Capítulo 19

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—No quiero ir la escuela, George.—se quejó mientras soltaba algún que otro quejido por los tirones de cabello que le daba en mi intento de peinarla. Era realmente difícil hacer una trenza.

—Es tu primer día, te aseguro que harás muchos amigos y te vas a divertir.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo, además sólo son cinco horas. Cuando te des cuenta, ya estarás en casa de nuevo.

—Está bien.

Finalmente logré que el peinado luciera medianamente decente y estaba orgulloso de ello, pero al ver la hora me desesperé. Sólo teníamos veinte minutos para llegar a la escuela y ésta quedaba a más de treinta calles.

—Tenemos que irnos, Marian.

Ella tomó su mochila y yo su lunchera, y nos apresuramos a subir al auto. Rogaba llegar a tiempo, o al menos no tan tarde.

Cuando arribamos a nuestro destino, con sólo diez minutos de retraso debido a que usé toda la velocidad posible, salí del auto y cargué a Marian y sus cosas entre mis brazos y entramos al edificio, que comenzaba a llenarse de niños de todas las edades acompañados de sus padres.

De repente me sentí observado. Demasiado observado. Pero decidí ignorarlo.

Al tallarme un ojo con mi mano libre, noté la razón de esa sensación: no tenía disfraz, ni anteojos oscuros. Estaba completamente a la vista en un lugar lleno de personas cuya mayoría debían ser fanáticos. Y si no hacía algo, estaría en problemas muy graves.

Al darme cuenta del peligro en el que me encontraba, corrí aún con mi hija en brazos a un lugar seguro que identifiqué como una puerta al azar color blanco. Al entrar, senté a Marian en una silla y cerré la puerta con seguro.

—¿Qué pasó?—preguntó ligeramente asustada.

—Nada, nada, sólo...Nada.

Al principio no entendí por qué había un escritorio de roble con dos sillas de un lado y una del otro, ni por qué sobre el escritorio había carpetas con fotos de niños e información, ni por qué en la pared detrás de la silla había múltiples certificados y diplomas enmarcados, hasta que un carraspeo hizo que dejara de pensar en eso.

—Disculpe ¿necesita algo?

Era una mujer morena con cabello negro, ojos oscuros y sonrisa cordial. Me quedé ligeramente embobado por sus rasgos exóticos. Definitivamente no era inglesa.

—Disculpe.—repitió para sacarme de mi trance.

—¿Ah?—contesté estúpidamente, haciendo que ella soltara una pequeña risa.

—Pregunté si necesita algo.

—Bueno...Es complicado.

—¿Usted no es George Harrison?

—Sí, lo soy. Vine a acompañar a mi hija en su primer día de escuela.—señalé con la cabeza a Marian, quien escuchaba atenta la conversación.

—Y tuvo que venir a mi oficina para esconderse de...

—Posibles fans, sí.

—Entiendo. Le diré qué haremos, yo llevaré a su hija con el curso que le corresponde y usted se quedará aquí. Cuando todos se vayan, podrá salir sin problema.

—Me parece una gran idea.

La joven le ofreció la mano a mi pequeña, y ésta me dedicó una mirada de duda. Yo asentí, a lo que ella tomó la mano que esperaba la suya. Ambas salieron de la oficina, dejándome solo.

Tenía algo de prisa, pues a las nueve iría con Pattie a recoger los resultados de los estudios que se había hecho y ya eran las ocho y cuarto. Sólo esperaba que los padres se fueran pronto.

No habían pasado ni quince minutos cuando vi a la directora entrar de nuevo a la oficina.

—Ya puede irse, señor Harrison.

—Muchas gracias. Por cierto, usted no me ha dicho su nombre.

—Mi nombre es Olivia Arias, es un placer conocerlo —extendió su mano, que no tardé en estrechar.

—Por favor, el placer es todo mío.

Cuando el contacto se rompió, me acompañó a la salida. Me recordó que debía volver por Marian a la una y nos despedimos.

Llegué al hospital a las nueve y diez, con una extraña sensación de felicidad, que desapareció al ver a Pattie en la sala del doctor que nos había atendido. Jugaba nerviosamente con sus manos, sentada en una silla frente al doctor, quien tenía una expresión neutral.

—Lamento la demora, yo...

—Siéntese, señor Harrison —interrumpió el hombre.—Ya tenemos los resultados.

Me senté junto a Pattie. Mi preocupación aumentaba a cada segundo, al igual que mi ansiedad, pero tomé su mano para tranquilizarla y darle confianza. Ella me dedicó una pequeña sonrisa.

—Señores Harrison, esto no es fácil de decir.

—Sólo dígalo, doctor.

Él suspiró.

—Sus resultados muestran que usted está bien, señor Harrison. Pero en cuanto a la señorita Boyd...

—¿A qué se refiere?—pregunté con dificultad, pues sentía que el aire comenzaba a faltarme.

—Su esposa es infértil. Lo siento, ustedes dos nunca podrán tener hijos.

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Ya es LauraSad :'v

With A Little Help From My FriendsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora