Capítulo treinta

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- Estarás contenta. – murmuró Tide cuando la puerta sonó detrás de nosotros. Frené y le miré con odio. - ¿Qué estás haciendo?

- ¿De qué hablas? – espeté fríamente.

- De Seth. – no pude hacer otra cosa que reírme. Y esta vez al ponerme en marcha fui yo quien tiró de él.

- ¿De Seth? – murmuré. – Seth me engañó.

- Seth –

- ¡Me engañó! – grité ahora mirándole con los ojos borrosos. - ¡Me ha engañado desde el maldito primer día! – ahora grité más fuerte. – Y tú. – Le miré con odio, él se quedó quieto mirándome con lástima. – Y Catha. Y todos.

- Yo intenté avisarte. – se encogió de hombros. – Y él también.

Ioh gritó en el cielo oscuro de la noche. Sus ojos amarillos penetrantes y fijos en mí. Me quedé allí, observándole impertérrita. Entonces hubo otro clic.

- ¿Quiénes llevan colgante?

- Sólo los capitanes.

- Bien. – Miré a Tide a los ojos. - Suéltame - Retuvo el aire y me soltó. Ioh chilló de nuevo. - ¿Por qué me has soltado? – dije de inmediato.

- Por qué tú me lo has pedido. – dijo con una voz monótona.

- Arrodíllate. – dije mirando sus ojos. Y él lo hizo.

Un seguido de momentos llegaron a mi cabeza. Cómo de fácil fue que él mismo me contara las historias y planes de El Barquero. Lo rápido que el Herrero me había soltado, teniendo en cuenta lo poco convincente que había sido y la poca fuerza que tenía yo comparada con él. Los dos momentos en los que le pedí a El Barquero que me dejara ir. Y lo más obvio: las cientos de veces que tanto el chico rubio como la chica sin dedos me lo habían dicho. Me negué a pensar en sus nombres juntos.

- Levántate. – espeté. Él lo hizo. - ¿Quién es Seth?

- El capitán del barco de Dione. – dijo lo que ya había oído en el camarote. – El prometido de la rubia endemoniada, el recogido del fundador de la Hermandad, y el único en quien debes confiar. – bufé.

- ¿Qué quiere de mi?

- Eso es demasiado obvio. – dijo en un susurro sin dejar de ver mis ojos. – No puedo decírtelo yo.

- Bien. – asentí intentando ser objetiva. – Vuelve con el capitán y dile que estoy en mi celda.

- De acuerdo.

Miré a Ioh, quien me miraba con algo parecido a satisfacción, si es que un animal podía mirarte así. Y entonces, una vez más, los recuerdos de vivencias llegaron a mí. Siempre había un momento para todo, ¿no?

Y aquel era el jodido momento, y ante mi estaba el jodido camino.

Sin esperar más, corrí en la dirección de la que veníamos, me desvié al pasillo, bajé las escaleras y me deslicé abriendo y cerrando puertas, una por una, hasta dar con un enrome camarote con una desmedida cama doble, con muebles y caprichos por todos lados y con una maravillosa Catha sentada en él, su boca se abrió al verme.

- ¿Thaia? – dijo con algo entre el asombro y el odio.

Vestía una falda larga de color burdeos que tapaba su pierna amputada, y una blusa blanca con volantes. Llevaba la ralla en medio y su propio cabello rubio paja tapaba la mitad rapada de su cabeza. Había brillo en sus labios. Parecía una muñeca, estaba perfecta.

- Hola, mentirosa. – espeté. Intentó ponerse de pie, pero el intento fue patético. - ¿Me riñes por comerme tu pan cuando comes tanto pan como quieres? – reí amargamente.

La Hermandad del Hombre MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora