(1922) El horror oculto -Parte 2-

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III. Qué significaba el resplandor rojo.

En la tormentosa noche del 8 de noviembre de 1921, con una linterna que proyectaba macabras sombras, cavaba yo, solo, como un idiota, en la sepultura de Jan Martense. Había empezado a cavar por la tarde porque se estaba formando una tormenta, y ahora que había oscurecido, y había estallado la tormenta sobre la lujuriante floresta, me sentía contento. Creo que mi mente estaba algo desquiciada a causa de los acontecimientos del 5 de agosto, la sombra demoníaca de la casa, la tensión y desencanto generales, y lo ocurrido en la aldea durante la tormenta de octubre. Después de aquello, tuve que cavar una sepultura para alguien cuya muerte no acababa de comprender. Sabía que los demás no la entenderían tampoco, de modo que les dejé que creyeran que Arthur Munroe se había extraviado. Le buscaron, pero no encontraron nada. Los colonos sí podían haberlo comprendido, pero no me atreví a asustarles aun más. Me sentía extraña mente insensible. La impresión sufrida en la mansión me había afectado sin duda al cerebro, y no podía pensar más que en la búsqueda del horror que ahora había alcanzado proporciones gigantescas en mi imaginación; búsqueda que el destino de Arthur Munroe me hacía emprender ahora a solas y en secreto.

Sólo el escenario de mis excavaciones habría bastado para hacer saltar los nervios de un hombre corriente. Unos árboles siniestros y primordiales de impías pro porciones y formas grotescas acechaban por encima de mí como pilares de algún infernal templo druida, al tiempo que amortiguaban los truenos, acallaban los aullidos del viento y frenaban la lluvia. Detrás de los heridos troncos del fondo, iluminados por los débiles resplandores de los filtrados relámpagos, se alzaban las piedras húmedas y cubiertas de hiedra de la deshabitada mansión, mientras que algo más cerca estaba el abandonado jardín holandés, con los paseos y arriates invadidos por una vegetación blancuzca, fungosa, fétida, hinchada, que jamás había visto yo a la luz del día. Y más cerca aun tenía el cementerio, donde unos árboles deformes agitaban sus ramas insanas, mientras sus raí ces desplazaban las losas impías y succionaban el veneno de lo que yacía debajo. Aquí y allá, bajo una capa de hojas marrones que se pudrían y supuraban en las oscuridades del bosque antediluviano, podía distinguir el siniestro perfil de esos montículos pequeños que caracterizaban la región acribillada por los rayos. La historia me había guiado a esta arcaica sepultura. Porque era la historia, efectivamente, el único recurso que me quedaba, tras haber terminado todo lo demás en sarcástico satanismo. Ahora estaba convencido de que el horror oculto no era un ser material, sino un espectro con fauces de lobo que cabalgaba sobre los relámpagos de la medianoche. Y creía, por los cientos de tradiciones loca les que Arthur Munroe y yo habíamos desenterrado en nuestras exploraciones, que era el espectro de Jan Martense, muerto en 1762. Y por esa razón cavaba yo ahora, como un idiota en su sepultura.

La mansión Martense había sido edificada en 1670 por Gerrit Martense, acaudalado mercader de Nueva Amsterdam a quien disgustaba el cambio del orden bajo el gobierno británico, y había construido este magnífico edificio en la cima de una boscosa elevación cuyo escena rio solitario y singular era de su agrado. La única contrariedad importante con que tropezó en este paraje fueron las frecuentes tormentas de verano. Cuando eligió este monte para edificar su mansión, mynheer Martense atribuyó las numerosas perturbaciones naturales a las pecu liaridades de aquel año; pero con el tiempo, se dio cuenta de que la región era especialmente propensa a tales fenómenos. Finalmente, viendo que estas tormentas le afectaban a la cabeza, acondicionó un sótano donde poder protegerse de los más violentos pandemoniums. De los descendientes de Gerrit Martense se sabe me nos que de él mismo, ya que todos fueron educados en el odio a la civilización inglesa, y se les enseñó a no tratar con los colonialistas que la aceptaban. Sus vidas fueron enormemente retiradas, y la gente afirmaba que este aislamiento les volvió torpes de palabra y comprensión. Al parecer, todos estaban marcados por una extraña y hereditaria disimilitud en los ojos: tenían uno azul y el otro castaño. Sus contactos sociales se fueron haciendo cada vez más escasos, hasta que finalmente acabaron casándose con la numerosa clase servil que vivía en sus tierras. Muchas de las familias multitudinarias degenera ron, cruzaron el valle, y fueron a mezclarse con la población mestiza que más tarde produciría a los desdichados colonos. Los demás siguieron unidos tercamente a la mansión ancestral, volviéndose cada vez más exclusivistas y taciturnos, aunque adquiriendo una sensibilidad especial respecto de las frecuentes tormentas.

