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Domingo 4 de junio


Amado no ha podido acompañarme a Toulouse. Solamente me dijo por teléfono, riéndose:

—¡Ahora eres grande, mi pequeño! ¿Y además, supongo que no me ves sobre el escenario, a tu lado, dando vuelta las hojas de tu partitura?

El 2 de junio a la noche, Jean Jolibois pasó a buscarme por casa. Nos fuimos juntos en avión. Mi agente artístico —es así como debo llamarlo de ahora en más— aprovechó para establecer conmigo el programa de verano: concierto en La Chaise-Dieu, en Entrecasteaux, en Sarlat, Domme y Monpazier por el festival de Périgord.

Un verdadero Tour de Francia para un futuro campeón-pianista.

—¿Y si mi concierto de mañana fuera un fracaso?

—¡Ah, Shawn, no hables de desgracias!

Jean buscaba con desesperación en el avión algo de auténtica madera para conjurar la mala suerte.

—El director de Erato estará en la sala. La semana próxima, ¡firmas contrato con él! No es momento de flaquear.

El sábado a la tarde, ensayando en un escenario ante una sala aún vacía, logré sacarme a Jeanne de la memoria en provecho de Beethoven, Liszt y Stockhausen.

Pero Lefleix volvió rápidamente a la carga cuando ensayé el bis, la sonata Jeanne 40.

A la noche, me sentía perdido. Mi padre estaba grabando en Londres; mi madre, en casa; Amado, en París y Jeanne, en penitencia. Sólo Jean, entre bastidores, podía reconfortarme frente al gran rumor que llenaba la Halle Aux Grains. Era un pianista inmigrante confrontado a espectadores en territorio conquistado.

Después de La Aurora de Beethoven, el público se mostró simplemente cortés.

Comenzó a entibiarse al final de la Sonata en si menor, de Liszt.

En el entreacto, desalentado, me saqué la peluca. Ya estaba castigado como un boxeador al final de un match.

—Jean, ¿usted qué dice? ¿Sigo?

Se enojó:

—¿Es un chiste? ¡Has estado perfecto!

—Pero el público...

—¿Qué esperas? ¿Ovaciones en medio del concierto?

Jolibois tenía razón. El éxito sucesivo terminó por volverme exigente. Me empujó hasta el ring para que enfrentara a Stockhausen.

Me lo tomé con gusto y yo mismo me sorprendí.

Con la ovación que siguió a mi interpretación de la Pieza para piano XI, comprendí que el público no vino sino por eso: la música contemporánea. Aun sin quererlo, conté la cantidad de veces que los aplausos me hacían volver al escenario para saludar, cinco... seis... Ahora, las palmadas al unísono reclamaban un bis.

Lo ejecuté y tuve la nítida impresión de que la atención se agudizaba. Lo que interesaba a los espectadores de Toulouse no era ni Beethoven ni Liszt, sino lo que Paul Niemand sacaría esa noche de la galera. Otra vez fue Lefleix, pero ellos no lo sabían.

Cuando concluyó la sonata Jeanne 40, el triunfo esperado surgió. Hasta el punto de que cuando regresé a los bastidores por séptima vez, Jolibois me dijo, falsamente irritado y francamente encantado:

—¡Ahí tienes! ¿Oyes? ¿Estás tranquilo ahora?

El director de la sala vino a rogarme que fuera a mi camarín para enfrentar a los periodistas. Como si los mil espectadores no me hubieran bastado. Jolibois, como convenido, me empujó hacia la derecha murmurando:

—Yo me ocupo. Ve a unirte de incógnito a los espectadores. Nos vemos en el hotel dentro de una hora.

Una vez que me puse mi impermeable y me deshice de la peluca, borrarme fue un juego de niños.

La sorpresa tuvo lugar una hora más tarde, cuando Jolibois golpeó a mi puerta, entró y tiró su moño sobre la cama:

—Felicitaciones, Shawn. Es muy linda.

—¿Cómo? ¿Pero quién...?

—Jeanne. La hija de Oscar Lefleix. Se había mezclado entre los periodistas.

Quería verte a toda costa. No había manera de despegármela.

Estaba anonadado. ¡Así que Jeanne había venido a Toulouse! ¿Pero cómo? ¿Con quién? ¿Y por qué esa insistencia para acercarse a Paul Niemand?

—¡Es imposible, Jean! Cómo puede estar seguro de que...

—¡Cielos, me dijo quién era! Me explicó su historia, que ya conocía de memoria.

Llevaba bajo el brazo las partituras de su padre. Quería dármelas a la fuerza. Para que el célebre Paul Niemand las descubra y las ponga en su repertorio.

Esta vez, mi horizonte se aclaraba.

Imaginé la cara que debía haber puesto Jeanne unas horas antes, en la sala, al reconocer una de las sonatas de su padre. Empalidecí. Sin saberlo, Paul Niemand la había traicionado.

—¿Pero... qué hizo usted, Jean?

—Le dije que se fuera, por supuesto. ¿Me equivoqué?

Entonces, Jeanne estaba allí. En Toulouse. Tal vez, en el mismo hotel en que yo estaba esa noche. Y mañana, en el mismo avión.

—¿Shawn... se siente bien?

—Sí. Ha hecho bien. Y me sentiré mejor más adelante.

Particularmente, después del concierto del 24 de junio.

la chica de 2°B ; s.mDonde viven las historias. Descúbrelo ahora