Kadath -Parte 4-

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La luz temblona de las nubes hacía el efecto de que se movían sus dobles cabezas mitradas; pero al seguir adelante, Carter vio levantarse de sus tocados sombríos unas formas cuyo movimiento no podía ser producto de la ilusión. Aquellas formas aladas se fueron agrandando por momentos, y el viajero comprendió que su peregrinación había llegado a su fin. No se trataba de pájaros o de murciélagos comunes en otros lugares de la tierra o en el país de los sueños, ya que eran más grandes que un elefante y tenían cabeza de caballo. Carter presintió que aquellos eran los pájaros shantaks de tenebrosa fama; y ya no tuvo duda sobre qué perversos guardianes e innominados centinelas hacían que los hombres evitasen el destierro rocoso de la región septentrional. Y cuando ya se detuvo resignado, miró por fin tras de sí y vio venir al achaparrado mercader de ojos oblicuos y mala fama, a horcajadas sobre un escuálido yak, a la cabeza de una borda repugnante de torvos shantaks cuyas alas aún se veían sucias del barro y el salitre de los pozos inferiores.

Aunque atrapado por las fabulosas pesadillas hipocéfalas y aladas que formaban a su alrededor un círculo diabólico, Randolph Carter no llegó a desmayarse. Aquellas quimeras espantosas se erguían gigantescas por encima de él. El mercader de ojos oblicuos desmontó de su yak y se plantó delante del prisionero con una sonrisa burlona. Entonces le hizo una seña para que subiera a lomos de uno de aquellos repugnantes shantaks; y le ayudó, al ver que trataba de vencer su repugnancia. Difícil resultó la tarea de subir, porque los pájaros shantaks, en vez de plumas, tienen escamas muy resbaladizas. Cuando Carter se hubo acomodado, el hombre de los ojos oblicuos saltó tras él, dejando que uno de los increíbles colosos voladores se llevara a su escuálido yak hacia el norte, en dirección al círculo de montañas esculpidas.

Lo que siguió fue un espantoso torbellino a través del espacio glacial. Hacia el este, volaron sin descanso en dirección a los desnudos flancos grises de aquellos picos infranqueables, tras los cuales dicen que se encuentra la meseta de Leng. Se elevaron muy por encima de las nubes, hasta que Carter vio por debajo de ellos las legendarias cumbres que las gentes de Inquanok jamás han contemplado, envueltas siempre en altísimos velos de niebla resplandeciente. Y las fue viendo desfilar con toda nitidez, y en lo más alto de sus picos descubrió unas cavernas que le recordaron las del monte Ngranek; pero renunció a hacer preguntas a su opresor, al darse cuenta de que estos parajes provocaban un miedo singular, tanto en él como en el hipocéfalo shantak, el cual voló nerviosamente, preso de una tensión extrema, hasta que las dejaron muy atrás.

El shantak descendió entonces, y bajo un dosel de nubes apareció una llanura gris y yerma donde se veían arder fuegos muy diseminados. Al bajar, pudieron descubrir de cuando en cuando alguna casita solitaria, de granito, y poblados de negra piedra cuyas minúsculas ventanas brillaban con pálida luz. Y de estas casas de campo y de estos poblados se elevaban unos sones agudos de flautas y horribles ritmos de crótalos, lo que corroboró inmediatamente la exactitud de los rumores que corrían entre las gentes de Inquanok. Los viajeros han escuchado tales ruidos y saben que provienen únicamente de esa región desierta y fría que las gentes sensatas jamás visitarán, de ese siniestro lugar de maldad y misterio que es la meseta de Leng.

Unas formas oscuras danzaban alrededor de las débiles hogueras, y Carter sintió curiosidad por averiguar qué clase de criaturas podían ser aquellas; las gentes normales no han estado nunca en Leng, y sólo han podido verse de lejos el resplandor de sus hogueras y sus casas de piedra. Aquellas formas saltaban con lentitud y torpeza, y se retorcían en contorsiones y movimientos sumamente desagradables de presenciar; así que Carter no se extrañó ya de la monstruosa perversidad que les atribuían las vagas leyendas, ni del miedo que suscitaban en todo el país de los sueños esta meseta helada y detestable. Al volar más bajo el shantak, la repugnancia que le inspiraban los danzantes se tiñó de cierta perversa familiaridad. El prisionero clavó los ojos en ellos y buscó en su atormentada memoria la clave que le indicara dónde había visto anteriormente parecidas criaturas.

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