Miércoles 5 de octubre


Ocurrió. La volví a ver. O más bien, esta vez, fue ella la que me vio.

Me encontraba en el banco, escribiendo mi diario. Y luego, de repente, percibí una presencia. Exactamente la impresión que se tiene en el momento que precede al llamado del profesor.

Nuestras miradas se cruzaron. Comprendí que me había reconocido, en fin, que había reconocido al alumno del colegio.

Ya no sé quién saludó primero al otro. Creí que no se iba a detener. Sin embargo, el milagro se produjo: se paró, me sonrió y dijo:

—Sabes, me gustó mucho tu clase especial sobre Schubert.

Era una verdadera declaración de amor. Schubert había sido mi mejor intérprete.

Para quedar bien, contesté:

—Fue muy mala. Si hubiera podido tener el piano de la sala de música...

—¿Por qué, tocas el piano?

En ese instante, confieso que estuve a punto de flaquear, como Superman, cuando su amiga periodista está cerca de adivinar su identidad. Por otra parte, fue ese recuerdo lo que me hizo vacilar. Me acordé de cómo tratan, en la película, al bobo de anteojos: ¿él, Superman? ¡Imposible!

Yo, ayer, en mi banco, era el Superman del teclado: si le hubiera declarado que era Paul Niemand, se habría reído en mi cara. Pensé también en Lagoya. Y le respondí:

—Un poco.

—¿Entonces quizás conoces la Wanderer Fantasie?

—¡Por supuesto!

Con eso creí adivinar que ella era música. Y que íbamos a hablar el mismo idioma. Además, siguió con el concierto del sábado, con Amado Riccorini y su reemplazo por aquel desconocido alumno.

Hipócrita, arriesgué:

—¿Y qué tal estuvo?

—¡Fabuloso!

Me hubiera gustado que lo dijera menos fuerte para pedirle que lo repitiera.

Ninguna duda: había oído bien. Pero comprendí muy rápidamente que no sabía de música. Además, después de esa confesión, ya no tenía nada para contar. Es una lástima, la hubiera escuchado durante horas decirme cuánto le había gustado el concierto.

En vez de eso, me reprochó:

—Sin embargo, lo que tocó no correspondía a lo que anunciaba el programa.

—Entonces te habrás decepcionado...

—¡Para nada! Pero no conozco ninguna de las obras que tocó.

¡Difícil hablar de música con alguien que es incapaz de identificar a Ravel o a Schubert! Lo mismo da enseñar cálculo a un niño que ignora los números.

—Y me gustaría conseguirlas.

—Ningún problema. Escucha France-Musique el sábado. Darán el concierto en diferido.

Había hablado demasiado rápido.

—Pero... ¿cómo lo sabes?

—Oh, no voy mucho a los conciertos, pero consulto los programas. Y la música, la escucho por la radio.

Me miró de golpe como si nos conociéramos desde hace años.

—De hecho —me explicó—, conseguí un lugar gratis en la sala Pleyel gracias a Oma, mi abuela. Había ganado un concurso en la radio. Ese concierto...

Vaciló y me murmuró como quien confía un gran pecado:

—Fue una revelación. Hasta ahora, de la música clásica, yo no tenía idea. Ese pianista extraordinario me dio ganas de descubrirla. Al día siguiente, compré la sonata Wanderer Fantasie.

—¿Entonces el fragmento de Schubert lo habías reconocido?

—No. La gente que estaba sentada al lado mío lo identificó. El disco me decepcionó: el pianista no toca tan bien como el solista del sábado a la noche.

—¿Quién toca en tu disco?

—Alfred Brendel, creo.

Me estaba deleitando. ¡Y al mismo tiempo, comprendía que no sabía nada de música! El día que interprete a Schubert tan bien como Alfred Brendel, seré yo quien dé lecciones a Amado Riccorini.

Su confesión era inesperada. Como la de un enfermo que sabe que tiene una enfermedad grave. Y justamente, tenía ganas de desempeñar el papel del médico:

—Brendel es uno de los más grandes. Pero uno se deja influenciar mucho por la primera interpretación de una obra.

—Tendrías que escuchar buenos discos. Si quieres, te puedo prestar algunos. Sobre todo de 33... ¿tienes tocadiscos?

Suspiró:

—No. Mi hermano me prestó su discman, que es de mala calidad.

—Mira... El martes me encontrarás aquí, en este banco. La semana próxima, te voy a traer algunos compacts. Si te dan ganas...

A mí me daban muchísimas ganas. La pelota estaba en su área.

—De acuerdo. Gracias. Chau, tengo que irme.

Se levantó, me hizo un gesto con la mano, se alejó por el camino, desapareció. El tiempo, que había quedado suspendido, volvió a transcurrir de repente. Era como si me despertara después de un sueño extraordinario.

En mi vida, hasta ahora, no había pasado nunca nada. Pero la llegada simultánea de esta chica y del éxito me daba de golpe un gran vértigo y una loca certeza: esos dos acontecimientos estaban relacionados. De lo único que tenía ganas era de que prosiguieran su camino juntos y que llegaran muy, muy lejos.

la chica de 2°B ; s.mDonde viven las historias. Descúbrelo ahora