(1927) La última prueba -Parte 1-

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   Poca gente conoce el trasfondo de la historia de Clarendon, o incluso que existe un secreto al que los periódicos no llegaron. Fue toda una sensación en San Francisco en los días anteriores al incendio, tanto por el pánico y la amenaza que lo acompañaron, como por su estrecha relación con el gobernador Dalton era el mejor amigo de Clarendon, y que más tarde se casó con la hermana de éste. Ni Dalton ni su esposa quisieron nunca comentar aquel penoso asunto, pero de algún modo los hechos trascendieron a un circulo restringido. Por esto, y porque el transcurso de los años ha conferido una especie de vaguedad e impersonalidad a los protagonistas, uno puede aún vacilar antes de investigar los secretos tan celosamente guardados hasta ahora. El nombramiento del Doctor Alfred Clarendon como director medico del penal de San Quintín en 189... fue acogido con el mayor entusiasmo en toda California. San Francisco tenía por fin el honor de albergar a uno de los mayores biólogos y médicos del momento, y las autoridades de más peso en patología de todo el mundo esperaban reunirse allí para estudiar sus métodos, aprovechar sus consejos e investigaciones y aprender cómo resolver sus problemas locales. California, de la noche a la mañana, podría convertirse en un foro médico de reputación e influencia mundiales.


El gobernador Dalton, ansioso de divulgar la noticia con todas sus connotaciones, hizo que la prensa diera amplia y digna cuenta de este nuevo nombramiento. Retratos del Doctor Clarendon y su nueva casa, cerca del viejo Goat Hill, reseñas de su carrera y variados honores, así como artículos de corte popular sobre sus notables descubrimientos científicos, fueron todos publicados en los principales diarios de California; hasta que pronto el público cayó en una especie de orgullo reflejo del hombre cuyos estudios sobre la epidemia de la India, la peste en China y toda clase de males semejantes, podría pronto enriquecer el mundo de la medicina con una antitoxina de revolucionaria importancia... una antitoxina base para combatir los principios febriles en su misma fuente y asegurar la conquista y eliminación final de la fiebre en sus diversas formas. Bajo este nombramiento se escondía una extensa y no poco romántica historia de temprana amistad, larga separación y dramático reencuentro. James Dalton y la familia Clarendon habían sido amigos y algo más, desde que la única hermana del doctor Georgina, fuera novia del joven Dalton, mientras que el mismo doctor había sido su íntimo asociado y casi su protegido en los días de instituto y universidad. El padre de Alfred y Georgina, un pirata de Wall Street a la antigua usanza, había conocido bien al padre de Dalton; tan bien, de hecho, que finalmente le había despojado de todas sus pertenencias durante una memorable pugna vespertina en la bolsa de valores. Dalton, padre, incapaz de recuperarse y deseando dar su único y adorado hijo el beneficio de su seguro de vida, se había saltado la tapa de los sesos; pero James no tenia deseos de venganza.

Eran, según él lo veía, los lances del juego, y no deseaba perjudicar al padre de la chica que ansiaba desposar y del precoz científico cuyo administrador y protector había sido en todo momento durante sus años de hermandad y estudio. En vez de eso, se volvió a las leyes, estableciéndose modestamente y, en su debido momento, pidió al viejo Clarendon la mano de Georgina. El viejo Clarendon le despachó sin contemplaciones, arguyendo que ningún abogado pobretón y advenedizo era apto para ser su yerno, y tuvo lugar una escena considerablemente violenta. James, diciendo por fin al ceñudo filibustero cuando debiera haberle dicho tiempo atrás, había dejado enfurecido la casa y la ciudad, y se vio embarcado, en el plazo de un mes, en la vida de California que habría de llevarle a la gobernación a través de multitud de luchas de camarillas y politiqueos. Su despedida de Alfred y Georgina fue sumaria, y no conoció nunca el colofón de la escena en la librería de los Clarendon. Por un día, se perdió la noticia de la mente por apoplejía del viejo Clarendon y, por perdérsela, cambió el curso de su propia carrera. No había escrito a Georgina en la década siguiente, sabiendo de la lealtad hacia su padre y esperando labrarse una fortuna y posición que pudiera remover todos los obstáculos enfrentados. No había enviado ni una palabra a Alfred, cuya calmada indiferencia en el rostro afligido y resignado tenía siempre resabios del destino asumido y de la autosuficiencia del genio. Firme ante las dificultades, con una constancia poco común entonces, había trabajado y ascendido pensando solo en el futuro; manteniéndose soltero y con total fe en que Georgina le aguardaría.

En esto Dalton no se equivocaba. Asombrándose quizás que ningún mensaje llegará. Georgina no mantuvo ningún romance excepto en sus sueños y esperanzas, y en el transcurso del tiempo encontraría ocupación en las nuevas responsabilidades nacidas del ascenso de su hermano a la fama. El desarrollo de Alfred no había desmentido la promesa de su juventud, y el delgado joven ascendido sosegadamente los peldaños de la ciencia, con una velocidad y constancia casi inquietante. Enjuto y austero, con quevedos de montura de acero y perilla castaña, el doctor Alfred Clarendon era una autoridad a los 25 años y una figura internacional a los 30. Descuidando los asuntos mundanos con la negligencia del genio, dependía enormemente del cuidado y las gestiones de su hermana, y se sentía secretamente agradecido que la memoria de James la hubiera alejado de otras alianzas más tangibles. Georgina guiaba los negocios y la casa del gran bacteriólogo, y se sentía orgullosa de sus esfuerzos en pro de la conquista de la fiebre. Llevaba pacientemente sus excentricidades, calmando sus ocasionales brotes de fanatismo y suavizando los roces con sus amigos que, ahora y entonces, nacían de su abierto desprecio por cuanto no fuera una ruda devoción a la pura verdad y su progreso. Clarendon era a veces, sin duda, irritante para la gente común, pues nunca se cansaba de despreciar el servicio a lo individual en contraste con el servicio a la humanidad en su conjunto, ni de censurar a los estudiosos que mezclaban vida domestica o intereses ajenos con sus objetivos de ciencia abstracta. Sus enemigos le acusaban de pelmazo, pero sus admiradores, respetando en el blanco velo de éxtasis al que se ceñía, quedaban casi avergonzados de haber mantenido otras metas o aspiraciones fuera de la divina esfera del puro conocimiento.

Los viajes del doctor eran largos y Georgina generalmente le acompañaba en los más cortos. Tres veces, no obstante, había él emprendido largas y solitarias expediciones a lugares extraños y distantes en sus estudios de fiebres exóticas y plagas casi fabulosas; ya que sabía que la mayoría de las dolencias de la tierra provenían de territorios desconocidos de la críptica e inmemorial Asia. En cada ocasión había retornado con curiosos recuerdos que añadir a la excentricidad de su casa, el menor de los cuales no era un amplio e innecesario plantel de sirvientes tibetanos, reclutados en alguna parte de Utsang durante un brote epidémico del que el mundo nada supo, pero en el cual Clarendon descubrió y aisló el bacilo de la fiebre negra. Esos hombres, más altos que la mayoría de los tibetanos y claramente pertenecientes a un grupo poco estudiado del extranjero, eran de una delgadez esquelética que hizo preguntarse a alguien si el doctor no habría tratado de simbolizar en ellos los modelos anatómicos de sus años de universidad. Su aspecto, con los flojos mantos de seda negra de los sacerdotes de Bonpa que él había elegido para ellos, era grotesco en grado sumo, y había tétrico silencio y envaramiento en sus movimientos que les prestaba un aire de fantasía, dando a Georgina la extraña y terrible sensación de haberse sumido entre las páginas de Vathek o Las Mil y una noches. Pero lo más pintoresco de todo era el factótum o ayudante clínico que Clarendon llamaba Surama y que había traído consigo tras una larga estancia en el norte de África, en la que había estudiado algunas extrañas fiebres intermitentes entre los misteriosos tuaregs del Sahara, cuya descendencia de la primitiva raza de la perdida Atlántida es un viejo rumor arqueológico. Surama, un hombre de gran inteligencia y de erudición al parecer inagotable, era tan insanamente flaco como los sirvientes tibetanos, de piel morena y apergaminada, tan tirante sobre su pelada calva y su rostro lampiño que cada línea del cráneo resaltaba con espantosa prominencia... un efecto de calavera acentuado y ardientes ojos negros, tan hundidos que comúnmente parecían ser sólo un par de oscuras cuencas vacías. Lejos del subordinado ideal, a despecho de sus facciones impasibles, parecía desdeñar el esfuerzo de ocultar las emociones que le embargaban. Al contrario, portaba una insidiosa atmósfera de ironía o diversión acompañada en ciertos momentos por una risa entre dientes, profunda y gutural, como la de una tortuga gigante que acaba de despedazar algún peludo animal y se repliega hacia el mar. Parecía ser de raza caucásica, pero no era posible clasificarle más exactamente.

Algunos amigos de Clarendon pensaban que era un hindú de alta casta, a pesar de su habla sin acento; aunque muchos pensaban como Georgina que lo aborrecía—, cuando dio su opinión que una momia de un faraón, milagrosamente resucitada, haría muy buena pareja con aquel sardónico esqueleto. Dalton, absorto en ascendentes batallas políticas y aislado de los intereses del Este por la particular autosuficiencia del viejo Oeste, no había seguido el meteórico ascenso de su antiguo camarada; Clarendon nada sabía de alguien tan lejano a su autoelegido mundo de ciencia como el gobernador. Dotados de independencia y aun de medios abundantes, los Clarendon habían habitado durante muchos años su vieja mansión de Manhattan en la calle 19 Este, cuyos fantasmas debían haber contemplado doloridos las extravagancias de Surama y los tibetanos. Entonces, dados los deseos de doctor de trasladar su base de observación médica, el gran cambio llegó súbitamente, y cruzaron el continente para llevar una vida de aislamiento en San Francisco, comprando el lóbrego y viejo edificio Bannister cerca de Goat Hill, enfrentado a la bahía, estableciendo su extraña corte en una enmarañada reliquia de diseño medio victoriano con techos franceses y ostentación propia de prospectores enriquecidos, alzada en mitad de campos cercados por altos muros—, en cada zona aún medio suburbana. El doctor Clarendon, aunque más satisfecho que en Nueva York, todavía sentía la falta de oportunidades para aplicar y probar sus teorías sobre la patología.

Poco mundano como era, nunca había pensado en utilizar su reputación como influencia para ganar nombramientos públicos; aunque más comprendía que sólo la jefatura médica de una institución gubernamental o benéfica — una prisión, hospicio u hospital le darían campo suficiente para completar sus investigaciones y hacer de sus descubrimientos algo de la mayor utilidad para la humanidad y la ciencia en general. Entonces se encontró casualmente con James Dalton una tarde en Market Street, cuando el gobernador abandonaba el Hotel Royal. Georgina le acompañaba y, en un instante, el reconocimiento elevó el dramatismo de la reunión. La ignorancia de sus mutuos progresos provocó amplias explicaciones e historias, y Clarendon se congratuló de descubrir que tenía a alguien tan importante por amigo. Dalton y Georgina, devorándose con los ojos, sintieron algo más que un rebrote de su antiguo amor, y una amistad revivió en aquel momento y lugar, llevándoles a frecuentes llamadas y a un progresivo aumento en el intercambio de confidencias. James Dalton supo de la necesidad de apoyo político de su antiguo protegido y, acorde con su papel protector del colegio y la universidad, trató de idear alguna forma de dar al Pequeño Alf la ansiada posición e influencia. Tenia, por supuesto, amplios poderes para nombrar, pero los constantes abusos y usurpaciones de los legisladores le obligaban a obrar con mayor discreción. A la larga, sin embargo, apenas 3 meses después de la repentina reunión, quedo vacante la dirección de la principal institución médica del estado.

Sopesando cuidadosamente todos los factores, sabedor que los logros y reputación de su amigo podían justificar las mayores recompensas, el gobernador se sintió capaz de actuar. Las Formalidades fueron pocas y el 8 de noviembre de 189..., el doctor. Alfred Schuyler Clarendon se convirtió en el doctor médico del penal del estado de California en San Quintín.


II.
En algo más, de un mes, las esperanzas de los admiradores del doctor Clarendon fueron ampliamente colmadas. Ciertos cambios radicales en los métodos dieron a la rutina médica del penal una eficiencia nunca antes soñada; y aunque los subordinados estaban algo celosos, se vieron obligados a admitir los mágicos resultados de la supervisión de un verdadero gran hombre. Enseguida llegó el momento donde los simples reconocimientos se transformaron en sincero agradecimiento por la providencial conjunción de tiempo, lugar y hombre; puesto que una mañana el doctor Jones acudió con rostro grave hasta su nuevo jefe para anunciarle el descubrimiento de un caso que no podía por menos que identificar como la misma fiebre negra cuyo germen Clarendon había encontrado y clasificado. El doctor Clarendon no mostró sorpresa, sino que continuó con el escrito que tenia delante.

-Lo sé -dijo simplemente-. Vi ese caso ayer. Me alegro que usted lo reconociera. Aísle a ese hombre, aunque no creo que esa fiebre sea contagiosa.

El doctor Jones, con opiniones propias sobre el contagio de la enfermedad, se alegró de la precaución, apresurándose en ejecutar la orden. A su regreso, Clarendon se levantó informándole que se haría cargo personalmente y en solitario del caso. Frustrado en su deseo de estudiar las técnicas y métodos del gran hombre, el médico subalterno observó a su jefe alejarse hacia el solitario pabellón donde había ubicado al paciente, más crítico que nunca hacia el nuevo régimen, desde que la administración desplazara a sus primitivas punzadas de celos. Llegando al pabellón, Clarendon entró apresuradamente, ojeó la cama y se volvió para ver cuan lejos había llevado al doctor Jones su obvia curiosidad. Luego, encontrando el corredor vacío, cerró la puerta y se volvió a examinar al paciente. El hombre era un convicto de un tipo particularmente repulsivo y parecía sufrir los agudos dolores de la agonía. Sus facciones estaban espantosamente contraídas, y las rodillas levantadas en la muda desesperación de la dolencia. Clarendon lo estudió de cerca, alzando los párpados fuertemente cerrados, tomando el pulso y la temperatura, y finalmente disolviendo una tableta en agua, forzando la solución a través de los dolientes labios. Poco después remitió el ataque, a tenor de la relajación del cuerpo y el retorno a la normalidad de la expresión, y el paciente comenzó a respirar con mayor facilidad. Entonces, frotando suavemente las orejas, el doctor hizo que el hombre abriera los ojos.

