La ciudad con terno nuevo (o "un extraño en el paraíso")
Como si de un paraguazo nos hubieran borrado el recuerdo, andamos por ahí,deambulando en un paisaje extraño, tratando de recuperar la ciudad perdida dondecrecimos. La ciudad amada y odiada en sus rasmillones de clase. La ciudad puta y santa,desguañangada en sus tiritones de arrabal huachuchero. La ciudad conflicto y cementadacontradicción que nos enseñó el duro oficio de creernos habitantes de sus calles resecas desmog y cansancio.Así, todavía andamos por este mapa tratando de recuperar los rincones, las esquinas,los barrios Franklin, Matta, Independencia, Gran Avenida, Estación Central, Mapocho oVivaceta. Cuadras antiguas, pero grises en su media suela social, sin la importanciahistórica que las hubiera salvado de la demolición. Barrios familiares, cercanos al centro,cruzados por cités, conventillos, almacenes y veredas quebradas, donde las vecinas y gatosesperaban la tarde despulgándose al sol. Barrios como de provincia, enmohecidos por elyodo del orín en sus murallones de adobe. Cuadras largas con veredas sin jardín, casasplanas, todas iguales, todas de fachadas altas y alineadas en la simpleza de otra urbe menospretenciosa, pero condenada a la desaparición por no ostentar los joropos estéticos de laarquitectura clásica que protege los barrios pudientes. Ese otro Santiago clasista,recuperado, remozado y afirulado por los urbanistas municipales que preservan solamentela memoria aristócrata. Para que el turismo vea esos palacetes sin alma y piense que nosiempre fuimos pobres, que alguna vez Santiago se pareció a Europa, a París, a Inglaterraen esas cáscaras barrocas, llenas de ratones, que las cuidan y pintan como porcelanaschinas, porque allí anidó la crem del 900. El resto, no tiene importancia, no hay estilo quejustifique su conservación. Por eso la arquitectura moderna arrasa sin piedad con lamemoria de los pobres. Con su monstruosa maquinaria demoledora, hace polvo el perfilevocado de la cuadra, la casa con corredor y su mampara, la pieza de alquiler y su colectivapromiscuidad, donde a pesar de la estrechez, madres solteras, hijastros, padrastros, tías,madrinas, abuelas y sobrinos allegados, amancebaron la leva conviviente bajo la luz cagadapor moscas de una parda ampolleta. Ahí, a pesar de la difícil convivencia, los vecinoscelebraban sus ritos festivos del casorio, el santo, el cumpleaños o el bautizo, para despuésagarrarse de las mechas, gritándose la vida en el embriagado amanecer.Tal vez, este travestismo urbanero que desecha la ciudad ajada como desperdicio,pretende pavimentar la memoria con plástico y acrílico para sumirnos en una ciudad sinpasado, eternamente joven y siempre al instante. Una ciudad donde sus peatones se sientencaminando en Marte, perdidos en el laberinto de espejos y metales que levanta triunfal elencatrado económico. Aunque a veces, en la orfandad de esos paseos por Santiago actual,nos cruza fugaz un olor, un aire cercano, un confitado dulzor. Y nos quedamos allí, quietos,sin respirar, como drogados tratando de no dejar escapar ese momento, reteniendo a lafuerza la sensación de un espacio conocido. Tal vez, los restos de un muro, el marco de unapuerta tambaleándose a punto de caer. Quizás, el sabor del aire que tenía una cuadra dondequisimos quedarnos para siempre, agarrados al árbol en que escuchamos por primera vezun te quiero. Donde, otra vez, nos quedamos esperando a ese compañero que nunca llegó ala cita, o al contacto para sacarlo del país, esos años de gasa negra. Nos quedamos por unmomento en silencio, atrapados en la fragilidad cristalizada del instante. Como sumergidosbajo una campana de vidrio, raptados por otra ciudad. Una ciudad lejana, perdida parasiempre, cuando al pasar ese minuto, el estruendo del tráfico la desbarata, como un castillode naipes, al cambiar el semáforo.