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Jueves 11 de mayo


Cuando Jeanne llegó, apenas la reconocí. Un verdadero personaje de Truffaut salido de Besos robados o del Último metro. Le abrió mi padre:

—¿Señorita Lefleix? Estoy en verdad muy contento de conocerla. Pero entre...

 Se hacía lío a fuerza de tanta amabilidad. La acumulación de cortesía termina por atascar los gestos. Comenzamos a bailar un curioso ballet entre la mesa ratona y el piano. Por último, todo el mundo se decidió a sentarse. Desaparecí en la cocina. Cosa de hacer el té, de vigilar y de ocuparme de las masitas.

Cuando regresé, mi padre animaba la conversación evocando la Casa de la Radio.

Al principio, Jeanne desempeñó bien su rol de invitada atenta. Pero al cabo de un cuarto de hora, olvidó su texto de muda y bombardeó a mi padre a preguntas:

—¿Usted conoció a mi padre? ¿En verdad?

—Es probable. Pero no me acuerdo de él. Los dos tendríamos hoy la misma edad.

—Tenemos muchos discos grabados por su papá —agregó mi madre.

Giró en seco hacia la entrada y anunció en un tono definitivo:

—Bueno, ahora los dejamos.

La huida de mis padres no me asombró en absoluto, con toda seguridad formaba parte de su programa. Un minuto más tarde, Jeanne y yo nos encontramos solos en la gran sala con una mesa para levantar, algunos platos para lavar y tres horas para pasar juntos. Un paréntesis de libertad cuyos instantes quería saborear.

Por lo tanto, nada de improvisar; el día anterior, había ensayado la escena durante mucho tiempo, había instalado los decorados y compuesto el ambiente sonoro.

—Siéntate, Jeanne. Y escucha. Escuchar música es un placer. Sin embargo, conozco uno más intenso: compartirla con alguien que amamos.

Con los primeros acentos de la Tercera Sinfonía de Mahler, comprendí que había apuntado bien.

—¿Qué piensas?

—Es extraordinario. Pero la calidad de tu equipo influye mucho.

No le dejé oír el segundo movimiento:

—Jeanne, ¿imaginas lo que puede ser un concierto sinfónico? ¿Con un centenar de músicos, y ya no con un piano o dos infelices parlantes?

Aprobó, intrigada, a la defensiva. Di la estocada:

—Escucha, tengo dos entradas para un concierto, para el próximo sábado.

¿Aceptarías venir conmigo?

Para rematar precisé, con precaución:

—Es en la Casa de la Radio.

Jeanne no decía nada. Me miraba demasiado amablemente, creo que no era a mí a quien veía. Estaba en otra parte, como tantas veces, allí donde yo ansiaba poder unirme a ella un día. Tuve que balbucear:

—Sabes, siento mucho lo del concierto fallido del 12 de abril. ¡Me gustaría tanto resarcirme!

—Gracias, Shawn, eres muy bueno.

Tomó mi mano, se acercó a mí y entonces estuve a punto de besarla como en las películas. Pero puse pausa justo a tiempo, porque tenía demasiado miedo de que censurara la escena y que la película se terminara con un cartel de «fin».

Opté por jugarme a la prolongación poniendo otro disco. Era la contralto Kathleen Ferrier. Estoy muy enamorado de ella. El problema es que nació en 1912 y se murió a los cuarenta años.

Jeanne parecía estar durmiendo, pero era para escuchar mejor. Entonces, para prolongar su sueño y la música que se apagaba, me senté al piano. Comencé a tocar la penúltima sonata de su padre, Jeanne 9, Castillon; y levanté las manos justo donde se terminaba la grabación. Jeanne se despertó enseguida. Con ojos estupefactos.

—¡Tú! ¿Tú estabas tocando, Shawn?

—Sí.

—Pero cómo has logrado...

—Oh, no ha sido difícil: escuché la cinta de tu padre, de la que había hecho una copia. Y poco a poco retranscribí la música. Si quieres la partitura, tómala.

Parecía muy emocionada. Pasaba los dedos sobre las notas manuscritas como un ciego que trata de captar las palabras. Luego, se escapó hacia la puerta.

—Shawn, me tengo que ir. Pero quería decirte... Ya estaba en el umbral, vacilante como un funámbulo. A mí me hubiera gustado que se cayera, estaba listo para recibirla. De repente, posó sus labios sobre los míos.

Cuando comprendí que no había soñado, ella ya había desaparecido en la sombra de la escalera.

la chica de 2°B ; s.mDonde viven las historias. Descúbrelo ahora