La historia de Margarito
Tendría que arremangarme los años para recordar a Margarito, tan frágil como unagolondrina crespa en la escuela pública de mi infancia. La escuelita Ochagavía, «nuestronorte luz y guía», voceaba el himno de la mañana escolar, ya borroso por los tierrales secosen la zona sur de Santiago, en esas nubes de polvo donde los niños machos pichangueabanel recreo; los hombrecitos proletarios, jugando juegos de hombres, brusquedades dehombres, palmetazos de hombres. Tan diminutos y ya ejercían las ventaja del machismoburlón, humillando a Margarito, riéndose de él porque no participaba del violento rito de lainfancia obrera. Porque se mantenía distante mirando de lejos al cabrerío revoltosorevolcándose en el suelo, mancornados a puñetazos en la competencia matona de esa enanavirilidad.Y parecía que Margarito, vaporoso, despreciaba profundamente la prepotencia desus compañeros, esa única forma bruta de comunicarse que practican los hombres. Por esose aislaba de los grupos en la soledad mocosa de anidarse un rincón lejos del patio.Margarito nunca reía en la bandada jilguera que animaba la mañana. Margarito no era feliz,como todos los niños a esa edad cuando el mundo es una pelota de barro azul. Margaritotenía los ojos grandes, siempre anegados a punto de llorar, al borde lagrimero de su penita;por cualquier cosa, por el chiste más insignificante soltaba la muda catarata de su llanto.Margarito era así, un pajarillo sentimental que regaba la tierra seca de mi escuela pobre.Margarito era el hazmerreír de la clase, el juego preferido de los cabros grandes que legritaban «Margarito maricón puso un huevo en el cajón». No lo dejaban en paz con laletanía cruel de ese coro que no paraba hasta hacerlo llorar. Hasta que sus ojazos nerviososse vidriaban con el amargo suero que hería sus mejillas.Margarito era así, un pétalo fino y lluvioso en medio de la borrasca pioja del piñénestudiantil. A esa edad, cuando la niñez asume la perversión como un entretenido juegotorturando al más débil, al más diferente del colegio, que escapaba al modelo masculinoimpuesto por padres y profesores. Y ese era el caso de Margarito, nombrado así, burladoasí, por los pailones del curso que, groseros, imitaban su caminar de pichón amanerado, suspasitos coligües cuando tenía que salir a la pizarra transpirando, como pisando huevos en suextraño desplazamiento de cigüeña cachorra rumbo a la patriarcal educación.Lo recuerdo tan solo, en ese tristísimo exilio de princesita traspapelada en un cuentoequivocado. Lo veo así, al borde de la crisis esa mañana del sesenta cuando Caritas-Chileregaló un montón de ropa norteamericana para la escuelita Ochagavía. Eran fardos gigantesde pantalones, poleras, zapatos, camisas y casacas que los curas habían seleccionado paralos niños varones. Tiras usadas que el imperio repartía a Sudamérica para tranquilizar suconciencia. Trapos multicolores, que los chiquillos se probaban entre risas y tirones. Y enmedio de esa alegre selección, apareció un vestido, un largo y floreado camisón que loscabros sacaron calladamente del bulto. Lo extrajeron mirándose con maldadosacomplicidad. Margarito, como siempre, flotaba más allá del bullicio en la balsa expatriadade su lejano navegar. Por eso no se percató cuando lo rodearon sujetándolo entre todos, y ala fuerza le metieron el vestido por la cabeza, vistiéndolo bruscamente con esa prenda demujer. Creo que nunca olvidaré esa escena de Margarito con los ojos empañados, envueltoen la percala floral de su triste primavera. Lo veo a pesar de los años, interrogando almundo que se cerraba para él en una ronda de carcajadas. Lo sigo viendo acurrucado, comouna palomita llorona mirando las bocas burlescas de los niños, desfiguradas por el océanoinconsolable de su amargo lagrimal.Han pasado los años, llorosos, terribles, malvados, y jamás se me forró ese cuadro,como tampoco la chispa agradecida que brilló en sus pupilas cuando, compartiendo lasburlas, me acerqué para ayudarlo a quitarse el vestido. Nunca más vi a Margarito desde esefinal de curso, tampoco supe que pasó con él desde esa violenta infancia que compartimoslos niños raros, como una preparatoria frente al mundo para asumir la adolescencia y luegola adultez en el caracoleante escupitajo de los días que vinieron coronados de crueldad. Esposible que su pasar de alondra empapada haya naufragado en esa travesía de intolerancia,donde el trote brusco del más fuerte, estampó en sus suelas el celofán estropeado de un alacolibrí.