XIX

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Me desperté cuando un escalofrío recorrió mi espalda. La sabana de había deslizado y el clima hacía mella en mi piel. Sí, me bañaba con agua fría todos los días en una ciudad donde parecía ser una nevera por sí sola, pero no podía dormir sin una cobija. Me removí un poco, intentando volver a encontrar el calor que me hacía falta, cuando un latigazo de dolor recorrió mi pierna a partir de mi tobillo. Había olvidado tener cuidado y había esforzado mi pie. Me detuve haciendo un gesto de dolor y terminé de despertarme por completo. Cuando me dí cuenta de mi entorno, noté que no había amanecido y que Dante no estaba a mi lado. Recorrí el cuarto con la mirada en su búsqueda y lo hallé amarrándose los cordones del tenis, vestido con ropa deportiva.

– ¿Vas a salir? –pregunté con voz ronca.

Se sobresaltó y me miró sorprendido.

– Ángel, te has despertado –dijo.

– Bueno, sí, tenía frio. No has respondido a mi pregunta.

– Creo que desacomodé las cobijas al levantarme, perdona. Pensaba salir a correr un rato.

Torcí el gesto mientras fruncía el ceño.

– ¿No quieres que vaya? –preguntó al ver mi expresión.

– En realidad, estoy en un dilema –respondí.

– ¿Ah, sí? ¿Qué dilema podrías tener a las cinco de la mañana?

Puso sus manos en su cadera y me regodeé en cómo se pegaba la tela de la camiseta a su piel con ese movimiento.

– Me debato entre las ganas de ir a correr contigo o arrastrarte bajo las sabanas y volverme a dormir mientras te abrazo –respondí mientras hacía un gesto pensativo.

Cerró los ojos e hizo un gesto casi de dolor, luego suspiró.

– No puedes salir a correr, Ángel. Te mandaron a descansar ese tobillo –dijo seriamente mientras fijaba sus ojos dorados en los míos.

– Bueno, solo tengo dos opciones, ¿Qué podría hacer, entonces? –gemí con tono lastimero.

Él puso sus ojos en blanco antes de reír suavemente.

– Eres un niño haciendo berrinche –dijo antes de quitarse los zapatos de una patada.

– Ven a la cama, me muero de sueño –demandé.

– Tú siempre te mueres de sueño –reprochó.

– No siempre –protesté.

– Cierto, también te mueres de hambre –se burló.

– ¡Quiero dormir!

Él rió y terminó de colocarse la ropa que se había puesto anoche para dormir antes de colarse dentro de la calidez de las mantas.

– Si vas a hacer esto cada vez que vaya a correr, voy a terminar gordo, Ángel –dijo mientras me atraía a su pecho con una mano en mi cintura.

– Solo lo haré cuando me despiertes –bostecé.

– Tienes el sueño bastante ligero –comentó en mi oído.

– Lo sé...

Lo último que supe antes de volver a caer dormido fue que Dante había escondido su rostro en mi cuello antes de sentir su sonrisa en mi piel.

Cuando volví a despertar, el sol estaba en lo alto y parecía ser una mañana bastante brillante. Parecía porque las cortinas estaban cerradas e impedían el paso de la luz. Tallé mis ojos y miré a mi costado en busca de Dante, quien brillaba por su ausencia en la habitación.

Nada está escritoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora