Cuatro: Diana

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Diana se sentía exhausta.

Gracias a los dioses, Quirón se la había llevado antes de que todos empezaran a acusarla con preguntas cuyas respuestas no tenía ni idea. Ya podía imaginarlas: "¿cómo es que tu madre ha roto su voto?", "¿tú sabías algo de esto?" ,"¿estás de nuestro lado o no?", "¿vamos a tener que matarte?","¿quién eres tú?"...

Quirón la había sometido a un interrogatorio que, aunque era bastante más educado que el que los demás podrían haber hecho, no dejaba de ser eso, un interrogatorio. No, Diana no tenía idea de quién era su madre hasta ese momento. No, no sabía nada de Artemisa, una flecha o la supuesta profecía.

Ahora, sentada en las escaleras de la Casa Grande, no paraba de darle vueltas a todo. Aquel rollo de los semidioses la ponía un poco nerviosa, pero después de todo lo que le había pasado, podía creerlo perfectamente.

Pero, ¿qué mierda era esa de la hija de Artemisa? Diana nunca había soportado las clases de Historia (o ninguna clase, ya puestos ), pero juraría que Artemisa no podía tener hijos. A ver, sí podría, pero no quería.

Menudo asco de día.

Diana se puso en pie y se dirigió hacia el círculo de cabañas. Según le había explicado Piper antes, los dioses menores también tenían las suyas propias. Diana deseó en ese momento poder dirigirse a cualquiera de ellas, cualquiera que no tuviera el número ocho pintado en la entrada.

En sí era muy bonita. Poseía un color azul cielo precioso y, aunque no la habían decorado de manera estrambótica, no estaba mal. Diana suspiró y entró en ella.

Por dentro también era de su gusto. Había muchas camas, que seguro que no habían sido ocupadas desde la última vez que las cazadoras de Artemisa estuvieron allí. El baño no tenía mala pinta, aunque la ducha estaba algo atascada.

Tras un par de intentos, Diana consiguió ponerla en marcha y se dio una ducha rápida, porque el agua estaba helada. Diana suspiró de alivio al ponerse unos vaqueros cortos y la camiseta del campamento. 

Entonces la vio.

En el centro de la habitación principal, una estatua de la diosa se alzaba, orgullosa.

Diana la contempló. Era de tamaño medio, y representaba a una mujer con una trenza y un arco cargado. Detrás de ella había un lobo y un ciervo, una extraña combinación de depredador y presa. La mujer levantaba el mentón con orgullo, a la vez que un brillo fiero lucía sus ojos. "Se parece a mí", pensó Diana.

Diana notó como la furia le subía desde el estómago y apretó los puños. Esa diosa era la culpable de todo esto. Si ella no fuera su madre, Diana podría haber tenido una familia normal, ir a la escuela y no verse obligada a luchar contra criaturas asquerosas. Y ni siquiera en el sitio donde debía encajar encajaba. Y todo por su madre.

Le dio una patada a la cama. Luego otra. Y otra más. Diana se mesó los cabellos.

—Se acabó—exclamó y, llena de rabia, se volvió hacia la estatua para anunciar:—Me largo.

Bajó los escalones de dos en dos y echó a correr hacia el pequeño bosque. Apenas había gente, pero a Diana no le importó lo más mínimo. No le importaban ninguno de aquellos. Lo sentía por Piper y Annabeth, que parecían geniales, y hasta un poco por Leo, pero no podía quedarse allí. Aqudl no era su sitio. Su lugar estaba en su bosque.

Y, en definitiva, éste no era su bosque.

Diana no sabía adónde iba. Una especie de instinto la guiaba para no tropezar mientras corría, pero aquello no era su territorio. Había más zarzas y arbustos que en el sitio donde ella vivía.

No soy tu novia (Leo Valdez #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora