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Miércoles 11 de enero


Ayer fue el primer martes después del comienzo de las clases.

¿Jeanne iba a venir? Tuve dos horas para hacerme esta pregunta: después de la clase de alemán, vinieron a avisarnos que el profesor de matemáticas estaba enfermo.

Me fui del colegio. ¿Irme y volver al banco a las cuatro y media? ¿Y si uno de los profes de 2.º B también faltaba? Los profes son personas frágiles. Sobre todo en invierno, y cuando tienen cursos difíciles. En suma, no se trataba perderse a Jeanne el día en que iba a desearle un feliz año.

Me instalé en el banco. Estaba tranquilo. Ningún turista, pocos transeúntes. Un cuarto de hora más tarde, comprendí por qué. Comencé a congelarme ahí mismo.

Caminé para desentumecerme las piernas. Y diez minutos antes de las cuatro y media, me instalé a escribir, decidido a no levantar la cabeza, convencido de que Jeanne no vendría. Me entregué al infortunio con las alegrías de un suicidado.

Algunos se obstinan con la satisfacción; yo, más bien con el dolor.

Llegó, me sonrió y me besó amablemente.

—Feliz año, Shawn. ¡Qué frías tienes las mejillas!

En un sentido, Lionel tiene razón: las chicas son una cosa imprevisible. Ese día, Jeanne se mostraba llena de atenciones hacia mí. Tenía toda la vida por delante y tiempo para dedicarme.

—¿Caminamos un poco? Tengo un montón de cosas para decirte...

Yo tenía ganas de escuchar. Se puso muy cerca de mí y me condujo hasta la calle.

En esas condiciones, la seguiría hasta el fin del mundo. Me habló de sus discos. De su equipo de música. Tenía cara de complot, me estaba escondiendo algo. Terminó por vaciar su bolso.

—¿Sabes, mis famosas cajas? Bueno, no contenían solamente discos...

Sin lugar a dudas, eran verdaderos cofres llenos de tesoros.

—¿Qué más?

—Cintas magnéticas. No casetes comunes, sino verdaderas cintas de un kilómetro. Como las que se usan en la radio.

—¿Qué contienen?

—No sé. No tengo grabador para escucharlas.

—Mi padre tiene uno. Si quieres...

Se detuvo de repente. Habíamos llegado a la calle del Mont-Doré, adyacente al bulevar Des Batignolles. Me señaló el porche bajo el cual nos habíamos parado.

—Vivo aquí. ¿Tienes un minuto? Me gustaría mostrarte mis discos. Y luego tomarás una de las cintas, para escucharla.

Lo que había estado esperando en vano durante los quince días de vacaciones, ella me lo proponía ahora, como por casualidad, de improviso. Era demasiado bello para ser verdad.

Llamó el ascensor; apenas habría podido contener la mitad de un adulto. Con sólo pensar que me encontraba junto a ella, el pánico se apoderó de mí. Hubiera preferido evitar el incidente y tomar el olivo. Es decir, la escalera.

Apenas entramos al departamento, un chico de diez años vino a darme la mano.

Con la seriedad de un padre que recibe a su futuro yerno. Afortunadamente, Jeanne mandó al nene con sus cereales a la cocina.

—Es Florent, mi hermano. ¿Vienes?

Me hizo entrar a su dormitorio. ¡Su dormitorio! Jamás me atreví a pensarlo. Con su armario de pino, sus pilas de libros bien ordenadas, se parecía a ella. Pero allí, encima de la cama, un desconocido me estaba esperando: un extraño chico peludo, de rostro invisible, inclinado sobre un teclado un poco fuera de foco. Una foto de revista en blanco y negro, sostenida por cuatro chinches.

la chica de 2°B ; s.mDonde viven las historias. Descúbrelo ahora