—Antes de comenzar la clase debo decirte algo importante.
—¿Qué? —preguntó Cara con sus manos al ver que Sharon movía sus labios.
—Oh, lo siento. Lo he olvidado. —dijo la mujer esta vez, con las respectivas señas de cada palabra. —Debo decirte algo. He venido del hospital, donde me han hecho una radiografía. El problema de mi columna ha aumentado, por lo que me tomaré unas dos semanas ya que deberán operarme.
Cuando Sharon tenía sus ya bien vividos sesenta años, se había resbalado en la escalera de su hogar, provocándose un severo golpe en la espalda. Un severo golpe que, con el correr de los años, se había convertido en un problema para su espina dorsal.
—¿Dos semanas? ¿Qué haré durante ese tiempo? —comunicó Cara a través de sus manos.
—¿Cuánto apuesto a que no has leído el libro de Lincoln?
—Apuesta todo lo que tengas, porque te confieso que no lo he tocado. El silencio reinaba en la casa, pero aún así, ellas podían conversar sin ninguna necesidad de hacer ruido. Sharon se rió. —Está bien. Deberás leerlo en esas dos semanas. Considéralo como unas vacaciones.
—En las vacaciones no se estudia.
—En estas sí —continuó Sharon—. Y presta atención porque el tema que voy a explicarte ahora es muy importante. Abraham Lincoln era escéptico con respecto a las religiones. Creció en una familia altamente religiosa pero nunca se unió a ninguna iglesia... —Cara dejó que su mente navegase por un mar de ideas estúpidas, tratando de ignorar los gestos y señas que las manos de Sharon realizaban, pero no demasiado para que ella crea que le estaba poniendo atención. Poco después de que Cara se haya despedido de Sharon deseándole la mejor de las suertes, su madre Lauren y su hermano menor Luke llegaron con bolsas del supermercado. —Oh. —dijo Lauren.
—Luke, hemos olvidado las bolsa que contenían las galletas. ¿Me acompañas a buscarlas?
—Sí, mami. —pronunció el pequeño. Luke tenía tres años. Su cabello era castaño y sus ojos verdes, al igual que los de su hermana mayor. Estaba aprendiendo —gracias a Cara y Lauren— a comunicarse con su hermana, y a ella le parecía gracioso. A veces se confundía la frase «Hola, buenos días» con la frase «Soy una tortuga» y su hermana siempre estallaba en carcajadas.
—Cara, hemos olvidado una bolsa. Volvemos en un rato. —dijo su madre en señas, y Cara asintió. Luke le sacó la lengua y ella hizo lo mismo, un gesto que ambos se repetían muchas veces, aunque no significara nada.
Cuando la casa volvió a su soledad y habitual silencio, Cara tomó un tarro de azúcar y lo llevó hasta donde se encontraba el piano. Se sentó en el banquillo de madera y dejó el tarro a su lado. Le encantaba comer azúcar, aunque sabía que no era demasiado saludable. Era como una obsesión, comía una cucharada y luego no podía parar y comía más, y más. Tocaba las teclas tratando de seguir la partitura y respetando el espacio y tiempo que había entre nota y nota. Volvió a llevarse otra cucharada con azúcar a la boca cuando vio —gracias al reflejo que le proporcionaba de una de las ventanas de la cocina— que había alguien del otro lado de la puerta. No esperaba a nadie, por lo que le pareció extraño. Se arregló el cabello y comió un poco más de azúcar antes de ir a abrir la puerta. .
«¿Van a abrir o qué?» pensó Zayn moviendo la cesta de un lado a otro.
Su madre le había obligado a llevar el canasto en el que venían las galletas —ahora, vacío— a sus vecinos, sólo porque no se había presentado a la cena. Volvió a tocar el timbre cuando una chica abrió la puerta. Era la chica que anteriormente había visto salir de su casa, y ahora podía mirarla mejor. Su cabello era básicamente de un tono rojo y castaño, y sus ojos verdes encajaban a la perfección con su tono de piel. Sus ojos se detuvieron en sus labios, donde vio pequeños granitos blancos en ellos.
—Am... hola. —la chica lo miró fijo. —Tienes... —señaló con el dedo índice los labios de la chica de pelo rojo. Cara no comprendía quién era aquél chico y por qué estaba parado en la puerta de su casa con una cesta. Lo que sí comprendió fue el gesto que le hizo con las manos al señalar sus labios. Tenía azúcar en ellos. Zayn la vio mordiéndose el labio para quitar los granitos de azúcar que se alojaban allí y pensó por un momento si la mujercita de pelo rojo tenía idea de lo que causaba en la otra persona al morderse los labios. Sin darse cuenta, se relamió los suyos.
—Me llamo Zayn —dijo por fin, para disipar los pensamientos que comenzaban a hacerse presentes en su mente. —¿Tú eres...?
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