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Domingo 14 de mayo


El día antes del concierto, llamé a Jeanne por teléfono: teníamos que acordar un lugar y una hora para nuestro encuentro. Por supuesto, me atendió la señora Lefleix.

Al reconocer su voz, sentí el susto que tiene el alumno cuando su profesor lo llama a pasar al frente.

—Hola señora. Habla Shawn... Shawn Mendes. Un amigo de Jeanne.

Mal comienzo. Shawn Mendes es el nombre de uno de sus alumnos, nada más.

Le estaba dando una mano, mientras esperaba que Jeanne se pusiera del otro lado del teléfono. Pero no hay nada peor que un profe que se niega a entender.

—¡Ah, Shawn! ¿Está bien? ¿Qué pasa? ¿Nada grave?

Fingía creer que la estaba llamando por un problema de traducción. Puesto que quería saberlo todo, me tiré a la pileta:

—¡Oh, no! Llamo... llamo por el concierto de mañana a la noche. ¿Jeanne, sin duda, la puso al tanto?

—¿El concierto? Pero no. ¿De qué se trata?

Si algún día debo pedir la mano de alguien, no voy a sentirme más incómodo de lo que estaba aquella noche del otro lado de la línea. Farfullé algunas explicaciones que debe haber desenredado sin dificultad. Un profe tiene la costumbre de descifrar borradores.

—Es muy amable, Shawn. ¡Qué buena idea! Pero sí, claro, estoy de acuerdo.

En ese momento, sentí angustia: creí que se imaginaba que la estaba invitando.

No respiré en verdad, sino cuando me pasó a Jeanne. Era, por lo demás, inútil. La señora Lefleix había arreglado todo en su lugar.

Ayer a la noche, cuando toqué el timbre de su departamento, temí por un momento que la señora Lefleix nos acompañara. Pero me abrió Jeanne. Tenía, por lo menos, tres centímetros y dos años más que de costumbre. Durante todo el trayecto, me quedé crispado. Como si la ropa me apretara demasiado.

Comencé a distenderme al llegar a la Casa de la Radio. Jeanne, para darme el gusto, hacía de novicia deslumbrada.

En el programa figuraba primero Escales, de Jacques Ibert. Le expliqué a Jeanne que el compositor, como su padre, había dado el nombre de una ciudad a cada una de sus obras para orquesta: Roma, Palermo, Túnez, Nefta, Valencia. Jeanne se quedó boquiabierta. Era un placer verla. Aplaudía como una nena y, señalando al pianista que acababa de aparecer en el escenario, me dijo:

—Espera... Me parece haberlo visto ya...

—Sí. En un afiche. Es Amado Riccorini.

Estuvo excelente, como de costumbre. Y yo, espantado. Para llegar a esa maestría, a ese virtuosismo, tenía aún un largo camino por recorrer. Eso es un buen pianista: alguien que toca con facilidad aparente. Que, como ha dicho Chopin, «en un último esfuerzo, borra hasta la marca del esfuerzo».

Al final del Concerto de Saint-Saëns, Amado vino a saludar al público. De repente, alzó los ojos hasta la primera fila del palco. En dirección de los lugares que ocupábamos Jeanne y yo, y que eran los mejores de la sala. Vi que me reconoció, hasta llegó a dirigirme una seña. Sí, una seña particular, que mezclaba la mano y los ojos: «Perfecto, estás aquí, con ella, y ella no sabe quién eres, pero yo... ¡ah, yo sé quién eres!».

Fue tan rápido como una fusa. Pero no se engaña a un músico.

Rellené los veinte minutos del entreacto reemplazando las notas con palabras. Era inútil, Jeanne no me escuchaba. El escándalo del estreno de La Consagración le resultaba indiferente. Me tomó la mano para hacerme callar y decirme:

—Es una noche extraordinaria, Shawn.

Con los ojos a medio cerrar, parecía estar saboreando el instante. Sin embargo, en el centro del concierto, había un silencio: el ojo del ciclón. O mejor dicho, un momento de alegre bullicio, el del público impaciente que vuelve a su lugar conversando y de los músicos entre bastidores afinando sus instrumentos.

Luego, durante treinta y cinco minutos, La Consagración estalló en el escenario.

Pero la primavera estaba en la sala, arrinconada entre nuestros dos asientos, en nuestras manos intensamente soldadas.

Después, la primavera estuvo en la noche que nos envolvió de regreso y que murmuraba las palabras de amor que no nos atrevíamos a decirnos. La primavera estaba en mi corazón que latía junto al de ella cuando tuvimos que despedirnos, y cuando nos besamos.

Amado tenía tal vez razón, no había escuchado nada, ya no tenía ganas de tocar.

Estaba sumergido por completo en la felicidad de aquella noche que no sé prolongar sino con ayuda de las palabras.

la chica de 2°B ; s.mDonde viven las historias. Descúbrelo ahora