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Miércoles 28 de septiembre


Ahí estaba ella.

Sí, la chica del otro día estaba ahí y asistió a mi clase. Fue algo inesperado y catastrófico.

Los problemas comenzaron a las ocho, cuando Bricart constató que la sala de música estaba ocupada.

—¡No importa! Hará la exposición sin piano. El aula 38 está libre, vamos.

Dóciles, los veinticinco alumnos de 2.º B lo siguieron. Yo quise discutir con el profesor: mi exposición sin piano era como una demostración de natación sin pileta, como una clase de dibujo sin lápices ni pinceles... Pero no quiso oír nada.

En cuanto llegué, me instaló en el escritorio. Se fue al fondo del aula. Luego dijo de lejos, cuestión de ponerme del todo cómodo:

—Buenos días. Siéntense. Les presento a Shawn Mendes, un compañero de tercer año que va a dar una clase sobre Schubert. Les agradecería que tomaran apuntes... Bien, Shawn: ¡le toca a usted!

Miré las frases que parecían mezclarse en la hoja. Sin embargo, no había tantas. Pero ahora formaban un rompecabezas. Pasaba como en Los números y las letras, pero multiplicado por cien: tenía tan sólo una página con palabras y una hora para unirlas como corresponde.

Entonces, levanté los ojos y la vi. Estaba ahí, ya no sentada en un banco, sino en la primera fila de la clase. Y en vez de un monedero y de una caja de galletitas, sacó de su bolso una carpeta, hojas, una lapicera. Luego clavó sobre mí sus grandes ojos claros como si estuviera por contarle cosas apasionantes. Me aclaré la voz y comencé a hablar dominando mi pánico.

Yo sé por qué los profesores nos piden que demos clases especiales: es para hacernos tomar conciencia de que su trabajo es difícil. En el fondo, para que los escuchemos, tendrían que ser tan charlatanes como Antoine de Gaunes, Nagui y Christophe Dechavanne juntos. Los espectadores no pueden interrumpirlos: la tele es impermeable a los sarcasmos y al ruido. Pero ahí, arrinconado entre un escritorio de madera falsa y un auténtico pizarrón negro y gastado, frente a esa manada atenta y crítica, me sentía vulnerable y desnudo.

Con los profesores pasa lo mismo que con el ejército: aunque no lleven uniforme, sabemos que pertenecen a los altos grados. Pero un alumno es el ideal de segunda clase. Y si lo ponen en primera línea, él solo se deja abatir.

Bueno, es verdad, sobreviví y no demasiado humillado. Hubo una o dos tentativas de diversión, en el centro, pero la chica de la primera fila se dio vuelta enseguida, como si quisiera oír lo que estaba diciendo. Eso me dio valor. Seguí mi exposición para ella. Tan bien que yo mismo me la creí:

—Beethoven murió adulado, en plena gloria, a los cincuenta y siete años. Su mayor admirador formaba parte del cortejo fúnebre; tenía tan sólo treinta años y poco más de un año de vida. Era totalmente desconocido... Se llamaba Franz Schubert. Era feo, gordito y petiso. Ninguna mujer alzó los ojos hacia él. Sin embargo, su música da prueba...

Ahí debía interpretar los primeros compases del segundo movimiento de La Doncella y la Muerte. La doncella era ella y yo estaba muerto de vergüenza, privado del piano que me hubiera permitido, justamente, traducir mi angustia.

Enfrente de mí, la chica escuchaba con una atención distraída y educada. Su compañera de banco se inclinó en un momento dado para susurrarle algo en el oído.

Se rieron un poco. Exactamente lo que necesitaba para perder el hilo del texto.

En vez de una hora completa, mi clase duró veinte minutos. Una maratón que algunos alumnos intentaron celebrar con aplausos. Bricart, tomado por sorpresa, me dijo:

la chica de 2°B ; s.mDonde viven las historias. Descúbrelo ahora