Capítulo once

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Después de que sonara el "¡Candidatas al agua!", Tide subió a popa y pasó la hora entera observando la competición desde la baranda delante de mí.

Yo no veía lo que pasaba en el centro ni cerca del barco, pero podía ver los movimientos de las chicas si se acercaban a los barcos que quedaban enfrente.

- ¿Por qué eres buena con ella? – dijo Tide de espaldas a mi tomándome completamente por sorpresa. - ¿No ves lo mala que es?

- Es buena conmigo. – dije.

- Si. – dijo poco convencido. - Cuanto menos le cuentes de tu vida, mejor para ti.

- ¿Qué representa que significa eso?

- Nada más que lo que oyes.

El águila apareció en la baranda que quedaba a mi derecha, y caminaba dando saltitos arriba y abajo. Tide dio dos pasos lejos de mí, como señal de que no iba a hablarme más.

- ¿Estas aburrido? – murmuré mirando el animal. Pareció que me entendía, por qué cesó el movimiento y me echo un vistazo. – Veo que eres listo. – le dije y el animal chilló escandalosamente provocando que Tide se girara. – Y fanfarrón – le añadí antes de mover mis piernas hacia él y ahuyentarlo.
Voló y se posó en el mástil, encima de mi cabeza, dejándome inquieta por si decidía cagarse como venganza.

- Mil ochocientos treinta y seis. – dije antes de que el hombre volviera a girarse. – ¿Mil ochocientos treinta y seis qué?

- Días en el Caronte. – contestó sin mirarme.

Todo quedó en un silencio agobiante. Mil ochocientos treinta y seis días. Cinco años y once días. Sola, hambrienta, torturada.
Cada vez que Catha tocaba un casco nuevo, Tide se giraba y asentía. Y así de fácil, una hora se me pasó como un minuto mientras no podía dejar de pensar en esos cinco años allí dentro.

El tiempo terminó, la chica trepó por la red de proa, y mirando en mi dirección, sin prestar atención a los hombres que se amontonaron a su alrededor para ver el permio gritó:

- ¡Tengo cinco! – estaba contenta.

- ¿Las has robado? – grité de vuelta sintiéndome de un humor extremadamente alegre, al verla sonreír, aunque fuera otro día más de lo mismo.

Ella negó efusivamente al tiempo que llegaba El Barquero, le decía algo, le entregaba las aletas y la arrastraba de vuelta al calabozo.

- Me voy. – dijo Tide después de echarme un vistazo.

Abuela se fue y yo me dejé llevar por el camino que la vida quería que siguiera. Catha debía dejarse llevar también y su destino no fue mucho mejor que el mío.

Así de fácil, así de simple. Puedes estar destinado a ser El Barquero, puedes estar destinado a ser el ave libre, o puedes pudrirte en una celda. Y entonces tienes dos opciones: dejarte llevar con buena cara, o hacerlo padeciendo y apiadándote de ti día sí, día también.

Nunca encontré el punto en eso de padecer. Dejarse llevar sonaba mucho menos complicado.

La mañana tediosamente lenta, no fue más entretenida ni más cómoda que el día anterior. Ya llevaba allí atada veinticuatro horas y a parte de lo obvio, la espalda me dolía terriblemente y los tiritones y el sudor no cesaban.

La noche cayó y con la manta arrugada en mis pies dejé caer la cabeza hacia delante y me dormí un par de horas.

Entre el silencio de la noche, el crujido de sigilosas pisadas acercándose, me sacó del vago sueño que estaba teniendo.
Al principio me quedé muy quieta, pero entonces recordé al chico que había estrangulado mi cuello un par de veces, y justo en el momento en el que sentí el cuerpo de lo que fuera que tuviera delante, lo más cerca posible, me congelé.

La Hermandad del Hombre MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora