Capítulo quince

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Gea lucía una larga cabellera blanca. No era cana, simplemente rubio muy platino, siempre fue así, incluso antes de las luces. Llegaba hasta su zona lumbar, y era lisa y fácil.

Su cuerpo era esbelto. Sus piernas largas y su barbilla siempre arriba, le daban un aspecto de superioridad increíble, incluso cuando envejeció.
No era arrogante, simplemente parecía jugar en otra liga, pertenecer a otro mundo, a otro planeta más luminoso y pacifico que aquel en el que estaba atrapada. Un planeta en el que apenas se envejecía.

La señora que me acogió, la madre de Sail y Gull, más de una vez me ordenó que bajara el mentón y dejara de mirarles como Gea lo hacía. Ni siquiera me daba cuenta de que yo imitara ese gesto, pero supongo que eso es algo que la familia hereda.

- No parecen de este mundo. – les susurró una vez a sus hijos pensando que yo estaba dormida. Estúpida mujer, yo nunca me dormía antes que ellos – Se parece mucho a su madre.

Eso me tomó completamente por sorpresa. En más de una ocasión, después de eso, intenté adivinar qué sabían los niños de mi madre. Pero al parecer, la mujer, les había prohibido contarme nada.

Los ojos de Gea eran del mismo verde que el mío, pero por las noches no cambiaban en absoluto.

- Los de tu madre lo hacían. – dijo una vez mientras estaba acurrucada en sus piernas buscando el calor.

No hablábamos de mamá. No pregunté nada. No había en mí algo que me inquietara hasta el punto de necesitar sabe sobre ella. Nunca la conocí y viví siempre sabiendo que estaba muerta. Así que no existía un dolor real, ni un duelo, ni una tristeza permanente, como la que se instalaba en el cuerpo de Gea cada veinte de Febrero, el día del cumpleaños de la muerte de mama, y por tanto de mi nacimiento.

- ¿Sabes cuan arrogante luces con el mentón a esa altura?

Seguía atada a la baranda de madera de popa. Tide se instaló a unos diez metros de mí, cerca de las escaleras que bajaban a cubierta. Y la voz procedente de mi derecha, pertenecía al chico rubio, sentado en la baranda de madera de su barco, mirando el agua con una sonrisa torcida.

- ¿Qué quieres? – espeté sin mover ni un milímetro la posición de mi cabeza. Pude escuchar su risa mientras los dos seguíamos mirando como las chicas en el agua aguardaban a los peregrinos.

- ¿Se ha levantado de mal humor la princesa del barco? – dijo en tono de mofa.

- No somos amigos, ¿recuerdas?– espeté repitiendo lo que la noche anterior me había dicho aquél insoportablemente apuesto chico.

- Buen punto. – murmuró frunciendo el ceño ahora.

No entendía esos cambios de humor. De chico irresistible y arrogante a una persona completamente confundida, a alguien que parecía se preocupaba por mi demasiado – teniendo en cuenta que no nos conocíamos -, y de nuevo al tipo arrogante.
Pero como no iba a aflojar mi posición, aunque sí, tal vez el hecho de tenerle cerca no me molestara tanto como me esforzaba en hacerle creer, ni le miré ni hice ningún comentario.

Fingí ver el juego, al igual que él, mientras todos mis sentidos estaban puestos en cada pequeño movimiento que hacía, cada respiración que aguantaba o cada repiqueteo de sus dedos en la madera.

Tide vino un par de veces a supervisar que estuviera bien. Me veía desde las escaleras, pero supongo que al ver al chico tan cerca de mí, sentía la necesidad de chequearme.

De pronto el bote que quedaba en frente se movió y los dos hombres se asustaron y gritaron dejando totalmente inestable su dignidad.

Sonreí abiertamente y le eché un vistazo a Tide, que ya me miraba sin miedos ni precauciones. Podría estar pensando que lo que Catha decía era verdad, pero yo no le veía ni pies ni cabeza a sus teorías. Simplemente grité y ordené mal humorada y el buen hombre, no debía saber qué hacer conmigo. Por eso me quiso complacer. Nada más.

La Hermandad del Hombre MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora