Leo

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Leo supo que estaba muerto.

Cuando por primera vez desde que Calypso lo había abandonado sus dedos dejaron de tamborilear, sus piernas perdieron el equilibrio y cayó. Dio con fuerza en el suelo y, mientras el tiempo se ralentizaba, un montón de pensamientos revolotearon en su mente.

Deseó tener a Diana a su lado.

No había sido nada fácil dejarla allí, en el búnker, pero había sido lo correcto. Cuando había salido del bosque solo, se había visto forzado a decir a los demás que "Diana estaba terminando su arma secreta y se reuniría con ellos en cuanto pudiera". Había resultado demasiado fácil; todos le habían creído y hasta Will confiaba ciegamente en que Diana no les dejaría tirados. A Leo todo aquello le revolvió las tripas como si hubiera comido tacos pasados, pero intentó que no se le notara.

El único que le miró de manera diferente fue Nico. El hijo de Hades lo observó fijamente con los ojos negros asomando entre sus greñas, y Leo temió haber sido demasiado evidente. Sin embargo, si Nico sospechó algo, no lo dijo. Simplemente cambió su mirada y se fue con Will a preparar todas las flechas.

Leo se había quedado detrás de los arqueros. Algunos le miraron mal, pero no le importó lo más mínimo. Quería estar lo más cerca posible del búnker 9. Así, podría asegurarse que nadie pasaba de allí con dirección hacia donde estaba la chica .

No paraba de darle vueltas en su cabeza a la expresión de Diana. La chica, tan fuerte siempre, tan decidida, llorando destrozada al lado de las flechas incendiarias, unas flechas que habían preparado juntos pero que, sin embargo, no se dispararían hoy. Leo sintió como si volviera a tener ocho años y contemplara cómo Gaia lo manipulaba, obligando a crear el fuego que acabaría con la vida de su madre. La misma sensación de desesperanza que había tenido en aquel momento volvió a resurgir con mayor fuerza. Las lágrimas estuvieron a punto de salir, pero Leo las contuvo.

Metió la mano en su cinturón porta-herramientas y sacó un pedazo de magnetita que había sobrado de las esposas magnéticas. Cuando recogió el metal en el bosque de Roma mientras esperaba a que Diana despertara, no había sabido qué hacer con él. Simplemente pensó que podría venir bien en cualquier momento. Después, en la cueva de la señora Eugenia, terminó de perfilar su plan. Al principio, no le vio ningún fallo. Había funcionado a la perfección. Pero aquello lo estaba destrozando. Leo contempló aquel pequeño pedazo de roca gris, que tan caro había salido. Al mirarlo, el ácido en su pecho pareció aumentar. Lo más duro era pensar que lo más probable era que no volvería a ver a Diana.

Sí, no podía dejar de pensar en ello. Fue por eso por lo que no se dio cuenta de lo que pasaba hasta que no fue demasiado tarde.

Primero escuchó los gritos de los demás campistas de Apolo, pero muy lejos, como si se hallaran a kilómetros. Leo se fijó mejor y vio que una leve neblina helada rodeaba las filas de arqueros. Trató de encender fuego, pero la débil llama que se prendió en su mano se apagó después de unos segundos.

Leo miró a un lado y a otro, y pudo ver que estaban rodeados. Una docena de enormes bloques de hielo deformados rodaban por el suelo. Uno de ellos se detuvo cerca de él y Leo alzó la cabeza. Al mirarlo, notó con un escalofrío que la enorme mole pareció devolverle la mirada.

Las manos comenzaron a pesarle. Las piernas dejaron de moverse de manera nerviosa, así que Leo se puso en guardia definitivamente. Él nunca estaba tan quieto, ni siquiera dormido.

Las manos le pesaban, de manera literal. La piedra se cayó al suelo y rebotó en el suelo, rodando y desapareciendo de su vista.

Entonces las piernas cedieron y Leo cayó.

No soy tu novia (Leo Valdez #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora