Capítulo veinticinco

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- Tenía tantas ganas de estar a solas contigo. – murmuró El Barquero cuando Tide cerró las puertas tras de mí.

Media hora antes me había lavado, escondido los cuatro collares en el elástico de las mallas nuevas, y colgado del cuello el de Seth, dejándolo caer en mí escote, escondido tras la camiseta, y eran las hebras de pelo que caían sobre mis hombros, las responsables de tapar la cuerda de cuero.

Mientras andábamos por cubierta hacia el camarote del capitán, con un trozo de pan en la mano que su vigilante me había dado, iba con los ojos clavados en la gran mancha de su nuca.

Seth dijo que yo no era suya aun, eso significaba que probablemente todavía no tuviera la marca. Llevé disimuladamente las manos a la parte posterior del cuello, y no fui capaz de notar nada extraño, pero no sabía, tampoco, hasta que punto esa mancha tenía un tacto extraño.

- Nadas bien. – dijo el hombre ante mí, de pronto.

- Gracias, supongo. – mustié tocando las muñequeras de hierro.

- Aguanta el aire ahí dentro, y no surgirá efecto la droga.

Miré sobre el hombro de El Barquero, a la nube de humo envolverme, procedente de unas flores que había desordenadas y descuartizadas sobre su escritorio.

- Fallaste matando a la cabeza-rapada. – dijo con sus manos en mis hombros. – Pero le diste un buen susto. – sonrió ahora.

Y entonces, la pobre excusa de Seth no era una excusa, al fin y al cabo. Quise sacudir los hombros y repeler las manos de mi piel. Quise tirarme encima suyo por obligarme a cometer un asesinato. Quise llorar, o reír, o gritar. Pero me limité a aguantar el aire.

- ¿Hablaste con las criaturas amarillas de bajo el mar? – dijo entonces moviendo sus pulgares por mi piel.

- No. – dejé escapar sutilmente el aire y volví a retener mis pulmones.

- Y – sonrió – dime. ¿Eres una de ellos?

Miré sus brazos, que ahora acariciaban mi cuello y pensé seriamente qué era lo que él esperaba escuchar de mí en ese momento.

Pensé en la conversación que tuve con Tide unos días atrás, en la que me confesaba que todos allí creían en la maldición de las criaturas amarillas. Todos y en especial Sharingam. Así que, aunque creyera firmemente que no era verdad, dije:

- Sí.

Su sonrisa se ensanchó de un modo tan sincero y humano que sentí lástima por lo que fuera que hubiera corrompido su alma.

- Lo suponía. – Susurró – Por eso no miras mis ojos. ¿Verdad?

Mi pecho sentía demasiada presión, dejé escapar un poco de aire, el mínimo, y entonces dije:

- Verdad.

- Sabía que tendrías ese don.

Entonces se avecinó lo inaplazable:

- ¡Mírame! – ordenó.

Y desde que dijo la primera letra de la palabra, ya supe que no tenía opción a negarme, no si quería salir de allí sin ser drogada.

Quité los ojos de sus antebrazos, y muy lentamente miré su barbilla, su nariz, sus pómulos y sus ojos. El aire en los pulmones del hombre se atoró. Pareció perdido, aturdido, un niño. No había expresión en su rostro.

Miré aquellos pequeños ojos negros, con menos vida que nunca, y cuando mi pecho me advirtió que necesitaba oxigeno, me aventuré a decir:

- Quiero volver a la celda.

La Hermandad del Hombre MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora