XXV

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La semana transcurría sin incidentes hasta que el jueves, a la hora de matemáticas financieras, Dante no se presentó. Era muy extraño, él nunca se había fallado antes. Al principio pensamos que se había retrasado, pero cuando habían pasado veinte minutos y no cruzaba la puerta, los murmullos empezaron a recorrer la sala.

– ¿Qué le pasó al profesor Weaver? –me preguntó Daniel.

– No tengo ni idea – respondí.

La preocupación empezaba a hacer su presencia a medida que el tiempo pasaba y no teníamos noticias algunas.

– ¿No te ha escrito? –insistió mi amigo.

Revisé mi teléfono y negué al ver mi buzón vacío.

Media hora después, una mujer entró al salón, callando todas las voces y haciendo reinar el silencio. Mi corazón se contrajo al reconocer a la rubia. Era la misma mujer que se pegaba a Dante aquella vez que lo ataqué en el estacionamiento, la misma vez que descubrí que era mi destinado. Ella era quien había despertado mis celos. ¿Qué hacía aquí? ¿Acaso podría ella saber algo acerca de la ausencia de Dante?

– Buenas tardes chicos, mi nombre es Jennifer Kay y soy la asistente del rector –saludó.

Todos, menos yo, saludaron de vuelta. Ella me miró fijamente y me sonrió con curiosidad, lo que no hizo más que aumentar mi ceño fruncido.

– Como han podido notar, su profesor no ha podido asistir hoy –todos asintieron de acuerdo ante la obviedad de sus palabras. Ella continuó–. Dante se ha reportado como enfermo y les manda a decir que se disculpa por no haberse podido presentar a la clase. Todos pueden irse a sus casas si así lo desean.

¿Dante? ¿Eran lo suficientemente cercano como para tratarse por sus nombres? Él nunca me había hablado de ella. La asistente sonrió una última vez y salió del salón.

– ¿Qué tendrá el profesor Weaver? –se preguntó Daniel a mi lado.

Enfermo. Dante está enfermo, lo cual era bastante raro desde que nos había dado clase el lunes. Demonios, tenía que ir a verlo de inmediato. Estaba siendo un total estúpido, por no decir inmaduro, dándole vueltas a mi molestia mientras que ignoraba lo más importante que era que Dante se había ausentado por estar enfermo.

– Me tengo que ir –le dije a Daniel.

– Me sorprendería que me dijeras lo contrario –rió él.

Yo rodé los ojos y corrí a la calle para tomar un taxi. El sol aún no se había puesto y la luz clara llenaba la ciudad. Además, aun no era hora pico y las calles estaban vacías, así que llegamos al edificio con rapidez. Le pagué al taxista y bajé apresuradamente, alcanzando el ascensor antes de que cerrara y subiendo al quinto piso. Toqué el timbre una vez estuve frente al apartamento de Dante y esperé pacientemente a que me abriera la puerta. Un par de minutos pasaron antes de que el picaporte girara y me descubriera la imagen de Dante.

– ¡Demonios! ¡Luces terrible! –exclamé nada más verlo.

– Hola a ti también, Ángel –arrastró él.

– Lo siento...yo... –Dios, tenía que controlar mi lengua.

– Sé que me veo mal, ¿Vas a pasar? Tengo frio.

Asentí y entré rápidamente, cerrando tras de mí. Lo observé mejor con la luz de la sala. Estaba pálido y tenía ojeras debajo de sus ojos, sin mencionar el paso lento de sus movimientos, señal de que estaba realmente débil.

– Vamos a llevarte al cuarto –le dije mientras lo tomaba de la cintura, estaba aterrado de que fuese a caerse de un momento a otro.

– ¿Me acabas de ver y ya me quieres llevar al cuarto? Que travieso te has vuelto, Ángel.

Nada está escritoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora