Capítulo veinte

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- ¿Te has dormido mientras vigilabas a la esclava? – dijo una voz al otro lado de la puerta a los pocos segundos de que Seth desapareciera.

- Eso creo. – el Herrero con su voz ronca contestó.

Unos ojos asustadizos se asomaron por la pequeña obertura de la puerta para asegurarse que yo seguía allí sentada. Y entonces el ya tan familiar sonido del batir de alas del águila resonó en el vacío de la habitación al tiempo que el hombre desaparecía de la escotilla y yo me volteaba a ver.

- ¿Dónde has estado? – pregunté al tiempo que saltó a mis pies. Con las alas plegadas al cuerpo y los ojos amarillitos fijos en mi, mi único compañero de celda, desde hacía unos días, saltó hasta quedar con su pecho rozando mi pierna estirada.

Y entonces se inclinó y dejó encima de mí el colgante de Seth. De nuevo.

- ¿Me lo has quitado? – dije levantando el colgante a la altura de mis ojos. Parecía que la cuerda era más negra. Metí mi mano derecha dentro del elástico para volver a meter el colgante, esta vez al otro lado, para que no se me cayera dos veces.

Miré al ave mientras se recostaba con la cabeza en mis piernas, como si fuera un perro.
Decidí que le preguntaría a Seth qué había detrás de aquello, y dejé mi cabeza caer contra la pared pintada en tiza.

Pero pasó el cuarto día, y una vez más me dejaron sola y encerrada, sin comida ni agua ni visitas, como si estuviera de nuevo atada al mástil de popa.

- Uno, dos, tres, cuatro...- me acosté en el suelo con los pies en la pared mirando las cifras.

Gea solía contarme cuentos antes de ir a dormir. No solo historias del otro mundo, a veces tenía la suerte de poder dormirme con una fantasiosa historia de héroes y princesas valientes, y esas noches eran mis favoritas.

- Treinta, treinta y uno, treinta y dos...

Krono era un héroe maldito. Vivió años de joya y felicidad, hasta que en una catástrofe, de la cual nunca tuve detalles, perdió a su única hija, su pequeño tesoro, y sus días se redujeron a dolor.

- Quinientos noventa, quinientos noventa y uno...

El dolor crea oscuridad en el corazón de los débiles, decía abuela. Tu puedes sobreponerte a una perdida y vivir siempre recordando con amor a esa persona pero sin olvidarte que, al fin y al cabo, a ti te ha tocado seguir viviendo, o puedes dejarte engullir por la miseria y el padecimiento y abandonarte al vacío. El dolor no es una opción, el sufrimiento sí. Y todo aquel que se deja engañar por sus demonios, es débil e ingrato.

- Mil trescientos cuarenta y dos, mil trescientos...

Yo nunca entendí aquellas palabras tan duras, tan fuera de mi alcance, y tampoco lo hice aunque la historia de aquella noche terminara con un hombre débil que decidió destruir el mundo antes de que el mundo le destruyera a él.

- Mil seiscientos ochenta y nueve...

Tampoco entendí por qué abuela me contaba aquello, no iba a poder dormir en varias noches pensando en lo triste que se sentiría el hombre sin su hija. Aunque Gea repitiera una y otra vez: "No te fíes de los hombres, no seas benevolente"

- Mil ochocientos cuarenta y dos. Y veintiún días.

La noche cayó, el águila se durmió subida en mi regazo, cada vez abusando más de mi confianza, y una vez más Seth apareció delante de mí, con un trozo de pan y una sonrisa.

- ¿Me has echado de menos? – dijo desatando mis tobillos.

- Te encantaría que dijera que si, - dije con total indiferencia - ¿Verdad?– le sonreí, me sonrió.

La Hermandad del Hombre MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora