Epílogo

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No estaba segura de qué día de la semana era, qué número o en qué mes estaba. Mi percepción del tiempo se partía en dos: cuando estaba drogada y cuando no. Podía suponer que era mediados de junio porque empecé a notar más gente en las calles a altas horas de la noche, por lo que dormir en el carro se me complicó. Hace unos días, un policía me encontró aparcada a un lado de la carretera. Tuve que inventarle que llevaba no-sé-cuántas horas viajando y me detuve para descansar la vista, pero que el sueño se apoderó de mí. El hombre debía ser demasiado benevolente, o tal vez muy tonto, porque pasó por alto el hecho de que mis ojos estaban enrojecidos y que el interior del vehículo apestaba a marihuana. Lo único que hizo fue darme una amonestación verbal por haber dormido en la vía pública.

Sin ánimos de seguir tentando a la suerte, me adentré en una ciudad cualquiera y busqué un motel donde pudiera pasar unos días mientras decidía qué hacer a continuación. El colchón de la habitación era duro como una roca, sin embargo, mi espalda estaba agradecida de que le ofreciera algo cercano a una cama para descansar esa noche. Cerré mis ojos preguntándome si tendría una pesadilla o un buen sueño. Aquellos últimos no eran muy frecuentes, pero solían aparecer esporádicamente como una luz que, dependiendo de mi estado de ánimo, iluminaban mi día o me hacían añorar lo que ya no podía tener nunca más. Esa noche estaba necesitando un poco de luz, por más tenue que fuera, para poder seguir aguantando. Pero como la desgracia parecía regir mi vida, tuve el peor sueño de todos.

Dhasia y yo acabábamos de hacer el amor. Ella estaba recostada en mi vientre, como solía hacer, mientras me contaba sobre un lugar que quería que visitáramos. Yo estaba acariciando su cabello, ocultando y sacando mis dedos entre sus hebras rojizas. En una de esas, me percaté de que mis manos estaban manchadas de sangre. Mi primera reacción fue levantarme atemorizada y retroceder hasta chocar contra la pared. Ella elevó el tronco y se sentó en el borde del colchón mirándome. De sus ojos, nariz y boca emanaba sangre; primero en gotas y después a chorros descontrolados tiñendo las sábanas y creando un charco en el suelo. Quería gritar, pero apenas abrí la boca, mi voz se escapó.

Ella se colocó de pie y dio un paso hacia adelante. Al apoyarse en el suelo, sus piernas se agrietaron y, como si se tratara de un bloque de concreto golpeado por una bola de demolición, su cuerpo se desmoronó en pedazos de carne mezclado con sangre. Me desperté agitada, con el corazón latiendo a millón y empapada en abundante sudor. Demoré unos segundos en descubrir que todo había sido un mal sueño. Como estaba acostumbrada a tener pesadillas, simplemente me dirigí al baño y abrí la regadera esperando que el agua fría pudiera calmarme.

Después de salir de la ducha, me vestí con un jean sucio, una blusa negra de mangas tres cuartos, unas botas y gafas de sol. Entonces salí del motel en búsqueda de alimento y marihuana. Bajo la luz del día, me di cuenta de ciertas cosas que pasé por alto cuando decidí detenerme allí. Parecía ser que me encontraba en una ciudad pequeña puesto que, a medida que me alejaba de la vía principal, me encontraba con calles no pavimentadas y sectores de casas humildes. Un grupo de hombres sin camisa que jugaba dominó en la acera me piropeó de forma grotesca. En otro momento, les habría respondido de vuelta, pero preferí hacerme la de oídos sordos y pasar de ellos porque tenía mucha hambre.

Al final de la calle, encontré un supermercado de barrio. Deambulé por los pasillos con una canasta en mi mano metiendo cuanta botana se cruzara por mi camino. El desayuno de ese día iba a ser Doritos con cerveza y el almuerzo donas de chocolate junto a más cerveza; el resto serían provisiones para los días siguientes.

Cuando alcancé el tope de mi presupuesto, fui a la caja registradora para pagar. Una señora de cincuenta y tantos, con manchas de comida en la blusa y un palillo en la boca, empezó a sumar el precio de lo que escogí manualmente. Su velocidad me desesperó un poco.

SERENDIPIA PARTE II: DHASIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora