Martes 20 de septiembre
Al salir del colegio, me fui a sentar en mi banco; se encuentra en la explanada llena de plátanos que une la estación de subte Rome con la Place Clichy.
Desde sexto grado, este banco es mi refugio, mi escondite. En París, uno consigue el lugar que puede. Y yo no soy muy difícil de disimular: en la calle, en el patio, en la clase, paso casi inadvertido. Los profesores se dan cuenta de que existo cuando toman lista y cuando completan los boletines.
Una o dos veces por semana, vengo entonces a instalarme en mi banco. La mayor parte del tiempo, está libre; en este barrio, todo el mundo corre, tanto los turistas como los transeúntes. Ahí, a menudo, escribo mi diario porque no es siempre fácil hacerlo en casa.
Sí, escribo. Cuando están en el papel, tengo la impresión de que mis palabras son más verdaderas que las que digo, que fijan todo lo que no supe expresar.
Nunca tengo apuro por volver a casa. Primero, porque vivo a diez minutos a pie del colegio, en la calle Capron, un pasaje algo leproso encajonado entre un taller mecánico y el gran cementerio del norte. Luego, porque mi mamá es discapacitada.
En cuanto llego del colegio, debo terminar antes de la cena todo lo que ella no pudo hacer durante el día.
Acababa de sentarme en mi banco cuando llegó un viejo vagabundo. No, no tan viejo después de todo. Cuando alguien es pobre o está desocupado, parece siempre mayor de lo que es. Llevaba un sobretodo gastado grande, como alas de vampiro, y enormes zapatos de payaso. Me pidió una moneda y se la di. Después, se sentó en el banco que estaba enfrente de mí.
No estaba escribiendo mi diario. Estaba transpirando de tanto pensar en ese famoso trabajo que debo presentar el viernes próximo. Elegí a Schubert, que es mi músico preferido. Pero me levanté enseguida. Por el olor. Aquel pobre hombre tenía tan mal olor que hasta las palomas lo evitaban.
Entonces llegó una chica. Quince años, rubia, limpia y sonriente como una publicidad. Respiraba felicidad y salud. Hay, en la vida, chicas extraordinarias que pasan y sabemos que no se detendrán. Pareciera que se mueven por una pantalla de cine: podemos mirarlas, oírlas, pero es inútil intentar comunicarse con ellas. Forman parte de otra dimensión, de un universo tabú y cerrado.
Sin embargo, se trataba con toda seguridad de una alumna de mi colegio.
Sin molestarse, mi vagabundo la increpó para pedirle plata. Entonces, ella se paró para buscar en su monedero. Pero al abrirlo, se cerró su sonrisa. No sé qué le dijo al hombre pero supongo que se olvidó de respirar, si no se hubiera ido corriendo en seguida. Y luego oí que el tipo murmuraba:
—Bah, no importa, señorita. ¡Lo que vale es la intención, como dicen! Yo, cuando pido una moneda, es nada más para charlar un poco...
Ella pareció tranquilizarse de inmediato. Ahí me di cuenta de que era realmente linda: parecemos siempre más lindos, creo, cuando estamos contentos. Y justamente, ella había vuelto a sonreír. Se sentó en el banco, revolvió dentro de su bolso. Sacó un paquete de galletitas con cara de haber ganado al loto. Parecía más contenta que el hombre. Por su aspecto, pienso que él hubiera preferido un sándwich con un vaso de vino.
Pero ella hizo como si nada. Comió las galletitas con él, charlando; en fin, estaban de gran reunión. El vagabundo se distendió. Yo los miraba con un enorme hueco en la panza. Como si también hubiera tenido hambre.
Creo que debo haberme reído, para mis adentros por supuesto. Tenía que estar tocada esa chica para preferir conversar con él en vez de hacerlo conmigo. Pero en el fondo, bien en el fondo esta vez, sabía que ella tenía razón. Creo que el coraje es eso: hacer lo que sabemos que es verdadero y justo, burlándonos de la mirada de los otros y del qué dirán.
Por último, se levantó y se alejó. La seguí con los ojos hasta el final. Hasta que cruzó la calle a la altura de la vieja fuente Wallace, y tomó una de las callecitas perpendiculares al bulevar Des Batignolles.
Me sentía solo, ridículo. Muy digno, el vagabundo se metió en el bolsillo lo que quedaba del paquete de galletitas; luego se recostó en el banco y se durmió. Después de esto, ¿cómo hablar de Schubert? Schubert vivió mal y murió en la miseria. Era feo y desgraciado en el amor. Yo estaba con Schubert como esa chica con el vagabundo: le brindaba al músico interés y consuelo, pero doscientos años después de su nacimiento.
Es tanto más fácil querer a la gente a la distancia.
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la chica de 2°B ; s.m
FanficPara Shawn, la música no es algo optativo: simplemente no puede vivir sin ella. Pero una pasión inalcanzable, acaba de irrumpir en su mundo: Jeanne, la chica de 2°B. Su desafío es lograr que Jeanne entienda, a través de la música, lo que él no puede...