(1931) En las montañas de la locura -Parte 4-

281 7 0
                                    

– Capitulo 10 –

Muchos nos juzgarán, quizá, tan insensibles como locos por haber pensado en el corredor del norte y el abismo casi inmediatamente. Pero podría asegurar que esos pen­samientos volvieron a nosotros sólo por una circunstan­cia específica y repentina que despertó toda una nueva se­rie de especulaciones. Habíamos vuelto a cubrir al pobre Gedney y estábamos allí, sin movernos, en una especie de muda estolidez, cuando tuvimos conciencia, por vez pri­mera, de aquellos sonidos. Eran los primeros que oíamos desde nuestro cruce de las montañas, donde el viento sil­baba entre las cimas. Aunque muy familiares, su presencia en este mundo remoto y muerto fue para nosotros más grotesca e inesperada que la de cualquier otro sonido ima­ginable, pues parecía perturbar todas nuestras nociones de un orden cósmico.

Si se hubiese tratado de aquel curioso silbido musi­cal que según Lake había que esperar de aquellas criaturas -y que creíamos oír en nuestra imaginación desde que habíamos dejado los horrores del campamento- nos ha­bría parecido que armonizaba diabólicamente con aquel decorado fabuloso. Una voz de otros tiempos hubiese es­tado en su lugar en aquel cementerio de otros tiempos. Este sonido, en cambio, alteró profundamente todas nuestras ideas, nuestra tácita aceptación de aquella región antártica como total e irrevocablemente desprovista de signos de vida normal. Lo que oímos no fue la llamada de un monstruo de la prehistoria, devuelto a la vida, luego de miles de años, por los rayos del sol. Era un grito irónica­mente normal, que habíamos oído ya muchas veces, y que nos estremecía oír aquí, donde no debía existir. Breve­mente, se trataba del grito ronco de un pingüino.

El apagado sonido venía de regiones subterráneas si­tuadas casi enfrente del corredor por donde habíamos llegado. La presencia de un ave acuática en ese mundo cuya superficie estaba uniformemente desprovista de vida sólo podía llevar a una conclusión; en consecuencia nuestro primer pensamiento fue el de verificar si aquel sonido era real. Se repetía, en verdad, continuamente, y a veces pare­cía venir de más de una garganta. Franqueamos una en­trada, considerablemente limpia de escombros, y volvi­mos a dejar detrás de nosotros unos trozos de papel, sacados esta vez con una rara repugnancia de uno de los sacos de los trineos.

Cuando la capa de hielo dio lugar a un montón de es­combros, vimos claramente unas curiosas marcas, y Dan­forth advirtió una cuya descripción es totalmente super­flua. El curso indicado por las voces de los pingüinos era precisamente el que el mapa y la brújula señalaban como más cercano al túnel del norte, y nos alegró descubrir que la ruta estaba libre de obstáculos y se encontraba al nivel del suelo. El túnel, según el mapa, partía de la base de una gran estructura piramidal que desde el aire, creíamos re­cordar, nos había parecido muy bien conservada. A lo largo del camino la linterna iluminaba la acostumbrada sucesión de bajorrelieves, pero no nos detuvimos a exami­narlos.

De pronto una forma blanca se alzó ante nosotros, y encendimos la segunda linterna. Es curioso, pero esta nueva búsqueda nos había hecho olvidar nuestros prime­ros terrores. Los que habían dejado los trineos en la torre circular podían volver en cualquier momento de su visita al abismo, y sin embargo su existencia no nos preocupaba. Este ser blanco y tambaleante tenía casi dos metros de alto, pero comprendimos en seguida que no era ninguna de las criaturas. Éstas eran más oscuras y grandes, y, se­gún los bajorrelieves, se movían de un modo rápido y segu­ro, a pesar de su curioso equipo de tentáculos. Durante un instante fuimos presas de un terror primitivo, casi peor que el que habíamos experimentado ante la existen­cia de los otros. En seguida, cuando la forma blanquecina se unió a dos seres de su especie, que lo llamaban ronca­mente desde un arco cercano, recobramos la calma. Pues se trataba sólo de un pingüino, aunque de una especie des­conocida, mayor que los pingüinos llamados reales.

Cuando nos encaminamos hacia la bóveda e ilumina­mos con nuestras linternas el indiferente grupo de los tres animales, comprobamos que eran todos albinos y de una especie desconocida y gigantesca. Su tamaño nos recordó algunos de los pingüinos arcaicos representados en las es­culturas, y pensamos en seguida que eran descendientes de la misma especie, y que sin duda provenían de una re­gión interior más cálida donde habían perdido toda pig­mentación y el uso de los ojos. Parecía indudable que su hábitat presente era el abismo, objeto de nuestra bús­queda, y la evidencia de que aquel refugio era aún habita­ble provocó en nosotros las más perturbadoras y curiosas fantasías.

LOVECRAFT: TODOS LOS RELATOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora