Esa noche terminó siendo más caótica de lo que habría imaginado. Pasaron varias horas y mi mamá no volvía a casa. Intenté contactarla, pero su celular estaba apagado y las llamadas terminaban en el buzón. Llamé a mi novia para preguntar si todavía estaba en la mansión, pero me topé con que ella y el senador habían partido dos horas antes. El trayecto a casa, de ninguna forma, demoraba tanto.
Mi padre, dominado por la impotencia de no conseguir respuestas, salió de la casa dando un portazo tan fuerte que consiguió asustarme. Cerca de sesenta minutos después, regresó tambaleante y balbuceando nada más que el nombre de mi madre. De su ropa desaliñada emanaba un olor concentrado a alcohol. Apenas descubrió que seguía por fuera de la casa, se puso histérico y amenazó con agarrar las llaves del auto para ir a buscarla. Tuve que lidiar con él hasta que abandonó la ridícula idea. Lo llevé hasta su habitación para acostarlo. Por suerte, apenas su espalda tocó el colchón, cayó rendido. Yo, por el contrario, me quedé despierta esperando a que mi madre regresara.
A las tres de la madrugada, apareció. Cuando notó el estado de mi padre, agarró sus almohadas, se acostó en el sofá de la sala y se echó a llorar durante lo poco que quedaba de la noche. Desde mi cuarto se escuchaban sus sollozos, así que yo tampoco pude conciliar el sueño. Apenas el sol salió, escuché el sonido de la regadera, una cremallera subiéndose, un taconeo apresurado, el desbloqueo de la cerradura y la puerta de la entrada siendo cerrada con sigilo. Sólo entonces la casa volvió a estar invadida por su característico silencio sepulcral. Después de un rato, me animé a salir de mi cuarto.
Lo primero que vi fueron almohadas que yacían sobre el sofá en compañía de una sábana desordenada. Me dirigí a la cocina tratando de producir el menor ruido posible. Las ollas, los cubiertos y los platos estaban intactos; deduje que mi mamá se había ido al trabajo temprano sin siquiera desayunar con tal de evitar encontrarse con mi padre. Cada vez que recaía, ella se comportaba así por un par de semanas. Durante ese tiempo, a mí me tocaba hacer la comida, asear la casa, pagar los servicios y realizar compras. No me gustaba encargarme de ninguna de esas cosas, pero prefería que fuese así siempre y cuando ella pudiese tomarse un tiempo para sanar sus heridas.
Dispuesta a prepararme el desayuno, puse a calentar un sartén con aceite y saqué dos huevos de la alacena. Mientras rompía la cáscara del primero, recibí una llamada de Dhasia.
—¿Cómo siguieron las cosas? —preguntó enseguida.
Pese a que tenía clases en la mañana, se quedó despierta hablando conmigo a través de mensajes de texto hasta que el sueño la venció. La última cosa que le conté fue que escuchaba a mi mamá llorando en la sala. Después de eso, no recibí respuesta y no insistí porque no quería que se despertara por mi culpa.
—Mi mamá se fue a trabajar temprano y mi papá sigue dormido; con la resaca que tendrá, me imagino que no asistirá al trabajo —agarré la espátula para darle vuelta al huevo—. Creo que la etapa de abstinencia se terminó —concluí con frialdad.
—He estado pensando en lo que pasó. Tu padre siempre estuvo en el comedor a la vista de todos. No creo que hubiese podido esconder la botella sin ser notado —dijo en tono de incredulidad—, y menos con esa mano temblorosa.
—¿Entonces quién lo hizo?
—Mi papá —sentenció muy segura.
Solté un largo suspiro.
—No quiero seguir hablando de eso.
—Piénsalo bien —insistió—. Tu papá superó sus trampas y resistió sus provocaciones. Lo estaba haciendo bien, Marianne. ¿No crees que incriminarlo fuese otro de sus movimientos?
—Lo único que sé con certeza es que tu papá no le inyectó medio litro de licor al mío en la madrugada. ¿Podemos cambiar de tema?
—Está bien —cedió.
ESTÁS LEYENDO
SERENDIPIA PARTE II: DHASIA
RomanceMarianne es una adolescente solitaria que siente que no encaja en ninguna parte. Con un padre alcohólico y una madre inestable, no tiene más opción que realizar trabajos mal pagados con tal de poder terminar su carrera universitaria. Pero su vida to...