{42} Pídelo

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Su orden ha sido clara, sin embargo, algo me detiene. Siento como mis manos, aun sujetas al borde del mueble, tiemblan, y cuando las retiro, al cerrarlas en un puño noto como han comenzado a sudar, también. Es como si de pronto todo el calor de la habitación se concentrara en el centro más sensible de mi cuerpo.

—¿No te interesa ya?— escucho su voz a los segundos, capturando mi atención como alguien captura una burbuja de agua con las manos.

—Lo estoy. Yo solo...— callo y me tomo un segundo para respirar y calmar la corriente electrizante que me recorre por dentro. —No he querido romper ninguna regla.— le digo sinceramente, con mirada dispuesta muy intensamente en la suya.

—¿Estás disculpándote?

—Lo que quiero decir es...— comienzo conteniendo magistralmente la misma media sonrisa que él acababa de mostrarme, en una mezcla perfecta de coquetería y fanfarronería. —Sé que a veces mis palabras pueden ser algo amargas. No ha sido mi intención atacarte con ellas en el teatro.— explico y la pasión en su deslumbrante mirada brilla encantadoramente.

—Lo sé.— susurra secretamente, acercándose después y tomándome por completa sorpresa el dulce beso que deja contra mis labios.

Abro la mirada en cuanto su boca se separa de la mía con un soplo en medio del corazón que solo desea alargar más aquel gesto tan hermosamente delicado. Pero, su expresión cambia. Vuelve esta a cubrirse de la misma excitada y apasionada bruma que ilumina a sus ojos azules con tanto poder.

—Ahora abre el maldito cajón, por favor.— habla con una gracia que hace que sonría ampliamente, e incluso, una risilla se me escuchara.

Muerdo mi labio inferior sintiéndome como una tonta, hormonal chica de quince años, quien al hacer lo que él ha pedido, queda completamente deslumbrada con todo lo que tiene a su disposición. El cajón estaba divido en varios compartimentos, ocho para ser precisa, cada uno resguardando diferentes accesorios en una base de acolchada felpa. No puedo dejar de observar de acá para allá, sintiendo un leve sentir de infantil orgullo al reconocer uno que otro objeto.

—¿Son estas iguales a las otras?— pregunto cuando he tenido la valentía de tomar uno de los tantos artefactos solo por el extraño sentimiento de nostalgia que ocasionaron.

Al observarle, Sebastián levanta una de sus cejas y dándole un vistazo breve a las pinzas que sujeto en mi mano, él dirige su mirada a mí con ceño fruncido, dándome a entender así que no tenía idea a lo que me refería.

—Las que usaste en mis senos hace mucho tiempo.— aclaro e inmediatamente, su rostro reluce en satisfacción.

—Estas son pinzas vaginales.

{ II } SUEÑOS SALVAJESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora