Las orquídeas negras de Mariana Callejas(o "el Centro Cultural de la Dina")
Concurridas y chorreadas de whisky eran las fiestas en la casa pije de Lo Curro, amediados de los setenta. Cuando en los aires crispados de la dictadura se escuchaba lamúsica por las ventanas abiertas, se leía a Proust y Faulkner con devoción y un set de gaysculturales revoloteaba en torno a la Callejas, la dueña de casa. Una diva escritora con unpasado antimarxista que hundía sus raíces en la ciénaga de Patria y Libertad. Una mujer degestos controlados y mirada metálica que, vestida de negro, fascinaba por su temple marcialy la encantadora mueca de sus críticas literarias. Una señora bien, que era una promesa delcuento en las letras nacionales. Publicada hasta en la revista de izquierda "La Bicicleta".Alabada por la elite artística que frecuentaba sus salones. La desenvuelta clase cultural deesos años que no creía en historias de cadáveres y desaparecidos. Más bien le hacían elquite al tema recitando a Eliot, discutiendo sobre estética vanguardista o meneando el culoescéptico al ritmo del grupo Abba. Demasiado embriagados por las orquídeas fúnebres deMariana, la Callejas.Muchos nombres conocidos de escritores y artistas desfilaron por la casita de LoCurro cada tarde de tertulia literaria, acompañados por el té, los panecillos y a veceswhisky, caviar y queso Camembert, cuando algún escritor famoso visitaba el taller,elogiando la casa enclavada en el cerro verde y el paisaje precordillerano y esos pájarosrompiendo el silencio necrófilo del barrio alto. Esa tranquilidad de cripta que necesita unescritor, con jardín de madreselvas y jazmines "para sombrear el laboratorio de Michael, mimarido químico, que trabaja hasta tarde en un gas para eliminar ratas", decía Mariana con ellápiz en la boca. Entonces todos alzaban las copas de Old Fashion para brindar por la alquimiaexterminadora de Townley, esa swástica laboral que evaporaba sus hedores,marchitando las rosas que morían cerca de la ventana del jardín.Es posible creer que muchos de estos invitados no sabían realmente dónde estaban,aunque casi todo el país conocía el aleteo buitre de los autos sin patente. Esos taxis de laDina que recogían pasajeros en el toque de queda. Todo Chile sabía y callaba, algo habíancontado, por ahí se había dicho, alguna copucha de cóctel, algún chisme de pintorcensurado. Todo el mundo veía y prefería no mirar, no saber, no escuchar esos horrores quese filtraban por la prensa extranjera. Esos cuarteles tapizados de enchufes y ganchossanguinolentos, esas fosas de cuerpos retorcidos. Era demasiado terrible para creerlo. Eneste país tan culto, de escritores y poetas, no ocurren esas cosas, pura literatura tremendista,pura propaganda marxista para desprestigiar al gobierno, decía Mariana subiendo elvolumen de la música para acallar los gemidos estrangulados que se filtraban desde eljardín.Con el asesinato de Letelier en Washington y luego la investigación que develó lossecretos de Lo Curro, vino la estampida del jet set artístico que visitaba la casa. Variosrecibieron invitación para declarar en EE.UU. pero se negaron aterrados por las amenazastelefónicas y misivas de luto resbaladas bajo las puertas. Y sólo una mujer anónima, aceptóvia1jar y reconocer el acento Miami de los cubanos amigos de Michael, que una noche porsorpresa se cruzaron con ella después de una fiesta.Aun así, aunque Mariana se convirtió en yeta cultural y por varios años desplegó elterror en los ritos literarios que visitaba, igual le quedaron perlas colizas en su collar deadmiradores. Igual ejercía un sombrío poder en los fanáticos del cuento que alguna vez lainvitaron a la Sociedad de Escritores, la fichada casa de calle Simpson llena de afichesrojos, boinas, ponchos y esas canciones de protesta que Mariana escuchó indiferentesentada en un rincón. Allí todos sabían el calibre de esa mujer que fingía escuchar atentalos versos de la tortura. Todos preguntando quién la había invitado, nerviosos, simulandono verla para no darle la mano y recibir la leve descarga electrificada de su saludo.Seguramente, quienes asistieron a estas veladas de la cursilería cultural post golpe,podrán recordar las molestias por los tiritones del voltaje, que hacía pestañear las lámparasy la música interrumpiendo el baile. Seguramente nunca supieron de otro baile paralelo,donde la contorsión de la picana tensaba en arco voltaico la corva torturada. Es posible queno puedan reconocer un grito en el destemple de la música disco, de moda en esos años.Entonces, embobados, cómodamente embobados por el status cultural y el alcohol quepagaba la Dina. Y también la casa, una inocente casita de doble filo donde literatura ytortura se coagularon en la misma gota de tinta y yodo, en una amarga memoria festiva queasfixiaba las vocales del dolor.