las ampollas, la lengua
pastosa y la garganta seca, como si las llamas la hubiesen abrasado, y no había agua bastante para calmar su sed. Sentía

la cabeza como hinchada y hasta girar los ojos le causaba dolor. Náuseas que
le recordaban los primeros días de su embarazo hicieron insoportable para ella hasta el olor de los humeantes ñames del desayuno.

Gerald hubiera podido decirle que sufría las consecuencias normales de su primera experiencia con las bebidas fuertes, pero Gerald no se daba cuenta de nada.

Estaba sentado a la cabecera de la mesa y no era más que un viejo canoso, de ojos apagados y ausentes que se clavaban en la puerta, con la cabeza algo inclinada como para tratar de escuchar el
crujido de las enaguas de Ellen, para aspirar su perfume de limón y verbena.
Al sentarse Scarlett a la mesa, Gerald murmuró:

—Esperamos a la señora O'Hara. Ya se demora.

Scarlett levantó su cabeza dolorida, mirándole con asombrada incredulidad, y encontró la suplicante mirada de Mamita, de pie tras la silla de Gerald.

Se levantó vacilante, con la mano en la
garganta, y contempló a su padre a la luz de la mañana. Él la miró vagamente y ella observó que las manos de su padre temblaban y que su cabeza estaba también algo trémula.

Hasta aquel momento no comprendió en qué medida había contado con Gerald para que la ayudase, para que le dijese lo que debía hacer. Y ahora... ¡Pero si la noche anterior parecía estar casi
normal! No mostraba, es cierto, la vitalidad y la exuberancia habituales, pero por lo menos le había hecho un relato coherente, y ahora... Ahora, ni siquiera se acordaba de que Ellen había muerto.

La impresión simultánea de la llegada de los yanquis y. de la muerte de su mujer le habían trastornado.

Scarlett fue a decir algo, pero Mamita sacudió la cabeza violentamente y, levantando el delantal, se enjugó los enrojecidos ojos. «¡Oh! ¿Se habrá vuelto loco papá? —pensó Scarlett, y su trepidante cabeza parecía a punto de estallar bajo aquella nueva presión—. No, no. Está un poco aturdido, y
nada más.

Es como si estuviese mareado. Ya se le pasará. Tiene que pasársele. Pero ¿qué voy a hacer si no se le pasa...? No quiero ni pensarlo ahora. No quiero pensar en él, ni en mamá, ni en ninguna de esas cosas terribles, ahora. No, no puedo pensar en nada hasta que me sienta capaz de soportarlo. ¡Hay tantas otras cosas en qué pensar...! Cosas que yo puedo remediar si no me dedico a
pensar en las irremediables.»

Salió del comedor sin haber probado bocado y se fue al pórtico de atrás, donde encontró a Pork descalzo y vestido con los harapientos restos de su mejor librea, sentado en los escalones y mondando cacahuetes.

La cabeza de Scarlett sentía aún incesantes martilleos y pulsaciones, y la
deslumbradora luz del sol le acuchillaba los ojos.

Sólo para mantenerse en pie necesitaba hacer un gran esfuerzo de voluntad; y hablaba con el mayor laconismo, suprimiendo las fórmulas habituales
de cortesía que su madre le enseñara a usar desde la infancia.

Comenzó a preguntar tan bruscamente y a dar órdenes en un tono tan decidido que las cejas de Pork se alzaron con sorpresa.

La señora Ellen jamás había hablado a nadie tan secamente, ni siquiera cuando cogía a un negro robando pollos o sandías.

Lo Que El Viento Se LlevoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora