Los sombreros de la Piñeiro
¿Quién recuerda a la Bebé Mackay de Moller, en la serie Juani en Sociedad, por alláen los sesenta? ¿Quién recuerda a ese personaje interpretado por Silvia Piñeiro, la señorapaltona de la tele que impuso el "sí pos oye, regio mi linda, no te puedo creer Cotocó".Todo Chile veía ese programa en Canal Trece para copiarle los gestos pitucos y modales decondesa a la Piñeiro, la Primera Dama de la escena nacional. La misma actriz que hizo deLaurita Larraín en La Pérgola de Las Flores. Y cómo no. ¿Quién iba a interpretar mejor aesa emperifollada señora pegada al minué de la colonia? Quién si no la Silvia pos oye, laúnica actriz con abolengo. La elegante Piñeiro, admirada por los colizas del Barrio Alto,que se jactaban de ser sus amigos, que la acompañaban llevándole la cola, cuidándole losperros Yorkshire, esos ratones peludos que la vieja amaba como niños, y andaba con elracimo de perros colgándole por todos lados. Porque ella es, fue y morirá siendo regia,decía la gente al verla pasar con sus sombreros de todos colores, con sus sombreros comoplatillos voladores, sus sombreros como cucuruchos de cardenal, los sombreros de la Silvia,llenos de florcitas y cintas haciendo juego con el traje y los zapatos, cuando paseaba latarde echándose aire con sus enormes pestañas postizas en el cerro Santa Lucía. Sólo lefaltaba la carroza y el cochero para completar la estampa virreynal de la actriz confundidacon el personaje. La Piñeiro, chiflada con el estereotipado pedigree que puso de moda en eltiempo del Coppelia y los Pepe-Patos. Cuando Santiago, estremecido por los cambiossociales, se dividía en los de arriba y los de abajo. Los pobres y los paltones, las señoraspobladoras y las damas pirulas, que tocaban cacerolas nuevas frente a los regimientos, paradetener el escándalo plebeyo. Seguramente la Piñeiro era de estas últimas, porque siempreapoyó el golpe militar y no se perdía gala milica para estrenar un sombrero nuevo. Y hastaallí la fantasía principesca de la actriz se convierte en exceso, se hace real la películareaccionaria de su teatral representación. Como si teatro y vida fueran la misma obra, lamisma comedia de clase que la Silvia siguió representando en la soledad de su delirio, en lapsicosis de llamar a la servidumbre desde su triste vejez en el departamento mediopelo delbarrio Santa Lucía que le regaló el alcalde. Donde aún sueña con los privilegios de estirpeque lucía la Bebé Mackay y la Laurita Larraín en aquella Alameda de las Delicias. En aqueltiempo, cuando Santiago respiraba aires de realeza y aromas de cristal. Tan diferente,Cotocó, a la ciudad ordinaria, a esa Providencia de rotos que tuvo que ver la Piñeiro desdeel taxi, cuando fue al homenaje de Pinochet. Cuando se puso el último sombrero que lequedaba para decirle adiós a Augusto, adiós al último emperador. Y allí la vimos de nuevopor el noticiario de la televisión, porque hacía tanto tiempo que no actuaba en las teleseriesde la pantalla. Seguramente porque los argumentos son tan actuales de nuevos ricos, y yano triunfan las señoras tan fruncidas, tan estíticas, con esa mueca de náusea fina que llevatan bien la Piñeiro. A pesar de su edad, a pesar de su encorvada vejez en silla de ruedas, aúnle quedaba una altiva seducción para despedir al tirano, desde la sombra cómplice de suúltimo sombrero.