Yo, Karl Heinrich Graf von Altberg-Ehrenstein, capitán de corbeta de la Armada Imperial Alemana y al mando del submarino U-29, el día 20 de agosto de 1917, deposito esta botella y este informe en el océano Atlántico, en una situación que me es desconocida, pero que probablemente ronda los 20° de latitud norte y los 35° de longitud oeste, donde mi nave yace averiada en el fondo del océano. Llevo esto a cabo porque es mi deseo dar a la luz pública ciertos hechos insólitos; dado que seguramente no sobreviviré para entregar en persona estas noticias, ya que las circunstancias que concurren en torno a mí son tan amenazadoras como extraordinarias, e incluyen no sólo la avería fatal del U-29, sino incluso el flaquear de mi férrea voluntad germánica en una forma de lo más desastrosa.
En la tarde del 18 de junio, tal y como comunicamos por radio al U-61, que se dirigía a Kiel, torpedeamos al carguero británico Victory, que se dirigía de Nueva York a Liverpool, en latitud 45° 1G norte y longitud 28° 34' oeste, permitiendo a la tripulación embarcar en sus botes para obtener una buena filmación con destino a los archivos del Almirantazgo. El barco se hundió de forma bastante teatral, a pique por la proa, con la popa alzándose sobre las aguas hasta que todo el casco enfiló perpendicularmente hacia el fondo del mar. Nuestra cámara no perdió detalle, y me pesa que una película tan buena no pueda llegar a Berlín. Después hundimos a cañonazos los botes salvavidas y nos sumergimos.
Cuando emergimos, al ocaso, descubrimos el cuerpo de un marino en cubierta, aferrándose de una forma curiosa a la barandilla. El pobre hombre era joven, bastante moreno y muy agraciado; seguramente griego o italiano, y con certeza tripulante del Victory. Sin duda había buscado refugio en la misma nave que se había visto forzada a destruir la suya... una víctima más de la injusta guerra de agresión que los malditos perros ingleses llevan a cabo contra la patria. Nuestros hombres le registraron en busca de recuerdos y hallaron en su bolsillo una pieza de marfil sumamente extraña, tallada en forma de una cabeza juvenil coronada de laureles. El otro comandante, el teniente' Klenze, creía que aquello era muy antiguo y de gran valor artístico, por lo que se apropió de ella. Cómo había podido llegar a las manos de un vulgar marinero era algo que ninguno de los dos podía imaginar.
Al arrojar al muerto por la borda tuvieron lugar dos incidentes que perturbaron grandemente a la tripulación. Los hombres le habían cerrado los ojos, pero, al desprenderlo de la barandilla, éstos se abrieron, y muchos sufrieron la extraña ilusión de que miraban fijamente y en son de burla a Schmidt y Zimmer, que se hallaban inclinados sobre el cadáver. El contramaestre Müller, un hombre de edad al que le habría ido mejor de no ser un supersticioso rufián alsaciano, se alteró tanto por la impresión que estuvo observando el cuerpo en el agua, y jura que, tras sumergirse algo, colocó los brazos en la posición del nadador y se impulsó bajo las aguas hacia el sur. Tanto a Klenze como a mí nos desagradaron tales muestras de ignorancia campesina, y reprendimos severamente a los hombres, sobre todo a Müller.
Al día siguiente se creó un verdadero problema debido a la indisposición de varios miembros de la tripulación. Evidentemente, se veían aquejados por algún tipo de tensión nerviosa provocada por nuestro largo periplo, y habían sufrido malos sueños. Varios de ellos parecían aturdidos y obnubilados; y tras cerciorarme que ninguno de ellos fingía su debilidad, les relevé de sus funciones. El mar se hallaba bastante picado, así que bajamos a una profundidad donde las olas nos resultaran un problema menor. Allí permanecimos en una calma relativa, a pesar de la aparición de alguna corriente misteriosa de rumbo sur que no pudimos encontrar en nuestras cartas. Los gemidos de los enfermos resultaban positivamente fastidiosos, pero ya que no parecían desmoralizar al resto de la tripulación, nos abstuvimos de tomar medidas drásticas. Teníamos la intención de permanecer en aquella posición e interceptar al buque de línea Dacia, consignado en la información recibida de nuestros agentes de Nueva York.
A primera hora de la tarde salimos a la superficie y descubrimos la mar menos gruesa. El humo de un buque de guerra flotaba en el horizonte norte, pero la distancia a la que nos hallábamos y nuestra capacidad de inmersión nos mantenían a salvo. Lo que más nos preocupaban eran las habladurías del contramaestre Müller, que se hacían más estrafalarias al caer la noche. Se hallaba en un estado infantil, aborrecible, y farfullaba acerca de fantasías sobre cuerpos muertos flotando al otro lado de las portillas; cuerpos que le miraban fijamente, y que él, a pesar de lo hinchados que estaban, había reconocido por haberlos visto morir durante alguna de nuestras victoriosas hazañas germánicas. Y decía que su jefe era el joven hallado y arrojado al mar. Era algo grosero y anómalo, así que pusimos grilletes a Müller y mandamos que le dieran unos buenos latigazos. Los hombres no se mostraron muy conformes con tal castigo, pero la disciplina es fundamental. Incluso rechazamos la petición de un comité encabezado por el marinero Zimmer, que pedía que la curiosa cabeza tallada en marfil fuera arrojada al mar.
El 20 de junio, los marineros Bohm y Schmidt, que habían caído enfermos el día antes, se volvieron locos furiosos. Sentí que no hubiera ningún médico entre nuestros oficiales, ya que las vidas alemanas resultan preciosas, pero los constantes desvaríos de ambos acerca de una terrible maldición eran de lo más dañino para la disciplina, así que hubimos de tomar una decisión severa. La tripulación encajó este hecho de forma sombría, aunque eso pareció apaciguar a Müller, que de ahí en adelante no volvió a dar problemas. Le liberamos por la tarde y volvió en silencio a sus ocupaciones.
La semana siguiente estuvimos todos muy nerviosos, esperando al Dacia. La tensión creció con la desaparición de Müller y Zimmer, que sin duda se suicidaron víctimas de los temores que parecían atormentarlos, aunque nadie los vio en el instante de saltar al mar. Yo me sentía relativamente contento de librarme de Müller, ya que aun su silencio había afectado negativamente a la tripulación. Todos parecían dados ahora al silencio, como albergando secretos temores. Muchos estaban enfermos, pero ninguno había enloquecido. El teniente Menze, crispado por la tensión, se alteraba ante cualquier minucia... como, por ejemplo, un banco de delfines que merodeaba en número cada vez mayor en torno a U-29, o la creciente intensidad de esa corriente sur que no aparecía en ninguna de nuestras cartas.
A la postre se hizo evidente que se nos había escapado completamente el Dacia. Avatares así no son raros, y nos sentíamos más complacidos que defraudados, ya que ahora se nos ordenaba regresar a Wilhelmshaven. El mediodía del 28 de junio arrumbamos al noreste y, pese a algún enredo bastante cómico con la inaudita masa de delfines, nos pusimos en marcha.
La explosión en la sala de máquinas a las dos de la tarde nos pilló completamente desprevenidos. No se había descubierto ningún defecto de las máquinas o negligencia de los hombres; pero aun así, sin previo aviso, la nave se vio sacudida de punta a punta por una explosión colosal. El teniente Klenze se abalanzó hacia la sala de máquinas, descubriendo que el depósito de combustible y la mayor parte de la maquinaria estaba destrozada, asimismo los maquinistas Raabe y Schneider habían resultado muertos en el acto. En un instante nuestra situación se había vuelto crítica, ya que aunque los regeneradores químicos estaban intactos, y aunque podíamos usar los aparatos para emerger y sumergirnos, y abrir las escotillas mientras tuviéramos aire comprimido y batería, nos veíamos incapacitados para propulsarnos o pilotar el submarino. Buscar la salvación en los botes salvavidas significaba ponernos a nosotros mismos en manos de enemigos irracionalmente resentidos contra nuestra gran nación alemana, y nuestra radio había estado fallándonos desde que, debido al asunto del Victoria, nos pusimos en contacto con otro U-boat de la Armada Imperial.
Desde la hora del accidente hasta el 2 de julio derivamos constantemente hacia el sur, sin hacer ningún plan ni encontrar nave alguna. Los delfines todavía rodeaban el U-29, una circunstancia digna de reseñar, habida cuenta de la distancia recorrida. En la mañana del 2 de julio avistamos un buque de guerra que enarbolaba colores estadounidenses, y los hombres se agitaron deseosos de rendirse. Al final, el teniente Klenze hubo de usar su arma contra un marinero llamado Traube que incitaba a tal acto antigermánico con especial virulencia. Eso apaciguó de momento a la tripulación y nos sumergimos sin ser avistados.
Durante la tarde siguiente, una gran bandada de aves marinas llegó desde el sur y el mar comenzó a tornarse amenazador. Cerrando escotillas, aguardamos acontecimientos hasta comprender que debíamos sumergirnos o perecer entre las olas montañosas. La electricidad y la presión de aire menguaba, e intentábamos evitar cualquier uso innecesario de nuestros escasos recursos mecánicos; pero en este caso no había opción. No bajamos demasiado, y cuando la mar se calmó horas más tarde, decidimos retornar a la superficie. Aquí, no obstante, surgió un nuevo contratiempo, ya que la nave no respondió a nuestra guía, a pesar de todos los esfuerzos realizados por los mecánicos. Según cundía el pánico entre los hombres atrapados en esa prisión submarina, algunos de ellos comenzaron a murmurar contra la imagen de marfil del teniente Klenze, pero la visión de una pistola automática les aplacó. Tuvimos ocupados a los pobres diablos tanto como pudimos, trasteando entre la maquinaria, aunque bien sabíamos que todo eso era inútil.
Klenze y yo solíamos turnarnos para dormir, y durante mi periodo de sueño, sobre las cinco de la mañana M4 de julio, se desató abiertamente el motín. Los seis cerdos de marineros supervivientes, sospechando que estábamos perdidos, estallaron bruscamente en una furia maniaca, motivada por nuestro rechazo a rendirnos dos días antes al buque de guerra yanqui, y se sumieron en un delirio de improperios y destrucción. Rugían como los animales que eran, y rompían indiscriminadamente mobiliario e instrumental, vociferando sobre insensateces tales como la maldición de la imagen de marfil y el joven moreno muerto que nos miraba y se alejaba nadando. El teniente Klenze parecía paralizado e incapaz de respuesta, que es lo que cabría esperar de un renano blando y afeminado. Maté a los seis hombres, pues fue necesario, y me aseguré de que no sobreviviera ninguno.
Arrojamos los cuerpos a través de las escotillas dobles y nos quedamos a solas en el U-29. Klenze parecía muy nervioso y bebía en demasía. Yo estaba dispuesto a seguir con vida tanto como fuera posible, empleando el generoso depósito de provisiones y el suministro químico de oxígeno, que no habían sufrido de las locas payasadas de aquellos malditos puercos de marineros. Nuestras agujas, barómetros y otros instrumentos de precisión estaban destruidos, por lo que de ahí en adelante cualquier cálculo sería meramente estimado, basado en nuestros cronómetros, almanaques y la deriva estimada a juzgar por algunos objetos que podíamos atisbar a través de las troneras o desde la torreta. Por fortuna teníamos estibadas baterías capaces aún de largo uso, tanto por alumbrado interior como para empleo del foco. A menudo barríamos con éste alrededor de la nave, pero tan sólo veíamos delfines nadando paralelos a nuestro propio rumbo de deriva. Yo me sentía interesado desde el punto de vista científico en aquellos delfines, ya que aunque el Delphínus delphis común es un cetáceo incapaz de sobrevivir sin aire, observé durante cerca de dos horas a uno de esos nadadores y no lo vi abandonar en ningún momento su inmersión.
Con el tiempo, Klenze y yo llegamos a la conclusión de que seguíamos derivando hacia el sur, sumergiéndonos más y más. Reparando en la fauna y flora marinas, leímos mucho al respecto en los libros que yo me había llevado conmigo para los ratos de ocio. No pude evitar el observar, no obstante, la deficiente preparación científica de mi compañero. Su intelecto no era prusiano, sino dado a fantasías y especulaciones sin valor. La inminencia de nuestra muerte le afectaba de forma curiosa y con frecuencia hablaba arrepentido sobre los hombres, mujeres y niños que había enviado al fondo, olvidando que todo eso resulta noble para alguien que sirve al estado alemán. Al cabo comenzó a desvariar ostensiblemente, observando durante horas su imagen de marfil y tramando fantásticas historias acerca de cosas perdidas y olvidadas bajo el mar. A veces, a modo de experimento psicológico, azuzaba tales desvaríos para escuchar sus interminables citas poéticas y relatos acerca de barcos hundidos. Lo sentía de veras, ya que aborrezco ver sufrir a un alemán, pero no resultaba una buena compañía para morir. Por mi parte me sentía orgulloso, sabedor de que la patria honraría mi memoria y que mis hijos serían educados para ser hombres como yo.
El 9 de agosto vislumbramos el suelo del océano y, con el foco, lanzamos sobre él un potente rayo. Se trataba de una vasta planicie ondulante, cubierta en su mayor parte de algas y salpicado por las conchas de pequeños moluscos. Aquí y allá había fangosos objetos de formas inquietantes, festoneados de algas e incrustados de percebes, que Klenze supuso antiguos buques hundidos. Algo lo alteró; un pico de sólida materia, sobresaliendo del lecho del océano entorno a un metro, con alrededor de medio metro de ancho, lados planos y suaves superficies superiores que. convergían en ángulo sumamente obtuso. Yo dije que aquel pico debía tratarse de un afloramiento rocoso, pero Klenze creía haber visto tallas en su superficie. Tras un momento comenzó a temblar y apartó la vista como si tuviese miedo, aunque sin dar otra explicación de que se sentía sobrecogido ante las dimensiones, oscuridad, lejanía, antigüedad y misterio de los abismos oceánicos. Su cerebro estaba fatigado, pero yo soy siempre un alemán y no tardé en advertir dos cosas; una que el U-29 aguantaba admirablemente la presión del mar, y otra que los peculiares delfines seguían en torno nuestro, incluso a una profundidad donde la mayoría de los naturalistas consideran imposible la vida para organismo superiores. Parecía evidente que yo había sobrestimado nuestra profundidad, pero aun así estábamos lo bastante abajo como para que aquel fenómeno resultara notable. Nuestra velocidad de deriva hacia el sur, según lo medía por el suelo del océano, era más o menos la estimada mediante los organismos con los que nos habíamos cruzado en niveles superiores. A las tres y cuarto de la tarde del 12 de agosto, el pobre Klenze enloqueció completamente. Había estado en la torreta usando el reflector, antes de precipitarse en la biblioteca, donde yo estaba leyendo, y su rostro lo traicionó instantáneamente.
-¡Él nos llama! ¡Él nos llama! ¡Lo oigo! ¡Tenemos que acudir! -mientras hablaba cogió de la mesa la imagen de marfil, se la metió en el bolsillo y atenazó mi brazo en un intentó por arrastrarme escaleras arriba hasta la cubierta. En un momento comprendí que pretendía abrir la escotilla y lanzarse en mi compañía al exterior, una extravagancia suicida y asesina para la que yo no estaba preparado. Cuando retrocedí y traté de apaciguarlo se volvió aún más violento.
-Vamos ahora... no esperemos mas; es mejor arrepentirse y lograr el perdón que desafiar y ser condenado.
Entonces yo abandoné el intento de calmarlo y lo acusé de estar loco... loco de atar. Pero él se mantuvo inconmovible y gritaba:
-¡Si estoy loco, estoy de suerte! ¡Qué los dioses se apiaden del hombre que en su contumacia permanezca cuerdo hasta el fin! ¡Ven y enloquece ahora que él aún nos llama benevolentemente!
Aquel exabrupto pareció aliviar una presión en su mente, ya que al terminar se tornó más comedido, pidiéndome que le dejase ir solo en caso de no querer acompañarle. Mi obligación resultaba clara. Era un alemán, pero tan sólo un renano y un plebeyo, y ahora se había convertido en un loco potencialmente peligroso. Accediendo a su petición suicida me libraría en el acto de alguien que era más bien amenaza que compañía. Le pedí que me cediera la imagen de marfil antes de marcharse, pero tal petición despertó en él una hilaridad tan desaforada que no me atreví a insistir. Entonces le pregunté si deseaba dejar algún recuerdo o un mechón de cabello con destino a su familia en Alemania, por si se daba el caso de que yo fuera rescatado, pero de nuevo prorrumpió en esa extraña risa. Así que mientras él subía la escalerilla, yo acudí a las palancas y, guardando el pertinente intervalo, accioné la maquinaria que le envió a la muerte. Cerciorándome luego de que no se hallaba a bordo, dirigí el foco alrededor tratando de lograr un postrer vistazo, ya que deseaba comprobar si la presión del agua lo había aplastado, tal y como debiera teóricamente haber ocurrido, o si por el contrario el cuerpo no había sido afectado, tal y como sucedía con aquellos extraordinarios delfines. No logré, de todos modos, localizar a mi finado compañero, ya que los delfines se apelotonaban en gran número en torno a la torreta.
Esa tarde lamenté no haber cogido subrepticiamente la imagen de marfil del bolsillo del pobre Klenze en el momento en que me dejó, ya que el recuerdo de aquélla me fascinaba. Aun cuando no soy de temperamento artístico, no podía olvidar la cabeza hermosa, juvenil, con su corona de hojas. Sentía bastante no tener con quien conversar. Klenze, aun no estando a mi altura intelectual, era mucho mejor que nada. Esa noche no dormí bien, y me preguntaba cuándo llegaría exactamente el fin. Desde luego, tenía muy pocas posibilidades de ser rescatado.
Al día siguiente subí a la torreta y comencé la observación de costumbre con el foco. Hacia el norte el panorama era similar al de los cuatro días que habíamos tardado en alcanzar el fondo, pero noté que la deriva del U-29 resultaba menos rápida. Según paseaba el rayo por el sur, advertí que el suelo oceánico a proa tomaba un pronunciado declive y en algunos sitios aparecían bloques de piedra curiosamente regulares, dispuesto como respondiendo a alguna planificación. La nave no bajaba paralela al fondo oceánico, por lo que me vi obligado a ajustar el foco para lograr un haz lo más estrecho posible. Debido a la rapidez del cambio se desconectó un cable, lo que obligó a una pausa de varios minutos mientras lo reparaba; pero al fin la luz se proyectó, inundando el valle marino que tenía debajo.
No soy dado a emociones de ninguna especie, pero mi asombro fue mayúsculo al contemplar lo que había desvelado el resplandor eléctrico. Y sin embargo, estando empapado de la mejor Kultur prusiana, no debí asombrarme, ya que la geología y la tradición nos hablan sobre tremendas conmociones en áreas oceánicas y continentales. Lo que yo vi resultaba una extensa y elaborada panorámica de edificios en ruinas, todos construidos en una arquitectura magnífica aunque inclasificable, y en diversos estadíos de conservación. La mayor parte parecía de mármol, resplandeciendo blanquecino bajo los rayos del proyector, y el plano general resultaba el de una gran ciudad al fondo de un valle angosto, con gran número de templos y villas diseminados por las escarpadas laderas. Los tejados estaban caídos y las columnas rotas, pero aún conservaban un aire de esplendor inmemorialmente antiguo que nada podía opacar.
Enfrentado al fin con esa Atlántida que yo previamente consideraba un mito total, ahora era el más ávido de los exploradores. Alguna vez hubo un río en el fondo de ese valle, ya que mientras examinaba con más detenimiento el lugar, pude ver restos de puentes y diques de piedra y mármol, así como terrazas y terraplenes que una vez fueran verdes y gratos. En mi entusiasmo me volví casi tan tonto como el pobre Klenze y tardé un rato en advertir que la corriente de rumbo sur había por fin cesado, permitiendo al U-29 bajar lentamente sobre la ciudad submarina, tal y como un aeroplano desciende sobre una ciudad en las tierras emergidas. También tardé en percatarme de que el banco de insólitos delfines se había esfumado.
En un par de horas la nave fue a descansar sobre una plaza pavimentada cerca de la pared rocosa del valle. A un lado podía ver toda la ciudad descendiendo desde la plaza a la antigua orilla del río; al otro lado, en una sobrecogedora proximidad, descubrí la fachada ricamente ornamentada y en perfecto estado de conservación de un gran edificio, sin duda un templo excavado en roca viva. Tan sólo puedo conjeturar sobre la factura originaria de esa titánica construcción. La fachada, de inmensas dimensiones, cubre aparentemente una gran oquedad, ya que sus ventanas son multitud y están dispuestas por todos lados. En el centro bosteza un gran pórtico, al que se accede mediante una imponente escalinata, y se halla circundado por exquisitas tallas, semejantes a escenas de bacanales en relieve. Ante ellos se encuentran grandes columnas y frisos, ambos decorados con esculturas de belleza inexplicable, obviamente representando idílicas escenas pastorales y procesiones de sacerdotes y sacerdotisas portando extraños objetos ceremoniales en honor de un dios radiante. El arte es de la más asombrosa perfección, con concepciones impregnadas de helenismo, aunque curiosamente particulares. Emana una sensación de antigüedad tremenda, como si se tratase del más remoto y no del más cercano antecesor del arte griego. No tengo ninguna duda de que cada detalle de este masivo edificio fue labrado en la roca viva de nuestro planeta en la ladera de la colina. Es evidentemente parte de la muralla del valle, aunque cómo pudo ser el inmenso interior alguna vez excavado no puedo ni imaginarlo. Quizás su núcleo estuviese formado por una caverna o por una serie de ellas. Ni la edad ni su estado sumergido han corroído la prístina belleza de este sobrecogedor templo, ya que de un templo debe tratarse, y hoy, tras miles de años, reposa con todo su lustre e inviolado y en la noche y el silencio sin fin del abismo oceánico.
No puedo precisar el número de horas empleadas en la observación de la ciudad sumergida con sus edificios, arcos, estatuas y puentes, y el templo colosal repleto de belleza y misterio. Aunque sabía a la muerte próxima, me consumía la curiosidad, y paseaba alrededor el rayo del proyector en ansiosa búsqueda. El haz de luz me permitió llegar a conocer multitud de detalles, pero no pudo mostrarme nada más allá de la puerta tras la bostezante entrada al templo abierto en la roca, y al cabo del tiempo corté la corriente, sabedor de que necesitaba ahorrar energía. Los rayos resultaban ahora perceptiblemente más débiles de lo que fueran durante las semanas de deriva. Mi deseo de explorar los misterios acuáticos iba en aumento, como aguzado por la creciente atenuación de la luz. ¡Yo, un alemán, debía ser el primero en adentrarme en aquellos caminos olvidados por el tiempo!
Extraje y revisé una escafandra de profundidad, realizada en metal articulado, y probé la luz portátil y el regenerador de aire. Aunque resultaría problemático manipular a solas las dobles escotillas, me creía capaz de sobrepasar cualquier obstáculo gracias a mi capacidad científica, y caminar realmente en persona por la ciudad muerta.
ESTÁS LEYENDO
LOVECRAFT: TODOS LOS RELATOS
HorreurLa idea es abarcar ABSOLUTAMENTE TODO el contenido que tenga que ver con Howard Phillips Lovecraft y su horror cósmico (también se incluyen sus primeros relatos y el Ciclo onírico) Actualizado: 27/01/2018 ESTADO ACTUAL: 102/102 [COMPLETO] 1897 - 19...