(1930) El que susurra en la oscuridad -Parte 1-

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– Capitulo 1 –

Tened muy presente que en último término no pre­sencie ningún horror visual. Decir que una -conmoción mental fue la causa de lo que deduje -aquella última gota que me hizo salir a escape de la solitaria granja de Akeley y lanzarme, en plena noche, por las desoladas montañas de Vermont en un vehículo requisado—, no es sino querer ignorar los hechos más palmarios de mi experiencia final. No obstante las cosas tan fascinantes que tuve ocasión de ver y oír y la imborrable huella que en mí dejaron, ni siquiera hoy puedo afirmar si estaba o no equivocado por lo que respecta a mi horrible de­ducción. Ya que, después de todo, la desaparición de Akeley no prueba nada. No se encontró nada anormal en su casa a pesar de las huellas de proyectiles que había dentro y fuera de ella. Daba la impresión de que hubiera salido a dar una vuelta por las montañas y, por algún motivo desconocido, no hubiese regresado. No habla la menor indicación de que alguien hubiera pasado por allí, ni de que aquellos horribles cilindros y máquinas hubie­sen estado almacenados en el estudio. El hecho de que Akeley profesara un temor reverencial hacia las verdes y abigarradas montañas y los innumerables cursos de agua entre los que habla nacido y se habla criado, tampoco quería decir nada en absoluto, pues se cuentan por mi­llares las personas sujetas a tan morbosas aprensiones. La extravagancia, además, podía contribuir a explicar los extraños actos y recelos en que incurrió hacia el final.

Todo comenzó, por lo que a mí respecta, con las históricas, y hasta entonces jamás vistas, inundaciones de Ver­mont del 3 de noviembre de 1927. Por aquel entonces era yo, al igual que sigo siendo hoy, profesor de literatura en la Universidad de Miskatonic en Arkham, Massachu­setts, y un entusiasta aficionado al estudio del folklore de Nueva Inglaterra. Poco después de la inundación, entre los numerosos reportajes sobre calamidades, desgracias y auxilios organizados que llenaban las páginas de los pe­riódicos, aparecieron una serie de extrañas historias acer­ca de objetos que se encontraron flotando en algunos de los desbordados ríos. En ellas hallaron pie muchos de mis amigos para enfrascarse en curiosas polémicas, y acaba­ron recurriendo a mi confiando de que podría aclararles algo al respecto. Me sentí halagado al comprobar en qué medida se tomaban en serio mis estudios sobre el fol­klore, e hice lo que pude por reducir a su justo término aquellas infundadas y confusas historias que tan genuina mente parecían tener su origen en las antiguas supersti­ciones populares. Me divertía mucho encontrar personas cultas convencidas de que debía haber algo de misterioso y perverso en el fondo de aquellos rumores.

Las leyendas que atrajeron mi atención procedían en su mayor parte de lectores de periódicos, aunque una de aquellas increíbles historias tenía una fuente oral y a un amigo mío se la reprodujo su madre en una carta que le envió desde Hardwick, Vermont. Lo que se describía en ellas era en esencia lo mismo, aunque parecía haber tres variantes: una estaba relacionada con el río Winoski cerca de Montpelier, otra tenía que ver con el río West en el condado de Windham, allende Newfane, y una ter­cera se centraba en el Passumpsic, condado de Caledonia, al norte de Lyndonville. Desde luego, muchos de los ar­tículos hacían referencia a otros ejemplos, pero en úl­tima instancia todos ellos parecían reducirse a estos tres. En todos los casos los campesinos afirmaban haber visto uno o más objetos muy extraños y desconcertantes en las agitadas aguas que bajaban de las poco frecuentadas montañas, y había una acusada tendencia a relacionar aquellas visiones con un primitivo y semiolvidado ciclo de leyen­das tradicionales que los ancianos revivían para el caso en cuestión.

Lo que la gente creía ver eran formas orgánicas muy distintas de cualesquiera otras vistas con anterioridad. Naturalmente, en aquel trágico periodo, los ríos arrastra­ban muchos cadáveres de seres humanos. Ahora bien, quienes describían aquellas extrañas formas estaban total­mente convencidos de que no se trataba de seres huma­nos, a pesar de algunas aparentes semejanzas en tamaño y aspecto general. Tampoco, decían los testigos, podían ser las de ningún animal conocido en Vermont. Eran objetos rosáceos de un metro y medio de largo, con cuerpos revestidas de un caparazón provisto de grandes aletas dorsales o alas membranosas y varios pares de patas articuladas, y con una especie de intrincada forma elip­soide, cubierta con infinidad de antenáculos, en el lugar en que normalmente se encontraría la cabeza. Resultaba realmente curioso hasta qué punto coincidían los relatos de las diferentes fuentes, aunque en parte se explicaba por el hecho de que las antiguas leyendas, difundidas en otro tiempo por toda la montañosa comarca, aportaban un cuadro morbosamente vivido que podía muy bien teñir la imaginación de todos los testigos implicados. De lo que deduje que los testigos — todos ellos gentes sen­cillas e ingenuas de comarcas escasamente pobladas ha­bían vislumbrado los destrozados y abotagados cadáveres de seres humanos y animales domésticos en las turbu­lentas aguas, y el recuerdo latente de las antiguas le­yendas les habla llevado a revestir de atributos fantás­ticos a aquellos cadáveres dignos de la mayor compasión.

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