Capítulo treinta y dos

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Nadé con fuerza los cuarenta metros que separaban las rocas de la isla del navío más cercano y me agarré a la red de proa, desde la parte exterior del círculo, recordando las vigilancias nocturnas en los botes del círculo. 

Eché un último vistazo al mar y a la isla y levanté mi mano izquierda, la que me habían envenado en señal de agradecimiento.

Esperé, agarrada al casco, a que el movimiento de hombres cesara, y muy lentamente escalé hasta subir a la cubierta oscura y esconderme bajo una de las escaleras.

Con avidez, cuando el vigilante estaba al pie de las escaleras, una vez bajadas, saqué mis pies por el hueco de estás y desde atrás le hice caer de boca. Se escuchó un golpe seco y el hombre no se movió. Sin más demora, le desnudé y me puse sus ropas.

Aunque no era un hombre muy grande, los pantalones de mezclilla de color beige y la camisa blanca eran dos tallas superiores a la mía. Le quité también las zapatillas de tela que me quedaban demasiado grandes y un sombrero en el que escondí mi pelo.

Del elástico de las mallas desaté los cuatro colgantes y me los puse en el cuello. Cerré los botones de la camisa hasta arriba para esconderlos por completo, até el cinturón y el cuchillo del Herrero a mi cintura procurando que los pantalones se quedaran en mis caderas y tiré mis ropas al mar.

Luego salté de barco en barco escuchando conversaciones y susurros sobre la hora de partida hacia la isla, el peligro de seguir allí a aquellas horas, y de cómo la musa de El Barquero había sido arrastrada hacia las profundidades. Supuse esa era yo.

Y finalmente llegué al Caronte. Estaba tal y como lo dejé por la mañana, pero con mucho más silencio y oscuridad. Como si mis ojos vieran un sitio nuevo.

- ¡Eh chico! – el vigilante, desde la cubierta de popa alzó la voz. - ¿Qué haces aquí?

Me acerqué a él despacio, con la cabeza gacha. Subí las escaleras y le vi, sentado en la baranda esperando por mí.

- No podía dormir. – dije en un susurro.

- Creo que nunca te he visto antes. – dijo ahora estrechando los ojos. Entonces levanté la cabeza, atrapé sus ojos con los míos y él dejó de respirar.

- Me conoces, llevas viéndome aquí desde hace tiempo, soy inofensivo y dejaras que haga lo que quiera.

- De acuerdo.

El hombre se giró despacio y siguió su marcha dejando ante mí la mancha de su cuello. Enseguida llevé las manos a mi nuca limpia y destapada, debía encontrar la manera de pasar desapercibida.

Sin ningún tipo de sigilo bajé las escaleras y me metí directamente en el pasillo que daba a los aposentos de Catha. Muy lentamente escuché a través de la puerta del baño por la que me escapé ayer para comprobar que estaba vacía y entré cerrando la puerta tras de mí.

Delante había una mesita pequeña con objetos de maquillaje y perfumería. Busqué entre las cosas de la chica por algo que fuera útil. Y entonces una voz muy familiar empezó a llamar mi atención.

Me giré hacia la puerta que daba a la habitación del diablo para ver que estaba entreabierta y el ruido se colaba por esa rendija.

- ¿Has perdido el colgante de Ulises? – dijo Côi.

- No lo he perdido. – le contestó Catha. – Simplemente no sé donde lo he dejado.

- ¿Has buscado en todos lados? – siguió su hermano mayor.

- Claro que sí, no soy idiota. Si puedo matar a cuatro capitanes, puedo encontrar sus colgantes. – casi me puse a reír. Casi.

Delante de mí, un tarro lleno de una tinta grasa y negra iluminó mis ojos, la cogí, la tapé y la guardé en uno de mis bolsillos.

La Hermandad del Hombre MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora