(1930) El que susurra en la oscuridad -Parte 2-

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– Capitulo 4 –

Los seres desconocidos, me escribía Akeley con una caligrafía cada vez más temblorosa, habían empezado a montar un cerco en torno a él con una determinación totalmente nueva. Los ladridos nocturnos de los perros cuando no había luna o apenas brillaba se habían vuelto espantosos, y ya se habrían producido intentos de atacarle en las solitarias carreteras por las que transitaba durante el día. El 2 de agosto, cuando se dirigía al pueblo en su coche, se encontró un tronco de árbol en medio del ca­mino en un lugar en que la carretera discurría por entre una frondosa arboleda; los furiosos ladridos de los dos grandes perros que le acompañaban le indicaron muy a las claras que alguno de aquellos seres debía estar me­rodeando por allí. No quería ni pensar lo que hubiese sucedido de no ser por los perros..., así que en lo su­cesivo no se atrevió a salir más sin dos ejemplares cuando menos de su fiel y poderosa jauría. Tuvo otros inciden­tes en la carretera los días 5 y 6 del mismo mes. En una ocasión un proyectil le pasó rozando el coche, y en otra los ladridos de los perros le advirtieron de peligros ocul­tos en el bosque.

El 15 de agosto recibí una desesperada carta que me intranquilizó mucho, hasta el punto de hacerme desear que Akeley dejase a un lado su pertinaz reticencia y acudiese a la justicia en busca de ayuda. En la noche del 12 al 13 se habían producido unos espantosos hechos:

Se oyeron varios disparos en el exterior de la granja, y tres de los doce grandes perros fueron encontrados muer­tos a la mañana siguiente. Por minadas se contaban las huellas de zarpas que había en el camino, y entre ellas podían verse las huellas humanas de Walter Brown. Ake­ley intentó telefonear a Brattleboro para que le enviasen más perros, pero la comunicación se cortó al poco de empezar a hablar. Posteriormente, se fue en coche a Brattleboro, en donde se enteró de que los instaladores de líneas telefónicas habían encontrado el cable principal cortado con suma limpieza en un lugar de las despobladas montañas al norte de Newfane. Pero Akeley se disponía a regresar a casa con cuatro nuevos y excelentes perros y varias cajas de munición para su rifle de repetición de gran calibre. La carta, escrita en la oficina de correos de Brattleboro, llegó a mis manos sin ningún retraso.

Mi actitud respecto a todo aquello había pasado en poco tiempo de un interés científico a otro personal y alarmista. Temía por Akeley en su remota y solitaria granja, e incluso albergaba temores por mi mismo a causa de todo lo que sabía en relación con el extraño caso de la montaña. Aquello trascendía toda lógica. ¿Acabaría también por absorberme y engullirme a mí? Al contestar a la carta de Akeley, le insté a que buscara ayuda, insi­nuándole que si no lo hacía él podría intentarlo yo. Le hablé de mi intención de ir a Vermont en persona a pesar de sus deseos en contra, y de ayudarle a explicar el caso a las autoridades competentes. Por toda contestación, em­pero, recibí un telegrama expedido en Bellows Falls y que decía así:

AGRADEZCO SU ATENCIÓN PERO NO PUE­DO HACER NADA. NO HAGA NADA PUES PODRÍA PERJUDICARNOS A AMBOS. ESPERE EXPLICACIÓN. HENRY AKELY.

Pero el asunto se complicaba cada vez más. Tras con­testar al telegrama, recibí una temblorosa nota de Akeley con la sorprendente noticia de que no sólo no había enviado el telegrama, sino que no le había llegado mi carta a la que aquél daba contestación. Tras apresura­das indagaciones en Bellows Falís se comprobó que el telegrama fue cursado por un extraño individuo de ca­bello color terroso y voz curiosamente pastosa y susu­rrante, y eso fue prácticamente todo lo que Akeley pudo sacar en claro. El funcionario de telégrafos le enseñó el texto original garrapateado a lápiz por el remitente, pero la caligrafía resultaba completamente desconocida. Se apreciaba un error en la firma A-K-E-L-Y, sin la segun­da E. Ciertas conjeturas eran, inevitables a partir de ahí, pero la crisis le había afectado de tal forma que no se paró a meditar al respecto.

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