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Miércoles 18 de enero


Me gustaría morir de amor, pero no morir de frío. Ayer no repetí la hazaña: fui a refugiarme en un café.

A las dieciséis y treinta y cinco, llegó Jeanne al banco, que una ventisca había cubierto de escarcha. La estaba espiando por la ventana. Le dejé tres segundos de perplejidad, cosa de ver qué le daba: impaciencia, ganas de esperar o enojo. Pero salí muy rápidamente, sin tomarme el tiempo para verificar. Hay preguntas cuyas respuestas se temen. Adiviné la de ella y se la respondí antes de que tuviera tiempo de hacerla:

—Es piano. Una obra contemporánea.

—¿De quién?

—Desconocido en el batallón.

—Y... ¿es bueno?

El veredicto le parecía importante. ¿Creía que el autor de ese fragmento era su padre? Yo no tenía dudas: había escuchado esa cinta varias veces y la había grabado en un casete para que Jeanne tuviera una copia. Mi padre se había impresionado mucho, tanto por la calidad de la música como por la de la grabación. Ahora bien, el examen atento de la atmósfera sonora nos había dado muchos datos. El pianista y el autor de la grabación eran la misma persona y ésta estaba sola en una habitación bastante amplia. No exactamente un estudio, sino un ambiente de excelentes cualidades acústicas. El instrumento era un piano de cola, tan bien hecho como nuestro Bösendorfer.

—Sí. Es notable. Me gusta mucho. Jeanne, entonces, buscó en su bolso y sacó tres kilos de partituras. Un verdadero número de ilusionista. Pero vi que eran fotocopias. Me bastó un minuto para leer algunos compases y verificar lo que sospechaba desde el principio: nuestro desconocido compositor era autor de esas notas borroneadas de prisa en papel pentagramado. Reconocí, en los acordes, el uso recurrente de las segundas y de las sextas, firma del pianista que, en la cinta magnética, se había grabado a sí mismo.

—¿Dónde has encontrado esto?

—En las cajas. Había cuatro cofres que no contenían discos, sino estas partituras.

—¿Estás segura de que es tu padre quien...?

—Sí. Mi madre ha reconocido la letra. Además, están firmadas. Cada partitura lleva una fecha y el nombre de una ciudad a modo de título. Una ciudad a la que mi padre fue, poco antes de componer el fragmento correspondiente.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Gracias a sus discos. Al dorso figuran la fecha y el lugar de grabación. Ya verás, los cabos son fáciles.

Parecía muy emocionada. El labio inferior de su boca entreabierta temblaba con delicadeza. Para calmarla, busqué las palabras más bellas.

—Creo que tu padre... era un gran compositor, Jeanne.

Un fracaso: su labio superior también se puso a temblar.

—Shawn... Me gustaría escuchar esta música. ¿Me harás una copia de la cinta en un casete?

La tenía en mi bolsillo. Si se la daba, sería señal de partida inmediata. Me estaba extendiendo un cable inesperado. Lo tomé. Es decir, tomé su mano.

—Ven a casa. Te voy a hacer oír la cinta. Luego te grabaré una copia. Y voy a leer algunos compases de estas partituras.

Su mano se crispó en la mía, su mirada permaneció fija y no dio el primer paso.

Esa súbita inmovilidad era su manera de pensar. De sopesar el pro y el contra. Un único argumento de peso haría inclinar hacia mí la balanza.

—Quédate tranquila, mi madre está en casa... ¿Tienes un momento?

Por fin, me sonrió y me siguió. En la mano derecha llevaba el bolso que contenía las partituras de su padre, y en la izquierda, mi mano, que no soltaba.

Nunca lamenté tanto vivir cerca del colegio, en una casa tan fea. En ese barrio, a quinientos metros a la redonda, una sola cosa vale el desvío: nuestro piano de cola.

Cuando Jeanne lo vio, no se equivocó, y sus ojos no se separaron de él. Hasta que mi madre, desde su dormitorio, me pregunta con quién estaba.

—¡Con una amiga del colegio!

Más bajo, agregué para Jeanne:

—Ven, hay que ir a saludarla.

Al ver a Jeanne, mi madre casi hizo un esfuerzo para sonreírle. Para romper el hielo, la llevé rápidamente hasta el grabador.

Con las primeras notas, parecía atenta a ese desconocido que se dirigía a ella desde el otro lado del tiempo. Y completamente indiferente a su intermediario presente.

—¿Es todo?

—Sí. Creo que se trata de su última composición. No la ha concluido.

Quiso volver a escucharla, una, dos, tres veces. Parecía desamparada.

—Qué rara esta música: es, al mismo tiempo, familiar y extraña...

Jeanne estaba allí, de pie, inmóvil. Atenta a la voz de su padre que quería traducir.

Debía llegar a ella, decirle: «Jeanne, tu padre está muerto. Yo estoy aquí, vivo. Y te amo». Pero no me veía. Estaba en compañía de un rival inaccesible. ¿Qué sentid tenía aceptar el reto? Había perdido de antemano.

Sin embargo, era el único allí que podía comprender y leer aquella voz. Entonces, sin pensarlo, me senté al piano.

Leí con la mirada los primeros compases de una de las partituras. Era como saltar de un trampolín sin saber qué profundidad tenía el agua. Jeanne parecía fascinada y vino a sentarse a mis pies.

De pronto, me turbé, tropecé con una nota, me recuperé y, por último, me detuve.

Paul Niemand estaba lejos. Volvía a ser un alumno. O más bien, una especie de ejecutor testamentario: el intérprete de un creador cuya talla me superaba.

—Discúlpame. Es siempre difícil la primera vez. Si no te molestara dejarme estas partituras...

—Claro. Muéstraselas a tu padre. Le preguntarás que opina, ¿verdad?

Mi padre. El de ella. Delicada presentación.

—Él también compone, ¿verdad?

Espantosa comparación. Pero ya que me la estaba sugiriendo, lo mejor era terminar cuanto antes. Le hice escuchar la última grabación de gran éxito del año pasado. El Mendes de los supermercados. Lo identificó de inmediato:

—¡Ah, Un amor de verano! ¿Tu padre compuso la música? ¿En serio? Cuando se lo cuente a Oma...

Parecía jactarse, conocía al-hijo-del-que-había-compuesto-la-música-de-una-célebre-telenovela.

Sabía que mi padre habría dado toda su música a cambio de la última sonata inconclusa de Oscar Lefleix. Es raro mi padre, pero lo conozco bien; estoy seguro de que preferiría ser un compositor genial, desconocido y muerto antes que un productor talentoso, celebre y aún vivo.

Jeanne me felicitó, como suele hacerse, por la musical de Un amor de verano, como si yo mismo fuera el autor. La fama es terrible: salpica, para mal como para bien. Por eso, Paul Niemand me asusta un poco. Tiene una gran contra; con respecto a Oscar Lefleix: todavía está vivo.

la chica de 2°B ; s.mDonde viven las historias. Descúbrelo ahora