La Payita(o «la puerta se cerró detrás de ti»)
Para muchos que se tragaron la versión caricaturizada de la Unidad Popular, laimagen de Miria Contreras sigue siendo el boceto pintoresco de la secretaria cómplice yamante secreta que acompaña la figura de Salvador Allende. Y este frivolo estereotipo quearmaron los militares, sigue corriendo en los salones políticos y sociales donde la lengualagarta de la derecha escupe la historia con su saliva venenosa.Poco se sabe realmente de esta mujer que optó por el anonimato frente a lachismografía y al desprestigio público. Poco se sabe qué es de ella en la actualidad, y espreferible respetar su silencio, acatar su fobia a las entrevistas, su desconfianza frente alperiodismo, mórbido y tendencioso. Quizás uno de los pocos protagonistas de esta gesta,que guardó para sí la confidencia del histórico final. Del triste final, hecho tragedia por lamansalva golpista. Tal vez, ella es la única persona que estuvo más cerca del presidente enel filo de ese momento, en la premura apretada de esos minutos que se cortaron en elestruendo de la última decisión.Acaso, para Miria, el trauma de esa fecha le arrebató para siempre la risa fresca queembanderaba su rostro en la campaña, junto a Salvador. La Paya, alegre, siempre optimistaanimando los mítines, gritando consignas, escuchando atenta la voz del futuro presidentecon un pétalo de ternura en sus ojazos emocionados, en su mirar de palomas exaltadas poraquella presencia arrebatadora de Salvador, su amigo de tantas luchas junto al pueblo. ElChicho, su vecino en la calle Guardia Vieja donde ambos vivían junto a sus familias todosesos años de candidatura y derrota Todos esos años ayudando, esperando que los pobresacarrearan su propio candidato En esa calle sin salida de la comuna de Providencia deentonces, donde las dos casas eran un revoltijo de secretarías políticas y afiches y lienzos yagotadoras reuniones hasta la madrugada Hasta que la luz tísica anunciaba el día,enrojeciendo los ojos irritados tras los lentes de Salvador, y entonces Miria lo dejababeberse el último trago de café para acompañarlo hasta su casa. Y allí, en esa calle, bajo laclaridad tuberculosa del alba, aún quedaba una última mirada separando las dos casas. Aúntenían tiempo para reforzar la pasión socialista que anudaba cardenales rojos ante elpresagio del amanecer. Pero a Salvador nunca le gustaron las despedidas, por eso lepropuso a Miria unir las dos casas con una puerta interior. Así todo será más fácil, lasreuniones, las cartas, las noticias de última hora, las visitas de amigos comunes. Asítambién nos evitamos los adioses en la vereda y los comentarios de los vecinos, decía ellacon sus ojos claros mirando en derredor. Eso es lo que menos importa compañera, recuerdeque el amor y la revolución van de la mano en el mismo verso. Lo que realmente mepreocupa, es que la lucha y las empanadas no se enfríen de una casa a otra, le contestabaAllende con su risa libre que chispeaba encantador los albores del cambio.Así las dos casas quedaron unidas por aquella puerta interior que vio desfilarpersonajes, informes, y el futuro patrio de aquella historia humeante en las bandejas deempanadas y vino tinto, que enfiestaban esa izquierda soñadora de la Unidad Popular,pujando cortar el siglo con su asalariado ardor. Y Miria Contreras no pudo permanecerindiferente en la utópica vorágine que regaba de pétalos el sueño de los oprimidos. Y loapostó todo a esa causa popular que tocó el cielo en el setenta, ese cuatro de septiembre,bendita fecha en que Salvador fue elegido presidente. Y ahí, recién comenzó la batalla, lalucha de perejiles quijotes frente al molino capitalista del imperio. Y aun así, a pesar de lacontinua agresión del fascismo interno y externo, la Payita como asesora de la presidencia,lo aconsejaba y escuchaba por horas su proyecto, tomando notas y programando reunionesy compromisos del compañero presidente, que de ropa sport, recibía embajadores,ministros, sindicatos o centros de madres en el elegante balón Rojo del palacio. Sin mediarel cansancio, ella iba y venía por La Moneda de entonces, atascada de papeles y prensa quecomentaba con Salvador, que discutía con Salvador, diciéndole a veces que no fuera tanconfiado, que no creyera en la fidelidad militar, porque tras la visera castrense de losgenerales, una sombra oscura vendaba su lealtad. Pero él nunca le hizo caso, y le devolvíauna sonrisa apaciguadora a su sospechosa preocupación.Todo terminó el once bajo la tormenta de plomo que reventó en llamas el Palacio deLa Moneda. Todo acabó esa mañana de septiembre con un llamado telefónico a primerahora del presidente. Le decía que la Armada se había sublevado en Valparaíso, queprobablemente se sumaría el Ejército y la Fuerza Aérea, que había un ultimátum, que nopodía hablar más, que a su lado estaban sus hijas, sus amigos y