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Domingo 22 de enero


Ayer, volví a ensayar en lo de Amado.

—Aquí tienes tu bis, Shawn.

Reconocí la sonata con la cual me había batido la semana anterior.

—¿Bergerac? No debe ser la más simple.

—No —admitió Amado—. Pero es una de las más bellísimas y la más corta: diez o doce minutos. Es de 1975.

Me senté al piano. A veces, al leer, me detenía, indeciso, retomaba un acorde que vacilaba entre armonía y disonancia.

—¿Sol sostenido? ¿Aquí?

—¡Pero sí! Es curiosa esta química, ¿verdad? Las sonoridades son, a veces, tan extrañas que parecería un piano preparado. ¡Sí, sol sostenido, continúa!

Cuando llegué al final de la sonata, sacudí la cabeza, desanimado, sino perplejo.

—Es demasiado bello para ser verdad.

—¿Qué quieres decir, Shawn?

—Me parece inverosímil. ¿Este genio compuso en la sombra? ¿Y su hija descubre su obra ahora? ¡Inverosímil!

—Oh, no es para tanto.

Amado me señaló las pilas de partituras, junto al piano:

—Sin el descubrimiento, a fines del siglo diecinueve, de los manuscritos de Vivaldi que Johann Sebastian Bach había copiado cuidadosamente, el autor de Las Cuatro Estaciones hubiera caído en el olvido. ¡La historia de la música está llena de este tipo de hallazgos, Shawn!

Amado parecía seguro de sí: Oscar Lefleix era un músico de genio. Desconocido.

Y finalmente, a la luz.

Hablaba de lo falso para conocer lo verdadero. Me volvía, como se dice, el abogado del diablo. De hecho, tenía fe. En Oscar y en Jeanne.

la chica de 2°B ; s.mDonde viven las historias. Descúbrelo ahora