Casi toda esta información llegó al mundo exterior a través del joven Jan Martense, que movido por una especie de inquietud, se alistó en el ejercito colonial, cuando llegó a la Montaña de las Tempestades la noticia de la Convención de Albany. El fue el primero de los descendientes de Gerrit que vio mundo; y al regresar en 1760, después de seis años de campaña, su padre, sus tíos y sus hermanos le odiaron como a un intruso, a pesar de sus ojos desiguales de Martense. Ya no podía compartir las rarezas y prejuicios de los Martense, ni le excitaron las tormentas de la montaña como antes. En cambio, le deprimía el entornó; y escribía a menudo a su amigo de Albany sobre sus proyectos de abandonar el techo paterno. En la primavera de 1763, Jonathan Gifford, el amigo de Jan Martense que vivía en Albany, se sintió preocupado por su silencio; especialmente, por la situación y las peleas que sabía que había en la mansión Martense. Dispuesto a visitar personalmente a Jan, se internó por las montañas a caballo. Su diario constata que llegó a la Montaña de las Tempestades el 20 de septiembre, encontrando la mansión en avanzado estado de decrepitud. Los sombríos Martense de extraños ojos, cuyo aspecto impuro y animal le impresionó sobremanera, le dijeron con acento torpe y gutural que Jan había muerto. Insistieron en que le había matado un rayo el otoño anterior; y ahora estaba enterrado detrás de los hundidos y abandonados jardines. Enseñaron el lugar de la sepultura al visitante, unos palmos de tierra pelada y sin señales. Hubo algo en la actitud de los Martense que despertó en Gifford un sentimiento de repugnancia y recelo; y una semana más tarde regresó con una pala y un pico, dispuesto a abrir la fosa de nuevo. Encontró lo que se había temido: un cráneo cruelmente aplastado como por unos golpes salvajes; de modo que regresó a Albany, y denunció formal mente a los Mar tense de haber asesinado a un miembro de la familia.

No había pruebas legales, pero la noticia se propagó rápidamente por toda la región; y a partir de entonces, el mundo condenó a los Martense al aislamiento. Nadie quiso tratos con ellos, y evitaron su apartada residencia como un lugar maldito. Ellos, por su parte, se las arreglaron para vivir independientemente con el producto de sus tierras, puesto que las luces que ocasionalmente se veían en la casa desde los montes lejanos atestiguaban que aún vivían. Dichas luces se estuvieron viendo hasta 4810; pero hacia el final, se hicieron muy infrecuentes. Entretanto, empezó a correr a propósito de la mansión de la montaña un sin fin de leyendas infernales. El lugar fue doblemente evitado, y dotado de toda clase de historias que la tradición fue capaz de proporcionar. Siguió sin ser visitada hasta 1816, en que la prolongada ausencia de luz en ella llamó la atención de los colonos. Una partida de hombres efectuó entonces un reconocimiento, encontrando la casa desierta y parcialmente en ruinas. No descubrieron ningún esqueleto, así que supusieron que se habían marchado. Al parecer, el clan se había ido hacia varios años, y los improvisados cobertizos revelaban lo numerosos que eran, antes de su emigración. Su nivel cultural había descendido muchísimo, como pro baba el deterioro del mobiliario y la vajilla de plata esparcida, sin duda abandonada mucho antes de que sus propietarios se marcharan; Pero aunque los temidos Mar-tense se habían ido, la encantada casa continuó causando temor; temor que se intensificó cuando nuevos y extraños rumores vinieron a inquietar a los decadentes montañeses. Allí siguió, desierta, temida, y vinculada al espectro vengativo de Jan Martense. Y allí seguía aún, la noche en que cavaba yo en la sepultura dejan Martense.

He calificado de idiota mi prolongado cavar, y así era, efectivamente, por su objeto y su método. No tardé en desenterrar el ataúd dejan Martense —que ahora ya sólo contenía polvo y salitre-; pero en mis ansias furiosas por exhumar su fantasma, seguí cavando terca, irracional mente más abajo de donde había reposado. Sabe Dios qué era lo que yo esperaba encontrar... Yo sólo tenía conciencia de que cavaba en la sepultura de un hombre cuyo espectro acechaba por la noche. Me es imposible decir qué monstruosa profundidad había alcanzado cuando mi pala, y mis pies a continuación, hundieron el suelo que tenía debajo. Dadas las circunstancias, la impresión fue tremenda; porque la existencia de un espacio subterráneo aquí suponía una terrible confirmación de mis locas teorías. Mi ligera caída me apagó el farol; pero saqué una linterna de bolsillo y -descubrí un pequeño túnel horizontal que se internaba profundamente en ambas direcciones. Era lo bastante amplio como para poderse arrastrar por él un hombre; y aunque nadie en su sano juicio habría intentado meterse por allí en ese momento, me olvidé del peligro, la sensatez y la limpieza, en mi empeño por desenterrar el horror oculto. Escogiendo la dirección hacia la casa, me introduje temerariamente a rastras por la estrecha madriguera, reptando a ciegas, de prisa, y alumbrándome de tarde en tarde con la linterna que enfocaba delante de mí.

¿Qué palabras podrían describir el espectáculo de un hombre perdido en el interior de la tierra infinitamente abismal, manoteando y retorciéndose sin aliento, avanzando insensatamente por profundas circunvoluciones de negrura inmemorial, sin una noción clara de tiempo, seguridad, dirección ni objetivo? Hay algo espantoso en todo ello, pero eso es lo que hice. Me arrastré de ese modo durante tanto tiempo que la vida llegó a parecerme un recuerdo remoto, y me identifiqué con los topos y larvas de las tenebrosas profundidades. En efecto, fue una casualidad que, tras interminables contorsiones, se encendiese mi olvidada linterna al sacudirla, iluminando espectralmente la larga madriguera de barro endurecido que describía una curva delante de mi. Había seguido avanzando de este modo durante un rato, y estaba la pila de la linterna casi agotada, cuando el pasadizo inició una súbita y pronunciada cuesta arriba que me obligó a modificar mis movimientos para avanzar. Y al levantar la vista,, sin previo aviso, vi brillar a lo lejos dos reflejos demoníacos de mi agonizante luz; dos reflejos candentes de funesto e inequívoco resplandor que agitaron en mi memoria recuerdos brumosos y enloquecedores. Me detuve automáticamente, aunque sin voluntad para retroceder. Los ojos se acercaban, aunque sólo pude distinguir una garra del ser al que pertenecían. ¡Pero qué garra! Luego, muy arriba, sonó débilmente un estampido que reconocí. Era el trueno violento de la montaña que estallaba con histérica furia... Sin duda, llevaba un rato reptando hacia arriba, ya que ahora tenía la superficie bastante cerca. Y mientras estallaban los truenos amortiguados, aquellos ojos seguían mirando fijamente con perversidad.

Gracias a Dios, no supe entonces lo que era; de lo contrario, no habría sobrevivido. Pero me salvó el mismo trueno que lo había invocado; porque tras una mortal espera, reventó en el cielo uno de esos frecuentes estampidos de la montaña cuyas huellas había observado yo aquí y allá, en forma de heridas de tierra removida y fulguritas de diversas dimensiones. Con furia ciclópea, se enterró, retorciéndose en la tierra, por encima de aquel detestable pozo, cegándome y ensordeciéndome, aunque no llegó a hacerme perder el co nocimiento. Seguí arañando y avanzando desesperadamente en el caos de tierra que caía y se deslizaba, hasta que la lluvia que me mojaba la cabeza me serenó, y vi que había llegado a la superficie de un lugar familiar: una zona en pendiente y sin árboles, en la ladera sur de la montaña. Los constantes relámpagos iluminaban y sacudían el terreno revuelto y los restos del curioso montículo que descendía de la parte superior y boscosa de la ladera; sin embargo, no había nada en todo aquel caos que indicase por dónde! había salido yo de la fatal catacumba. Mi cerebro era un caos tan grande como la tierra; y cuando un rojo resplandor, a lo lejos, iluminó el paisaje por el sur, apenas tuve conciencia del horror que acababa de soportar. Pero, cuándo dos días después los colonos me dije ron qué significaba aquel resplandor rojo, mi horror fue más grande que el que me había producido la zarpa y los ojos de la embarrada madriguera. En una aldea a veinte millas de distancia, había tenido lugar una orgía de terror a continuación del rayo que me había permitido a mí salir de la tierra, y un ser indescriptible se había precipitado desde un árbol a una choza de frágil tejado. Había cometido una atrocidad; pero los colonos habían prendido fuego a la choza frenéticamente, antes de que aquel ser pudiese escapar. Había cometido el estrago en el mismo instante en que la tierra se desplomó sobre la entidad de la garra y los ojos.

IV. El horror en los ojos.

Nada puede haber normal en la mente del que, sabiendo lo que yo sabía sobre los horrores de la Montaña de las Tempestades, va a solas en busca del terror que se ocultaba en dicho lugar. Era muy débil garantía de seguridad física y mental, en este Aqueronte de demonismo multiforme, el hecho de que al menos dos de estas encarnaciones del terror hubiesen perecido; sin embargo, proseguí mi búsqueda con celo cada vez mayor, a medida que los sucesos y las revelaciones se hacían más monstruosas. Cuando, dos días después de mi espantosa exploración de la cripta de los ojos y la garra, me enteré de que un ser maligno había sobrevolado la aldea, a veinte millas de distancia, en el mismo instante en que los ojos se fijaban en mi, experimenté una auténtica convulsión de terror. Pero este terror estaba tan mezclado con una sensación grotesca y fascinada, que casi me resultó placentero. A veces, en las angustias de esas pesadillas en las que fuerzas invisibles se le llevan a uno, por encima de los tejados de extrañas ciudades muertas, hacia el abismo burlesco de Nis, es un alivio, incluso un placer, gritar salvajemente y arrojarse voluntariamente, en medio del espantoso vórtice de onírica condenación, al primer abismo sin fondo que encuentra. Y eso es lo que ocurrió, con la pesadilla ambulante de la Montaña de las Tempestades; el descubrimiento de que los monstruos habían estado ocultos en dicho lugar me produjo finalmente unas ansias locas de zambullirme en la tierra de esa región maldita, cavar con las manos desnudas y sacar a la muerte que acechaba en cada pulgada del suelo ponzoñoso.

En cuanto pude, fui a la tumba de Jan Martense y cavé en vano donde había cavado antes. Un desprendimiento de tierra había borrado sin duda toda huella del pasadizo subterráneo, y la lluvia había cegado de tal modo la excavación que no me fue posible averiguar hasta dónde había ahondado el día anterior. Emprendí también una penosa caminata a la aldea donde había ardido la devastadora criatura, aunque encontré poca compensación a mi esfuerzo. En las cenizas de la desdichada choza descubrí varios huesos; pero evidente mente, ninguno pertenecía al monstruo. Los colonos dijeron que sólo había habido una víctima; pero esto me pareció una imprecisión, ya que además de un cráneo humano completo, encontré un fragmento óseo que parecía ser de otro cráneo en algún tiempo humano. Y aunque habían visto la rápida caída del monstruo, nadie fue capaz de describirme el aspecto de di cha criatura; quienes presenciaron el suceso decían simplemente que era un demonio. Examiné el gran ár bol donde se había posado, pero no vi huellas de ninguna clase. Traté de buscar algún rastro en la espesura del bosque, pero en esta ocasión no pude soportar la visión de aquellos troncos morbosamente grandes, ni de aquellas raíces que, como serpientes gigantescas, se retorcían perversamente antes de hundirse en la tierra.

Mi siguiente paso fue estudiar de nuevo con cuidado microscópico la aldea deshabitada que con más frecuencia había visitado la muerte, y donde Arthur Mun roe había visto algo que no pudo contar. Aunque mis estériles inspecciones anteriores habían sido extraordinariamente meticulosas, ahora teñía nuevos datos que comprobar; pues la macabra excavación de la fosa me había convencido de que al menos en una de sus fases, Ja monstruosidad había-sido una criatura del subsuelo. Esta vez, el 14 de noviembre, concentré mi búsqueda especialmente en las laderas de Cone Mountain y Maple Hill, que dominaban la desventurada aldea, prestando especial atención a la tierra desprendida del corrimiento que presentaba esta última elevación. Durante el registro de la tarde no saqué nada en claro; y empezaba a oscurecer cuando me encontraba en lo alto de Maple Hill contemplando la aldea, y la Montaña de las Tempestades, al otro lado del valle. Había habido una espléndida puesta de sol, y ahora salía la luna, casi llena, derramando su resplandor plateado sobre el llano, la ladera distante de la montaña, y los extraños montículos que se levantaban aquí y allá. Era un paisaje pacífico y arcaico; pero consciente de lo que se ocultaba en él, lo odié. Odié la luna burlona, el llano hipócrita, la montaña supurante, y aquellos montículos siniestros. Todo me parecía corrompido por un contagio abominable, e inspirado por una alianza nociva con poderes ocultos y anormales.

Luego, mientras contemplaba abstraído el panorama bañado por la luna, me llamaron la atención la singular disposición de determinados elementos topográficos de naturaleza. Aunque carecía de conocimientos sólidos de geología, me había sentido interesado desde el principio por las lomas y los extraños montículos de la región. Había observado que estaban diseminados por una zona bastante extensa alrededor de la Montaña de las Tempestades, aunque eran menos abundantes en la llanura que en la cumbre de dicha elevación, donde las prehistóricas glaciaciones encontraron sin duda menos resistencias a sus sorprendentes y fantásticos caprichos. Ahora, a la luz de aquella luna baja que proyectaba alargadas sombras espectrales, me di cuenta con gran sorpresa que los diversos puntos y líneas del conjunto de montículos guardaban una extraña relación con la cima de la Montaña de las Tempestades. Dicha cima era indudablemente el centro del que partían de manera indefinida e irregular las líneas o filas de puntos, como si la impía mansión Martense hubiese extendido unos tentáculos visibles de terror. La idea de semejan tes tentáculos me produjo un inexplicable estremecimiento, y dejé de analizar mis motivos para creer que estos montículos fueran fenómenos glaciares. Cuanto más lo pensaba, menos creía que fuesen tal cosa; y ante mi mente recientemente iluminada comenzaron a surgir grotescas y horribles analogías basadas en aspectos superficiales y en mi experiencia bajo tierra. Antes de que me diese cuenta, había empezado a balbucear palabras frenéticas e incoherentes, hablando conmigo mismo: «¡Dios mio!... Son toperas... ese condenado lugar debe de ser una colmena... cuantos... aquella noche en la mansión... cogieron a Bennett y a Tobey primero.., desde cada lado de donde estábamos. . . » Luego empecé a cavar frenéticamente en el montículo que tenía más cerca; cavé con desesperación, temblando, pero casi alborozado; cavé, y por último proferí un grito con insensata emoción, al descubrir un túnel o madriguera exactamente igual al que había explorado aquella noche demoníaca.

Después, recuerdo que eché a correr con la pala en la mano; fue una carrera horrible por el campo lleno de montículos iluminados por la luna y los escarpados precipicios cubiertos de bosque de las laderas; saltaba, gritaba y jadeaba, corriendo hacia la terrible mansión Martense. Recuerdo que cavé insensatamente por todo el sótano invadido de zarzas; cavé tratando de descubrir el núcleo y el centro del maligno universo de montículos. Y recuerdo también cómo me reí al dar con el pasadizo: el agujero que había en la base de la vieja chimenea, donde crecía la espesa maleza y arrojaba extrañas sombras a la luz de la única vela que casualmente llevaba encima. No sabía aún qué se ocultaba en aquella colmena infernal, en espera de que un trueno lo despertara. Habían muerto ya dos entidades; tal vez no quedaban más. Pero aún sentía en mí la ardiente de terminación de llegar hasta el más recóndito secreto del terror, que de nuevo me parecía definido, material y orgánico. Mi indecisión entre inspeccionar el pasadizo inmediatamente, solo, con mi linterna de bolsillo, o tratar de reunir un grupo de colonos para efectuar el registro, fue interrumpida un momento después por una súbita ráfaga de viento que me apagó la vela y me dejó completamente a oscuras. La luna había dejado de filtrar su resplandor a través de las grietas y aberturas que tema encima de mí, y con una sensación de alarma presagiosa oí que se aproximaba el rumor siniestro y significativo de una tormenta. Una confusa asociación de ideas se apoderó de mi cerebro, impulsándome a retroceder a tientas hacia el rincón más alejado del sótano. Mis ojos, sin embargo, no se apartaron un solo instante de la horrible abertura abierta en la base de la chimenea; y empecé a distinguir vagamente los ladrillos y la maleza, a medida que los lejanos relámpagos lograban traspasar la espesura exterior y filtrarse por las grietas de lo alto de las paredes. Cada segundo sentía que me consumía una mezcla de miedo y de curiosidad. ¿Qué haría surgir la tormenta... o quizá no quedaba nada ya que pudiese surgir? Guiado por el resplandor de un relámpago, me aposté tras un espeso matorral desde el que podía ver la abertura sin delatar mi presencia.

Si el cielo es misericordioso, algún día borrará de mi conciencia la escena que presencié y me dejará vivir mis últimos años en paz. Ahora ya no puedo dormir por la noche, y tengo que tomar narcóticos cuando truena. Aquello salió de pronto, inesperadamente; surgió un demonio, escabulléndose como una rata de los abismos profundos e inimaginables, un jadeo infernal y un gruñido ahogado; luego, del agujero de la chimenea irrumpió una vida multitudinaria y leprosa, un flujo nauseabundo, engendro nocturno de orgánica corrupción, más devastadoramente horrenda que los más ne gros conjuros de la locura y la morbosidad mortal. Bullía, hervía, se elevaba, borboteaba como una baba de serpientes, se contorsionaba al emerger del boquete, extendiéndose como un contagio séptico, manando del sótano hacia todas las salidas... desbordándose por el bosque maldito y tenebroso para derramar en él el pavor, la locura y la muerte. Sólo Dios sabe cuántos eran... miles quizá. Resultaba espantoso verlos brotar en esas cantidades a la luz intermitente de }os relámpagos. Cuando empezaron a disminuir lo suficiente como para poderlos distinguir como organismos separados, vi que eran como demonios o simios deformes, enanos y peludos; caricaturas monstruosas y diabólicas de la tribu de los monos. Eran espantosamente mudos; apenas se oyó un chillido cuando uno de los rezagados se volvió con la habilidad de una larga práctica, sació su hambre en un compañero más débil. Los demás se abalanzaron sobre los restos y los devoraron con babeante fruición. Acto se guido, a pesar de mi aturdimiento, efecto dé mi repugnancia y mi pavor, triunfó mi morbosa curiosidad; y cuando la última de las monstruosidades surgió viscosamente de aquel mundo inferior de desconocida pesadilla, saqué mi pistola automática y disparé, camuflando el estampido con los truenos.

Estridentes, escurridizas sombras torrenciales de vis cosa locura persiguiéndose por los interminables y sangrientos corredores de cielo púrpura y fulgurante... fantasmas informes y mutaciones calidoscópicas de un escenario macabro y recordado; bosques de robles monstruosos e hinchados cuyas raíces se retuercen como culebras y succionan el jugo abominable de una tierra hirviente de demonios caníbales; tentáculos que emergen a tientas de subterráneos núcleos, dotados de poliposa perversión... insanos relámpagos por encima de muros infernales cubiertos por una hiedra maligna y arcadas demoníacas ahogadas por una, vegetación fungosa... Bendito sea el cielo por haberme concedido el instinto que me guió inconsciente a lugares donde habitan los hombres: el pueblo pacífico que dormía bajo las plácidas estrellas de claros cielos. Al cabo de una semana me había recobrado lo bastante como para pedir de Albany una partida de hombres para que dinamitaran la mansión Martense y la Cima entera de la Montaña de las Tempestades, cegaran todas las madrigueras y talaran determinados árboles hinchados cuya mera existencia representaba un insulto a la cordura. Después de todo este trabajo, conseguí dormir un poco, aunque jamás me llegará el verdadero descanso mientras recuerde el abominable secreto del horror oculto., Me seguirá obsesionando; porque, ¿quién sabe si ha sido completa la exterminación, y si no existirán fenómenos análogos en el resto del mundo? ¿Quién, sabiendo lo que yo sé, puede pensar en las cavernas desconocidas de la tierra sin sufrir espantosas pesadillas ante las futuras posibilidades? No puedo asomarme a un pozo ni a una entrada de metro sin estremecerme... ¿por qué no me da el doctor algo que me haga dormir, o me calme de veras el cerebro cuando truena?

Lo que vi al resplandor de los relámpagos, tras dispararle al ser indescriptible, fue tan simple que casi transcurrió un minuto, antes de darme cuenta y caer en un estado de delirio. Era un ser nauseabundo, un gorila blancuzco e inmundo, de colmillos afilados y amarillentos y pelo enmarañado; el último producto de la degeneración mamífera; el resultado espantoso del aislamiento, la multiplicación y la alimentación caníbal en la superficie y en el subsuelo; la encarnación de todo lo que gruñe, de todo lo caótico que acecha temeroso detrás de la vida. Me había mirado al morir, y vi en sus ojos la misma extraña calidad de aquellos otros ojos que me habían mirado en el subsuelo, removiendo en mi interior brumosos recuerdos. Uno de los ojos era azul, y el otro castaño. Eran los ojos disimilares que la vieja leyenda atribuía a los Martense. Y en un asfixiante cataclismo de inexpresable horror, comprendí qué había sido de la desaparecida familia; la terrible casa de los Martense, enloquecida por las tormentas.  

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