colaboradores máscercanos; pero Miria, a pesar del tono seguro, intuyó por la inflexión de la voz, queSalvador se sentía solo, que por primera vez oía esa voz desesperanzada en el eco sinmultitudes de una plaza vacía, que la necesitaba más que a nadie en esos difícilesmomentos, y debía llamar a su hijo para que la llevara en su auto urgente a La Moneda,acelerando, pasando con luz roja, mostrando credenciales en el apuro climatizado de unaextraña Alameda desierta.El resto ya es relato conocido, narrado en primera persona por la transmisión radialde las últimas palabras del presidente. Y tal vez, en este documento sonoro, multiplicadopor la onda corta de Radio Magallanes, los tres años de la Unidad Popular empapan lacrónica de la historia con la intensidad dramática de quien escribe su adiós definitivo en elaire cimbreado del atropello constitucional. Quizás es ésta la carta de amor más hermosaque el mandatario pudo improvisar como susurro indeleble que para siempre tiznará nuestramemoria. Un discurso estremecedor, naufragando en los espolonazos golpistas queremecían esa hora, en ese momento de carreras desesperadas cruzando los pasillosirrespirables de humo y polvo por la bazuca retumbando. Ahí en el instante que la guardia ylas mujeres abandonaban el palacio por orden de Allende, Miria, confusa en la neura deldesalojo, no obedeció la orden y se entregó a la corazonada impulsiva de un enamoradoretroceder. Y en esos escasos momentos, cuando Allende reunía a sus fieles amigos paraabandonar el lugar en una columna donde Miria iría primero con una bandera blanca,nuevamente la corazonada le hizo girar la cabeza para decirle algo, mirar sus sienescanosas, tirarle un beso, un hasta siempre, no sé, darle una sonrisa que perfumara el airehediondo a pólvora de esa inútil primavera. Y allí, parada en el corredor, a través de lapuerta entreabierta del Salón Rojo, alcanzó a cruzar su atención con un urgente ojeo deternura, un pañuelo de mirada en el perfil vaporoso de su cara descompuesta, plegándosetras la puerta que se cerraba como la página final de la «vía chilena al socialismo» y sumalogrado querer. Y allí quedó como el huérfano más solo de la nación, abrazando sujuguete metrallero mientras escuchaba derrumbarse la fiesta de aquella ilusión.Lo demás raya en el impreciso alboroto de salvar el pellejo, confundir su rostroentre las parvularias y enfermeras que subían a una ambulancia ante la pronta amenaza delbombardeo. Salir de allí, en el relámpago rojo del vehículo que pasó aullando los controlesmilitares. Luego bajarse por allá, anónima, esconderse, «perder el rostro» en laclandestinidad de los días que vinieron, cuando comenzó la siniestra cacería, las listas quepublicaba El Mercurio, donde Miria Contreras, alias La Payita, era uno de los personajes dela Unidad Popular más buscados por los caza-recompensas.Es probable que si Miria no hubiera escapado a la garra criminal de la dictadura enesos momentos, hubiera sufrido el mismo destino de su hijo, masacrado el once ydesaparecido hasta la fecha. También es posible que las historias escandalosas que hizocorrer la dictadura con ella en Tomás Moro, se grabaron en la mente de muchos incautoscomo la película porno de la U.P. que los militares aseguraron mostrar en horario detrasnoche por Canal 7. Pero esto nunca ocurrió, porque aquellas filmaciones y videos sóloexistieron en la mente afiebrada de la mentira milica. Desde ese armado desprestigio, lasubjetividad colectiva chilena construyó el personaje de «La Payita», asociado a la farra sinlímites con que la hipócrita burguesía calumnió a Salvador Allende, nada más que por teneren Tomás Moro unas botellas de whisky, unos pollos y algunos dólares que la prensaoficial de entonces multiplicó al infinito.Esta crónica, imaginaria en el rescate confidencial de quienes conocieron a la Payitay estuvieron cerca de aquellos sucesos, sólo pretende enlazar intensidades y pulsioneshumanas que entretejieron la biografía política Probablemente el ímpetu escritural,desborde romanceado al caudal épico de aquellas presencias en el acontecer traumático delaborto histórico Mas bien estos improbables pespuntes memoriales puedan delineartímidamente el perfil de Mina Contreras en el exiliado claroscuro de su publica LejaníaElla, como quien se arropa privadamente en sus recuerdos, se dejó envolver por el mito,quiso que esa gasa fuera evaporando lentamente su protagonismo junto al mandatario. Y ladistancia la puso en segundo, tercer o cuarto lugar, esfumándola, borroneando a propósitosu nombre, su crédito, su rostro ausente en el álbum moral que empaña con leve bruma latragedia de la UP Así, en el segundo plano de la historia, telonea tramitado de rojo opaco elnombre de la Payita, como la marca del rouge que, en el pañuelo desvaído, deja la huelladel rosa amante en el lacre pálido de una costra carmesí.