Había vida en ellos, puesto que se movían de lado a lado, aunque carecían del sutil fuego que solemos considerar reflejo del alma. Clarendon sonrío mientras observaba la paz que su ayuda había brindado, sintiendo tras de sí el poder de una ciencia todopoderosa. Hacía tiempo que había reconocido este caso y había arrebatado a la muerte su víctima con el trabajo de un instante. Otra hora y este hombre se hubiera ido... mientras que Jones había visto los síntomas durante días antes de descubrirlo y, aun así, no había sabido que hacer. La conquista del hombre sobre la dolencia, empero, no podía ser perfecta. Clarendon, asegurando a los medrosos presos de confianza que oficiaban como enfermeros que la fiebre no era contagiosa, lo lavó con alcohol, dejándole en cama; pero a la mañana siguiente se reveló como un caso perdido. El hombre había muerto pasada la medianoche en la mayor de las agonías, con tales gritos y rictus que colocaron a los enfermeros al borde del pánico. El doctor recibió tales noticias con calma usual, fueran cuales fuesen sus sentimientos científicos, y ordenó el entierro del paciente en cal viva. Luego, con un filosófico encogimiento de hombros, realizó su habitual ronda por la penitenciaría. 2 días después la prisión fue golpeada de nuevo. 3 Hombres cayeron enfermos al mismo tiempo y no pudo ocultarse el hecho que había una epidemia de fiebre negra. Clarendon, habiéndose adherido firmemente a la teoría del no-contagio, sufrió una seria merma de prestigio y tuvo el estorbo de la negativa de los enfermeros a atender a los pacientes. No poseían la devoción de aquellos dispuestos al sacrificio por la ciencia y la humanidad. Eran convictos, serviciales gracias a los privilegios que sólo así podían obtener, y cuando el precio se volvía muy alto preferían renunciar a ellos.

Pero el doctor seguía controlando la situación. Consultando con el alcaide y enviando mensajes urgentes a su amigo el gobernador, consiguió recompensas especiales y reducciones de condena para aquellos convictos que se prestaran a servicios de cuidados peligrosos, y con esté método obtuvo una nutrida cuota de voluntarios. Entonces estuvo listo para actuar y nada pudo debilitar su serenidad y determinación. Prestando una leve atención a los otros casos, pareció convertirse en alguien ajeno a la fatiga mientras se apresuraba de lecho en lecho por todo aquel inmenso y pétreo edificio de tristeza y maldad. Más de cuarenta casos se desarrollaron en otra semana y hubo que traer enfermeros de la ciudad. En esta etapa, Clarendon acudía raramente a su casa, durmiendo incluso en un camastro en la sección de los guardianes, entregándose siempre con su típico abandono en favor de la medicina y la humanidad. Entonces llegó el primer rumor de esa tormenta que estaba lista para convulsionar San Francisco. Surgieron las noticias, y la amenaza de la fiebre negra se extendió por la ciudad como una niebla procedente de la bahía. Periodistas expertos en la doctrina de "sensación ante todo" usaron su imaginación sin tapujos y se felicitaron cuando al fin pudieron descubrir un caso en el barrio mexicano al que un médico local quizás más ansioso de dinero que de verdad o del bienestar público diagnosticó como fiebre negra.

Fue la gota que colmó el vaso. Histéricos ante la idea que la muerte reptaba junto a ellos, las gentes de San Francisco enloquecieron en masa y se embarcaron en un histórico éxodo sobre el que pronto todo el país tendría cumplida cuenta. Transbordadores y botes de remo, vapores, falúas, trenes y teleféricos, bicicletas y carruajes, coches de motor y carros, todos fueron inmediatamente requisados para un frenético servicio. Sausalito y Tamalpais, al estar en la dirección de San Quintín, se unieron a la fuga, mientras que las zonas residenciales de Oakland, Berkeley y Alameda subieron sus precios a cotas fabulosas. Colonias de toldos brotaron por doquier e improvisados poblados bordeaban las atestadas carreteras del sur desde Millbrae a San José. Muchos buscaron refugio junto a amigos en Sacramento, mientras que el atemorizado remanente, obligado a permanecer por distintas causas, no tuvo más remedio que mantener las necesidades básicas de una ciudad casi muerta. Los negocios, excepto los de los matasanos con curas seguras y profilácticos contra la fiebre, decayeron rápidamente al punto de desvanecerse. Al principio, las tabernas ofrecían bebidas medicinales, pero pronto descubrieron que el populacho prefería ser timado por charlatanes de aspecto más profesional. En las extrañamente silenciosas calles, la gente escrutaba el rostro de los demás en busca de posibles síntomas de la plaga, y los tenderos comenzaron a rechazar más y más clientes, temiendo en cada parroquiano una fuente de contagio. La maquinaria legal y judicial comenzó a desintegrarse mientras los abogados y funcionarios sucumbían uno tras otro al impulso de huir. Incluso los médicos desertaron en gran número, invocando la mayoría la necesidad de vacaciones en las montañas y lagos del norte del estado. Escuelas y colegios, teatros y cafés, restaurantes y tabernas, fueron cerrando gradualmente sus puertas, en una sola semana, San Francisco cayó postrada e inerme, con sólo sus servicios de luz, electricidad y agua funcionando medio normalmente, con los periódicos drásticamente reducidos y una lisiada parodia de transporte mantenido por carros de caballos y cable.

Era el punto más bajo. No podía durar, puesto que el valor y las dotes de observación no habían desaparecido completamente y, antes o después, la falta de propagación de la epidemia de fiebre negra fuera de San Quintín se hizo innegable, a pesar de algunos casos de fiebres tifoideas en las insanas colonias suburbanas de tiendas de campaña. Los líderes y editores de la comunidad deliberaron y actuaron, movilizando a los mismos periodistas cuyas energías habían provocado en gran medida el problema, pero canalizando su "la sensación ante todo" a través de cauces más constructivos. Se publicaron editoriales y falsas entrevistas, hablando del completo control del doctor Clarendon sobre la dolencia, así como de la imposibilidad de su difusión fuera de los muros de la prisión. Su repetición y lenta circulación hicieron su trabajo, vigorosa corriente de retorno. Los doctores, de vuelta y tonificados por sus temporales vacaciones, comenzaron a acusar a Clarendon, diciendo al público que podían tratar la fiebre tan bien como él y censurándole el no haberla circunscrito al interior de San Quintín. Clarendon, según decían, había permitido más muertes de lo necesario. Cualquier principiante podía contener el contagio de las fiebres, y si este famoso científico no lo había hecho, era claramente porque buscaba, por motivos científicos, estudiar los efectos finales de la dolencia, antes que tratar adecuadamente a las víctimas y salvarlas. Esa política, insinuaban, podía ser bastante adecuada con los criminales convictos de una institución penal, pero no en San Francisco, donde la vida era aún una cosa preciosa y sagrada. Así opinaban, y los periódicos se congratularon de publicar todos los manifiestos, dado que la dureza de la campaña, donde el doctor Clarendon se vería obligado a intervenir, ayudaría a olvidar la confusión y restauraría la confianza entre el público.

Pero Clarendon no replicó. Simplemente sonreía, mientras su singular ayudante clínico, Surama, se consentía profundas y aviesas risas entre dientes. Estaba más tiempo en casa, por lo que los reporteros comenzaron a asediar la puerta del gran muro que el doctor había construido alrededor de su hogar, en vez de importunar a la oficina del alcaide de San Quintín. Los resultados, sin embargo, fueron igualmente pobres, dado que Surama construía un muro infranqueable entre el doctor y el mundo exterior... aun después que los reporteros accedieran a la finca. Los periodistas que alcanzaron el frontal edificio habían vislumbrado el pintoresco séquito de Clarendon y pergeñaron, tan bien como pudieron, una exagerada crónica sobre Surama y los extraños y esqueléticos tibetanos. Exageraciones, por supuesto, abundaron en cada nueva crónica, y el nuevo efecto de la publicidad era claramente adverso al gran médico. La mayoría suele odiar lo insólito, y multitudes que podrían haber perdonado la insensibilidad o la incompetencia estaban listas para condenar el grotesco gusto por el sarcástico asistente y los 8 orientales de atuendos negros. A Comienzos de enero un mozo del Observer especialmente tenaz trepó por el foso y el muro de ladrillo de 2 metros y medio hasta la propia finca Clarendon y se puso a indagar por los alrededores, ocultos del frontal por los árboles. Rápidamente, su cerebro despierto reparó en todo la rosaleda; las pajareras; las jaulas para animales donde toda suerte de mamíferos, desde monos a conejos de Indias, podían ser vistos y oídos; el sólido edificio clínico con ventanas de barrotes en la esquina norte de la propiedad y se dispuso a curiosear por el millar de pies cuadrados de la finca. Había un gran artículo en ciernes y podría haber escapado impune de no mediar los ladridos de Dick, el escandaloso y gigantesco San Bernardo de Georgina Clarendon. Surama, inmediatamente, cogió por el cuello al jovenzuelo antes que pudiera protestar, sacudiéndole como un terrier a una rata y arrastrándole entre los árboles hacia el terreno delantero y la puerta.

Las explicaciones ahogadas y las trémulas exigencias de ver al doctor Clarendon fueron inútiles. Surama se limitaba a reír entre dientes y arrastrar a su víctima. Repentinamente, un gran temor se apodero del apuesto escritorzuelo y comenzó a desear desesperadamente que la inhumana criatura hablara, sólo para demostrar que era de auténtica carne y sangre perteneciente a este planeta. Sufrió repetidas náuseas, y trató de no mirar aquellos ojos que sabía acechaban desde el fondo de las vacías cuencas negras. Pronto escuchó abrirse la puerta y se vio lanzado violentamente a través de ella; en un instante, volvió rudamente a los asuntos terrenales, al aterrorizado empapado y lleno de barro en la zanja que Clarendon había abierto alrededor de todo el muro. El miedo dio paso a la rabia cuando escuchó cerrarse la maciza puerta y se levantó chorreando, dispuesto a aporrear el prohibido portal. Luego, cuando se disponía a marcharse, escuchó un débil sonido tras él y, desde una pequeña tronera en la puerta, sintió los hundidos ojos de Surama y escuchó el eco de una voz profunda, riendo entre dientes de una forma que helaba la sangre. El joven, considerando quizás justamente que el maltrato había sido desmesurado, decidió vengarse de la familia responsable de ello. Resolvió preparar una falsa entrevista con el doctor Clarendon, supuestamente mantenida en el edificio de la clínica, en la que se cuidó de describir la agonía de una docena de enfermos de fiebre negra a los que su imaginación alineó en una fila de camastros. Su jugada maestra consistió en la descripción de un enfermo especialmente patético suplicando agua mientras el doctor mantenía un vaso del ansiado fluido justo fuera de su alcance, en un intento científico de desarrollar el efecto de una emoción tentadora sobre el desarrollo de la dolencia. Esta patraña fue seguida por párrafos de comentarios insidiosos, tan respetuosos que suponían doble veneno. Según el artículo, el doctor Clarendon era indudablemente el científico más grande y el mejor dotado del mundo, pero la ciencia no repara en el bienestar individual, y uno no puede tener enfermos graves a su cuidado y agravar su estado solamente para satisfacer a un investigador en sus ansias de verdad abstracta. La verdad es demasiado corta para eso.

En conjunto, el artículo era diabólicamente hábil, y consiguió horrorizar a 9 de cada 10 lectores, disponiéndoles contra el doctor Clarendon y sus supuestos métodos. Otros periódicos se apresuraron a copiar y aumentar sobre este asunto, redundando en el tema y comenzando una serie de falsas entrevistas que ampliaban el repertorio de fantasías infamantes. En ningún caso obstante, condescendió el doctor a ofrecer un desmentido. Carecía de tiempo que prestar a tontos y bribones, y se cuidaba poco del aprecio de una chusma necia a la que desdeñaba. Cuando James Dalton telegrafió su pesar y ofreciendo ayuda, Clarendon replicó con brusquedad casi ofensiva. No atendía a los ladridos de los perros ni se molestaría en amordazarlos. No deseaba agradecer a nadie por enredarlo en un asunto completamente fuera de lugar. Silencioso y contenido, continuó sus deberes con tranquilidad inquebrantable. Pero la chispa del joven reportero había prendido. San Francisco volvía a estar infectada, y esta vez más por la rabia que por el miedo. El juicio ponderado se convirtió en un arte perdido, y aunque no tuvo lugar un segundo éxodo, sobrevino un reino de vicio y desenfreno nacido de las pestes medievales. La ira se encendió contra el hombre que había encontrado la enfermedad y que trataba de contenerla, y un público tornadizo olvidó sus grandes servicios al conocimiento a la hora de avivar las llamas del resentimiento. Parecían, en su ceguera, odiarle a él personalmente y no a la plaga que había llegado a su ciudad batida por los vientos y usualmente saludable. Entonces el joven reportero, jugando con el fuego de Nerón que había encendido, añadió un colofón de su propia cosecha. Recordando las indignidades sufridas a manos del cadavérico clínico, preparó un magistral artículo sobre la casa y el personal del doctor Clarendon, con especial atención sobre Surama, cuyo sólo aspecto, proclamaba, era capaz de minar la salud de una persona y hacerle sufrir una especie de fiebre. Intentó pintar al enjuto reidor ridículo y terrible por igual, consiguiendo quizás mejor lo segundo y logrando que una marea de horror se alzara dondequiera que se pensase en la sola proximidad de la criatura. Recogió todos los rumores corrientes sobre el hombre, basándose en la insólita profundidad de su erudición, e insinuó solapadamente acerca de infames territorios de la secreta y ancestral África, donde el doctor Clarendon le había encontrado. Georgina, que seguía estrechamente los periódicos, se sintió abrumada y dolorida por tales ataques a su hermano; pero James Dalton, que visitaba asiduamente la casa, hizo todo lo posible por confrontarla. En esto era plenamente sincero, no sólo porque deseara consolar a la mujer que amaba, sino también, en alguna medida, por la total reverencia que siempre había sentido hacia el genio nato que había sido su íntimo compañero de juventud. Dijo a Georgina que la grandeza nunca podía evitar los dardos de la envidia, y citó la larga y triste lista de esplendidos cerebros aplastados por vulgares insidias. Los Ataques, remarcó, eran pruebas de toda la profunda eminencia de Alfred.

Aun así, le lastimaban igualmente replicó ella, más cuando yo sé que Al realmente sufre por ellas, aunque trate de demostrarse indiferente. Dalton besó su mano de una forma que entonces n o era desmesurada entre las gentes de buena cuna. Y me lastiman 100 veces más a mí, sabiendo que lo hacen contigo y con Al. Pero no importa, Georgia, ¡Permaneceremos juntos y triunfaremos sobre ellos! Así, sucedió que Georgina comenzó a confiar más y más en la firmeza de acero de aquel gobernador de mandíbula cuadrada que había sido su pretendiente de juventud, y más y más le mostraba sus temores. Los ataques de la prensa y la epidemia no lo eran todo. Había aspectos de la casa que no le gustaban. Surama, cruel tanto con hombres como con bestias, la llenaba de una repulsión indescriptible y no podía menos que sentir que constituía una amenaza vaga a indefinible para Alfred. Tampoco gustaba de los tibetanos, y encontraba muy peculiar que Surama fuera capaz de comunicarse con ellos. Alfred no le había contado quién o qué es Surama, explicando tan sólo a regañadientes que era más viejo de lo que comúnmente podía creerse y que atesoraba secretos y sufrido pruebas calculadas para convertirle en un colega de fenomenal valor para cualquier científico empeñado en desentrañar los misterios de la naturaleza. Espoleado por tales inquietudes, Dalton se convirtió en un visitante aún más asiduo de la casa de Clarendon, a sabiendas que su presencia disgustaba profundamente a Surama. El huesudo ayudante clínico solía mirarle airadamente desde el fondo de sus espectrales cuencas oculares cuando le recibía y, con frecuencia, tras cerrar la puerta cuando él se marchaba, reía monótonamente de una forma que le ponía la piel de gallina. Entretanto, el doctor Clarendon parecía ajeno a todo cuanto no fuera salvar su trabajo en San Quintín, adonde acudía cada día en su lancha... sólo a excepción de Surama, que timoneaba mientras el doctor leía o reunía sus notas. Dalton se congratulaba de esas ausencias regulares, por darle constantes oportunidades de renovar sus cortejos a Georgina. Cuando se quedaba más tiempo y encontraba a Alfred, sin embargo, los saludos de éste eran siempre efusivos, a desprecio de su reserva habitual. Con el tiempo, el compromiso entre James y Georgina seria una cosa hecha, y ambos esperaban sólo un momento propicio para hablar con Alfred. El gobernador, volcado en todas partes y por completo en su labor protectora, no regulaba esfuerzos en pro de su amigo. Tanto la prensa como el aparato burocrático sintieron su influencia, lo mismo que algunos científicos del Este, muchos de los cuales habían llegado a California para estudiar la plaga y el agente antifebril que tan rápidamente había aislado y perfeccionado Clarendon. Los doctores y biólogos, empero, no obtuvieron la información deseada., por lo que algunos partieron con muy mala impresión. No pocos de ellos escribieron artículos hostiles de Clarendon, acusándole de actitudes no científicas y ávidas de fama, e informando que ocultaba sus métodos por deseo, impropio de la profesión, de provecho personal. Otros, afortunadamente, fueron más liberales en sus juicios y escribieron entusiasmados acerca de Clarendon y su trabajo.

Habían visto a los pacientes y pudieron apreciar el modo maravilloso en que mantenía a raya la dolencia. Su búsqueda secreta de la antitoxina la encontraban justificable, puesto que su difusión pública, en una forma imperfecta, sería más nociva que benéfica. Clarendon mismo, al que muchos de ellos conocían con anterioridad, les impresionó más que nunca y no tuvieron reparos en compararle con Jenner, Lister, Koch, Pasteur, Metchnikoff y el resto de aquellos que habían dedicado toda su vida al servicio de la medicina patológica y la humanidad. Dalton se cuidó de suministrar a Alfred las revistas que hablaban bien de él, llevándolas en persona con la excusa de ver a Georgina. Éstas, no obstante, no producían demasiado efecto salvo una sonrisa desdeñosa, y Clarendon generalmente se las daba a Surama, cuyas risas entre dientes profundas, y turbadoras, al leer los artículos, tenían un estrecho paralelo con la propia diversión irónica del doctor. Un lunes por la tarde a principios de febrero, Dalton llamó con la intención de pedir a Clarendon la mano de su hermana. Georgina misma le dio acceso a la finca, y mientras caminaban hacia la casa, él se detuvo a acariciar al perrazo que saltaba amigablemente sobre su pecho. Era Dick, el mimado San Bernardo de Georgina, y Dalton se alegró de sentir que tenía el afecto de aquella criatura que tanto significaba para ella. Dick estaba alegre y excitado, y casi derribo al gobernador con su vigoroso empujón mientras daba un apagado ladrido, lanzándose por los árboles hacia la clínica. No desapareció entre ellos, sino que se detuvo y miró atrás, ladrando de nuevo sordamente, como si deseara que Dalton lo siguiera. Georgina, gustosa de obedecer los antojos de aquel perrazo juguetón, pidió a James ver qué buscaba, y ambos pasearon lentamente tras él, mientras éste trotaba aliviado hacia el fondo del patio, donde el perfil del edificio clínico se alzaba recortado contra las estrellas, sobre el gran muro de ladrillo. Contornos de luz interior festoneaban los bordes de las oscuras cortinas, por lo que supieron que Alfred y Surama estaban trabajando.

Repentinamente, desde el interior llegó un débil y ahogado grito de un niño... una lastimera llamada de "¡mamá, mamá!" ante la que Dick ladró, mientras James y Georgina se sobresaltaban visiblemente. Entonces Georgina rió, recordando las cotorras que Clarendon siempre guardaba para usos experimentales, y acarició la cabeza de Dick bien por perdonarle el susto que les había dado o para consolarlo del sobresalto que él mismo había recibido. Mientras volvían lentamente hacia la casa, Dalton mencionó su resolución de hablar con Alfred aquella tarde sobre su compromiso, y Georgina no tuvo inconveniente. Sabía que su hermano no gustaría de perder una gestora y compañera de plena confianza, pero creía que su afecto no pondría barreras en el camino de su felicidad. Más tarde, Clarendon entró en la casa con paso ligero y aspecto menos huraño de lo habitual. Dalton, viendo un buen presagio en aquella benigna disposición, se armó de valor cuando el doctor estrechó su mano con un jovial: Ah, Jimmy, ¿cómo va la política este año? Contemplo a Georgina, que se excusó quedamente, mientras los 2 hombres se enzarzaban en una charla sobre asuntos intrascendentes. Poco a poco, en mitad de multitud de recuerdos sobre sus pasados días de juventud, Dalton se acercó a su asunto; por último, planteó directamente la cuestión.

-Alf, deseo casarme con Georgina. ¿Tenemos tu consentimiento?

Observando atentamente a su viejo amigo, Dalton vio cruzar una sombra por su rostro. Los oscuros ojos relampaguearon por un instante, antes de velarse y volver a su acostumbrada placidez. ¡Por lo tanto, la ciencia o el egoísmo prevalecían ante todo! Me pides un imposible, James. Georgina no es la mariposa inconstante de hace años. Ahora tiene un sitio en el servicio de la verdad y la humanidad, y ese sitio está aquí. Ella ha decidido dedicar su vida a mi obra al gobierno de la casa que hace posible mi trabajo y no ha lugar a la deserción o el capricho personal. Dalton esperó para ver si había concluido. El fanatismo de siempre la humanidad contra el individuo, ¡y el doctor estaba dispuesto a arruinar la vida de su hermana! Luego trató de responder. Pero mira, Alf, ¿me dices que Georgina en particular es tan necesaria para tu trabajo que debes hacer de ella una mártir y una esclava? ¡Usa tu sentido de proporción, hombre! Tratándose de Surama u otro partícipe de tus experimentos, sería diferente; pero, en última instancia, Georgina no es para ti más que una gobernanta. Me ha prometido ser mi esposa y dice amarme. ¿Tienes derecho a apartarla de la vida que le corresponde? ¿Tienes derecho...?

-¡Basta, James! -El rostro de Clarendon se demudó palideciendo-. Si tengo o no derecho a regir mi propia familia, no es asunto de un extraño. Un extraño... puedes llamar a eso a un hombre que... Dalton casi se sofocó mientras la voz acerada del doctor le interrumpía nuevamente. Un Extraño a mi familia, y desde ahora un extraño a mi casa. ¡Dalton, tu atrevimiento ha ido demasiado lejos! ¡Buenas tardes, gobernador! Y Clarendon abandonó la estancia sin tenderle su mano. Dalton dudó un instante, casi sin saber qué hacer, y entonces llegó Georgina. Su rostro mostraba que había hablado con su hermano, y Dalton tomó impetuosamente sus manos. Bueno, Georgie, ¿tu qué dices? Temo que sea una elección entre Alf y Yo. Conoces mis sentimientos... sabes lo que sentía antes, cuando era tu padre el que estaba en contra. ¿Cuál es ahora tu respuesta?

Se detuvo y la mujer respondió lentamente. James, querido, ¿crees que te amo? Él asintió y oprimió expectante sus manos.

-Entonces, si me amas, tendrás que esperar un poco. No hagas caso de la rudeza de Alf. Acabará arrepintiéndose. No puedo contarte todo ahora, pero ya sabes lo preocupada que me siento... por la tensión de su trabajo, las críticas ¡y por las miradas y las risas de esa horrible criatura, Surama! Temo que se desmorone... sufre la tensión más de lo que alguien ajeno a la familia pudiera creer. Puedo verlo, porque lo he observado toda mi vida. Está cambiando, cediendo lentamente bajo sus obligaciones, y se arma de mayor brusquedad para ocultarlo. Entiendes lo que quiero decir, ¿verdad querido? Se detuvo, y Dalton cabeceó nuevamente, oprimiendo una de sus manos contra su pecho. Entonces, ella acabó. Prométeme ser paciente, querido. Debo permanecer junto a él. ¡Debo!, ¡Debo! Dalton no hablo por un tiempo, pero su cabeza se inclino en lo que parecía un gesto de reverencia. Había más de cristo en esa mujer entregada de lo que hubiera creído posible en un ser humano, y ante tanto amor y lealtad no podía acuciar. Las palabras de tristeza y despedida fueron sumarias, y James, cuyos ojos azules estaban empañados, apenas vio al enjuto ayudante clínico mientras la puerta de la calle se abría para él. Pero cuando se cerró de un portazo tras él, escucho aquel reír que helaba la sangre y que había llegado a reconocer tan bien, y supo que era Surama estaba allí, Surama, a quien Georgina había llamado el genio maléfico de su hermano. Alejándose con el paso firme, decidió estar vigilante y obrar a la primera señal de dificultades.

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