Capítulo dieciocho

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- ¿Qué haces?

Tide me encerró de vuelta en el calabozo después de presenciar el intenso ritual de despedida del capitán.

- ¿A ti qué te parece?

Habían pasado varias horas, y estaba oscureciendo. Me limité a sentarme en el rincón que una vez fue de Catha con los ojos cerrados, cuando el chico apareció en la ventana como un fantasma. No me moví, no abrí los ojos, sentí mi corazón acelerarse. Tal vez, simplemente porque no le esperaba.

- Sé que no estás dormida. – dijo divertido. – He escuchado como se te aceleraba el corazón al saber que era yo.

- Deberías dejar de pensar que muero por ti antes de que salgas herido.

Le miré con una ceja levantada y su sonrisa se ensanchó. Él tenía razón, mi corazón iba a mil por hora, pero no iba a ser tan obvia.
Lucía tan espectacular como siempre. Como recién salido de donde quiera que se criaran los chicos perfectos. Estaba viendo, encantado de la vida, como le evaluaba. Hice una mueca para abofetearle el ego.

- ¿A qué has venido? – volví a cerrar los ojos y me recosté contra la pared de nuevo.

- A verte.

- Esa frase la usaste antes – me reí con facilidad. Oí como el sonreía con las manos en los barrotes.

- No tuve suficiente antes. – ante eso abrí los ojos y volví mi atención a él. Tenía la frente recostada en los barrotes, para verme, y lucía cara de póker.

- Deja de jugar conmigo. – murmuré intentando sonar indiferente. Sonrió ligeramente, luego miró mis ojos, mis labios, mi nariz, volvió a mirar mis labios, mordió el suyo, suspiró y mientras yo sentía la necesidad de hiperventilar después de notar el traqueteo de mi acelerado corazón, dijo:

- Cada día que pasa, - suspiró de nuevo – pienso que es más injusto que estés aquí encerrada.

Miró mis tobillos encadenados y mis manos sucias. Me removí en mi asiento ante la imagen de mí, sucia, delgada, enfermiza, ante él y toda su perfección. Seguí intentando encontrar una postura menos incomoda, menos expuesta, hasta que al final me levanté y me apoyé delante de él.

- Vaya, muy considerado de tu parte. – dije al fin, sonaba totalmente fuera de contexto. Puse mis manos en los barrotes cerca de las suyas, y acto seguido, como si ya lo estuviera esperando, cerró sus manos encima de las mías. Le miré sorprendida. Calor se extendió desde nuestra unión hasta mi pecho.

- Hablo en serio, Thaia. – dijo mi nombre en un susurro, como si fuera pecado decirlo en voz alta. – Odio verte encadenada. – lucía dolorido. Su perfecto ceño fruncido, mordía su labio inferior, y sus ojos grises mirando nuestras manos unidas.

- Enséñame a salir de aquí, entonces. – dije sintiendo un calor distinto en mi pecho. Rabia.

Se quedó en silencio apoyando, de nuevo, la frente en las barras, quedando más cerca.

- Pues deja de sentir lástima por mí. – murmuré en respuesta, con la expresión más seria que encontré.

Él miró mis ojos reteniendo el aire. Al instante dejé de mirarle.

- No dejes de mirarme, por favor. - dijo suave. Levanté mis ojos lentamente ante aquella delicada petición. – No vas a hacerme daño.

- ¿Cómo iba a hacert- empecé, pero entonces un gran estruendo sonó en el círculo. Igual que la noche anterior. Los dos nos erguimos. Le miré mientras el intentaba ver algo más allá del barco. Estaba tenso, pero relajado. Si es que eso podía ser. Se veía valiente, seguro de sí mismo, y totalmente atrayente.- ¿Qué ves?

La Hermandad del Hombre MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora