Capítulo treinta y cuatro

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- Buenos días. – le dije a Sharingam cuando entré, bien temprano en la mañana, en su camarote. Nadie contestó.

Vagué por la habitación mirando los miles de artilugios que tenía allí parados. Me quedé en frente de un espejo de medio cuerpo y quité el sombrero liberando mi pelo.

Día veintinueve. Me dije.

Tenía mejor aspecto que la última vez que me vi. Aunque las marcas de las manos del ya difunto Cotét seguían haciendo acto de presencia en mi cuello, ahora eran casi inexistentes.

Pasé las manos por mi cabello, peinándolo con delicadeza, cuando algo negro en la palma izquierda llamó mi atención.
Era una mancha negra, muy pequeña, justo en medio de la mano, pero ahí estaba. La toqué con la otra mano y la rasqué con los dedos con la esperanza de que fuera suciedad y pudiera arrancármela, pero aquello no se iba.

Entonces, reparé en que había visto esa mancha antes. Muchas veces antes, de hecho.
- ¿Sharingam? – dije en un susurro más alto. Y al no recibir respuesta fui directa a la puerta de la que salió el día antes.

Era una habitación, tan oscura como el camarote, con una cama exagerada y una puerta a un baño privado. Caminé despacio, procurando no despertarle, y contemplando como su pecho desnudo se movía regular.

Cuando llegué a la cama, me senté lentamente, mirándole, y cogí su muy pesada mano izquierda. Despacio deshice el vendaje amarillento que llevaba atado desde el primer día que le vi, sin saber qué esperar, pero sabiendo, perfectamente, qué me encontraría allí. Y cuando la venda cayó en su vientre plano, su palma estaba limpia.

Levanté mi mano al lado de la suya. Yo tenía su marca. La manga de la camisa se arremangó más para dejarme ver el corte tapado por las criaturas.
Con curiosidad quité el trapo que cubría la herida, para encontrar una raja cosida con hilo negro con un aspecto rojizo e inflamado. Pero eso no era todo.

Desde el lado derecho de la herida empezaban a surgir tenues rayas negras, entrelazadas entre sí, que se enredaban por mi brazo subiendo hasta mi hombro. Todo el brazo tenía esas marcas débiles.

- ¿Thaia? – Los ojos de Sharingam se abrieron de golpe. Rápidamente miré sus ojos y él dejó de respirar.

- Duérmete. – Dije fríamente.

Saqué el tarro de pintura negra de mi bolsillo y le pinté una mancha negra a él, en su palma izquierda. Luego volví a poner el vendaje en su mano, y en mi antebrazo, y até el botón de la manga de la camisa.

– Despierta.

- ¿Thaia? – dijo de nuevo, como si fuera la primera vez.

- ¿Qué pasa con los tatuajes y las manchas?

Salimos a su despacho donde se sentó en la mesa del escritorio dejando encima de él un libro con las hojas amarillas y las solapas de piel.
Despacio abrió por lo que pareció una página al azar y se alejó un paso.

- Puedes irte, ahora. – dije viendo como se levantaba y regresaba a su habitación.

Me senté en su silla para ver una lista de nombres. Numerados del uno al diez estaban los diez barcos de la Hermandad: Kraken, Jasón, Holandés, Medusa, Dione, Ulises, Caronte, Calypso, Tritón y Proteo.

Un pulpo con tentáculos kilométricos y dientes afilados decoraba la historia del Kraken, Medusa estaba rodeada de serpientes, Calypso era un cangrejo, Ulises una carpa con bigotes y escamas de oro, Dione un ojo, y al lado de la explicación mitológica del Caronte, había una mancha negra. La mancha de los muertos.

La Hermandad del Hombre MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora