-Capitulo 4- Una mutación y una locura

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Durante la semana que sucedió a aquel memorable Viernes Santo, Charles Ward fue visto más a menudo que de costumbre. Continuamente transportaba gran cantidad de libros de su biblioteca al laboratorio del desván. Sus actos eran tranquilos y racionales, pero el aire furtivo que le rodeaba y la mirada extraña que se reflejaba en sus ojos inquietaron a su madre. Por otra parte, y a juzgar por los continuos recados que hacía llegar a la cocinera, se había despertado en él un apetito voraz.

El doctor Willett había sido informado acerca de los ruidos y acontecimientos de aquel memorable viernes, y al martes siguiente sostuvo una larga conversación con el joven en aquella biblioteca donde ya no vigilaban los ojos del retrato de Curwen. La entrevista, como de costumbre, no dio ningún resultado positivo, pero aun así Willett jura y perjura que Charles seguía, incluso en aquellos momentos, perfectamente cuerdo. Prometió revelar muy pronto el resultado de sus investigaciones y habló de montar su laboratorio en otra parte. Concedió muy poca importancia a la pérdida del retrato, hecho que al doctor no dejó de extrañarle dado el entusiasmo que le había producido su descubrimiento. Por el contrario, parecía hallar algo humorístico en aquel súbito desastre.

A la semana siguiente Charles comenzó a ausentarse de la casa durante largos períodos de tiempo y un día en que la vieja Hannah acudió a casa de los Ward para ayudar en la limpieza de primavera, habló de las frecuentes visitas que hacía el joven a la antigua mansión de Olney Court, donde se presentaba con una gran maleta y en cuya bodega efectuaba extrañas excavaciones. Siempre se mostraba muy generoso con ella v con el viejo Asa, pero parecía más preocupado que de costumbre, cosa que apesadumbraba a la anciana, que le conocía desde el día en que nació.

Otros informes acerca de sus andanzas llegaron de Pawtuxet, donde varios amigos de la familia le veían rondando con frecuencia desacostumbrada el embarcadero de Rhodes-on-the-Pawtuxet. El doctor Willett investigó la cuestión posteriormente y descubrió que la intención del joven había sido la de hallar una abertura en la cerca, abertura que le permitiera continuar hacia el norte por la ribera del río. Solía desaparecer en esa dirección y no volver hasta transcurridas muchas horas.

Un día del mes de mayo volvieron a producirse en el desván sonidos que respondían a la celebración de nuevos rituales, lo cual provocó un severo reproche por parte del señor Ward y vagas promesas de enmienda por parte de Charles. El incidente tuvo lugar una mañana y, al parecer, constituyó una repetición del imaginario coloquio que había tenido lugar aquel turbulento Viernes Santo. El joven discutía acaloradamente consigo mismo, como parecía indicar el hecho de que de pronto estallaran gritos en tonos diversos que sugerían una sucesión de preguntas y respuestas negativas, todo lo cual impulsó a la señora Ward a subir al tercer piso y aplicar la oreja a la puerta. Sólo pudo oír, sin embargo, unas cuantas palabras: «Debe permanecer rojo tres meses». Cuando llamó con los nudillos en la hoja de madera, los sonidos cesaron inmediatamente. Más tarde, al ser interrogado por su padre, Charles respondió que existían ciertos conflictos entre diversas esferas de la conciencia, conflictos que sólo podían subsanarse con una gran habilidad y que él trataría de trasladar a otro terreno.

A mediados de junio ocurrió un extraño incidente nocturno. Al atardecer se produjo una serie de ruidos en el laboratorio de la buhardilla, y a punto estaba el señor Ward de subir a investigar qué sucedía, cuando se restableció súbitamente el silencio. A medianoche, cuando la familia se había retirado ya a descansar y el mayordomo se disponía a cerrar la puerta de la calle, apareció Charles cargado con una voluminosa maleta e hizo señas al sirviente de que deseaba salir. El joven no pronunció una sola palabra, pero el mayordomo vio la expresión febril que reflejaban sus ojos y quedó profundamente impresionado. Abrió la puerta para que saliera el joven Ward, pero a la mañana siguiente presentó su renuncia a la señora. Dijo que había visto un brillo diabólico en los ojos del señorito Charles, que aquella no era forma de mirar a una persona honrada, y que no estaba dispuesto a pasar ni una sola noche más en aquella casa. La señora Ward le dejó marchar pero no concedió crédito a sus afirmaciones. Imaginar a Charles fuera de control aquella noche le era totalmente imposible, pues mientras había permanecido despierta había oído ruidos continuos en el laboratorio, sonidos como si alguien sollozara y paseara de un lado a otro, y suspiros que sólo hablaban de una gran desesperación. La señora Ward se había acostumbrado a auscultar los sonidos nocturnos, pues el profundo misterio que envolvía la vida de su hijo no la permitía ya pensar en nada más.

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