Capítulo veintiuno

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- Deberíamos volver. – dijo él.

- No quiero volver...- susurré mirando el cielo liso y muerto.

- Lo sé. – susurró mirando lo mismo que yo.

El cielo infinito se abría ante nosotros, aunque no había nada que ver en él, los dos fingíamos estar tremendamente interesados en mirarlo. Sentía un nudo en la garganta, como si algo dentro de mí quisiera avisarme de algo, pero como siempre, yo no sabía de qué iba aquello.

- Cuando era pequeño solía imaginar las estrellas. – dijo Seth. Le miré. – Mi padre adoptivo me contó sobre ellas, y yo las visualizaba en el cielo antes de irme a dormir. – un brillo nació en sus ojos fijos en el cielo - Un día, mi padre, me contó la historia de un héroe maldito, encadenado al cielo. Y de cómo se enamoró de una criatura mítica. No lo pudo remediar, quedó totalmente atrapado por ella, y al verse débil y vulnerable, la mató.

Guardé silencio, escuchando los latidos en mis orejas y evitando relacionar aquella historia con alguna de las que ya sabía.

- Nunca supe por qué me estaba contando aquello. – fijó sus ojos en mi. – Pero entonces me hice una promesa a mí mismo. El día que encontrara a esa criatura que me hiciera sentir perdido, - mordió su labio un segundo - viviría para protegerla.

Terminó de decir aquello y se inclinó más sobre mí. Sentía de nuevo su peso en mi cuerpo, y un calor acogedor empezó en mi bajo vientre y recorrió mi estomago entero, como si animalitos corrieran por mis entrañas.
- No sé de dónde has salido tú. – susurró dejando su cálido aliento en mis labios.
Mi pecho subía y bajaba con intensidad, comprimiéndome cada vez más contra él. Seth pareció gruñir llanamente ante esa cercanía. – Pero tengo la sensación de que te han puesto en mi camino para que pierda el rumbo.

No supe qué decir, no podía decir nada, no sabía cómo me estaba sintiendo. Mi respiración totalmente superficial, mis labios secos pedían a gritos que los suyos se acercaran más y más, el corazón no estaba latiendo de un modo regular.
Embelesada, tal vez, por su aroma, su cercanía, su rostro, ahora menos cansado y abatido, más radiante, más como él era.

- Necesito – murmuró acercando más sus labios a los míos, como si supiera lo que mi cabeza estaba rogando. – verte a cada instante. Que tú me veas a mí.

Mi cuerpo y mi cabeza ya no me pertenecían. Estaba totalmente embriagada, no podía sentir mi cuerpo en el suelo, la sensación de que estaba flotando se adueñaba de mí. Era inesperado poder sentirse así.

Su mano libre, en la que no estaba apoyado, se levantó y resiguió un camino que pasó por mis costillas, mi brazo y terminó en la parte trasera de mi cuello. Con una ligera presión que me avisaba de que ya era suya, se acercó más si cabía, tanto que cerré mis ojos sintiendo el calor que su boca desprendía en la mía, estaba tan cerca, casi en contacto conmigo, podía sentir el hormigueo de todo mi cuerpo cuando algo cayó en mi pecho.

Abrí los ojos un instante, miré nuestros torsos escasamente separados, y en mi escote, frío como un témpano, pesado, intentando surcar un hueco con el halo que parecía le rodeaba, estaba su colgante.

Un instante silencioso como el vacío, y dos latidos de mi corazón después, susurré su nombre confundida.

Puse una mano en su pecho, y le aparté de mí ligeramente, muy ligeramente, con el ceño fruncido. Él abrió aquellos desconcertantes ojos grises y los fijó en mí, buscando qué era lo que había hecho que me retirase.

- ¿Qué sucede? – dijo con una dulzura que podría haberme regresado de vuelta al estado abandonado del que venía unos segundos antes.

Con mi mano, la que no estaba atrapada bajo su terso cuerpo, palpé el elástico de mis mallas para confirmar que el colgante que Ioh me había traído seguía allí.

La Hermandad del Hombre MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora