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Domingo 25 de junio


Dicen que hay ciertos días que deben marcarse con una piedra blanca. El de ayer quedará grabado en mi memoria con fuego candente. Y no dejo de repasar todos los instantes en mi cabeza para retocar cada detalle.

Anoche pasé a buscar a Jeanne muy temprano, bastante antes de las veinte. Me abrió la señora Lefleix. Se parecía a Marlene Dietrich y, cómplice, me guiñó el ojo a escondidas.

Tomé a Jeanne de la mano y desaparecimos. Para ella, era una noche cualquiera.

Simplemente, sentía curiosidad por saber lo que iba a tocar Paul Niemand. Yo estaba, más que nada, angustiado.

La multitud se agolpaba ya en el hall de la sala Pleyel. Amado, rodeado de admiradores, simuló no verme.

Fuimos unos de los primeros en entrar. Cuando nos instalamos en la segunda fila de la platea, Jeanne exclamó:

—¡Shawn, no vas a creerme! ¡Cuando vine aquí el l.º de octubre, estuve sentada en el mismo lugar!

Le creía, tanto más cuanto que yo, por supuesto, había elegido nuestros asientos.

Sabiendo que no habría de ocupar el mío. Pues en cuanto instalé a Jeanne, me alejé haciéndole una seña, como si tuviera algo urgente que hacer.

En efecto, tenía que ir lo más rápido posible a los bastidores. Pasando a toda velocidad por el hall, vi a mi madre, en su silla de ruedas, de gran conversación con las señoras Lefleix. Mi padre reía junto a Florent. Fui a saludar a todos, sorprendido:

—¿Cómo? ¿Todavía no fueron a sentarse?

—No hay peligro —dijo mi padre—. El solista no está listo.

El señor De La Nougarède me esperaba en la entrada de los bastidores, acompañado por el gran Jolibois. Una verdadera dupla de cine. Pero yo era el protagonista. Jean me extendió la peluca, y su amigote Marcel me cuchicheó:

—Espero que antes de desaparecer, Paul Niemand recuerde a Shawn Mendes su debut aquí... Ah, Shawn, será siempre bienvenido en la Pleyel, sobre todo como solista.

A las veinte y treinta, todavía era, por parte del director, una invitación de alto riesgo. Pero cuando fui a espiar al público por un costado del telón, tuve la impresión de que había ganado. Reinaba en la sala una fiebre alegre, una tensión feliz. Tenía entre el público demasiados cómplices como para estar, en verdad, angustiado. En la segunda fila, al lado de un asiento desesperadamente vacío, una joven espectadora lanzaba miradas desamparadas. Alguien me tomó de los hombros: era Michel, el encargado de los maquinistas.

—¿Shawn, todo está como quieres? ¿Verificaste la altura de tu asiento? El telón no tardará en levantarse.

Regresé a los bastidores, donde Paul, el bombero, me deslizó al oído el «mierda» ritual a modo de aliento.

Se levantó el telón, el bombero se sentó; Jolibois me abrazó antes de empujarme al escenario.

Alea jacta est (la suerte está echada). Saludé al público.

Aplaudió de un modo tan fuerte como breve. También parecía impaciente por terminar, por descubrir qué tenía yo de tan nuevo para servirle.

Me lancé: Enghien. Y todo se desarrolló sin que yo tuviera conciencia. Estaba, como Jeanne a menudo, en otra parte. Otro lado. Y en otro tiempo. Quizás hasta era, en el fondo, otra persona. Ya no era Mendes, ni Niemand, ni solista. Era Oscar Lefleix componiendo. Bajo mis dedos renacían los secretos de sus gestos.

la chica de 2°B ; s.mDonde viven las historias. Descúbrelo ahora