(1929) El Montículo -Parte 2-

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  III.
Sobre su juventud en Luarca, un pequeño y plácido puerto del Cantábrico, Zamacona cuenta poco. Fue un muchacho problemático, el menor de sus hermanos, y había llegado a Nueva España en 1532, con tan sólo veinte años. De sensible imaginación, había escuchado fascinado los perennes rumores acerca de ricas ciudades y mundos desconocidos en el norte... y en especial el relato del franciscano Marcos de Niza, que volvió de un viaje en 1539 con ardientes historias sobre la fabulosa Cíbola y sus grandes ciudades amuralladas con casas de azoteas de piedra. Oyendo hablar de la proyectada expedición de Coronado en busca de tales maravillas —y de los aún mayores prodigios que se murmuraba que aguardaban más allá, en la tierra de los bisontes—, el joven Zamacona se las ingenió para formar parte de aquellos trescientos y partió con ellos hacia el norte en 1540. La historia da cuenta de tal expedición... cómo se descubrió que Cíbola era simplemente el mísero poblado Pueblo de Zuñi, y cómo De Niza fue enviado de vuelta a México, caído en desgracia por sus floridas exageraciones; cómo Coronado vio por primera vez el Gran Cañón y cómo en Cicuyé, en el Pecos, oyó de labios de un indio llamado El Turco hablar sobre la misteriosa tierra de Quivira, muy lejos hacia el noreste, donde el oro, la plata y los bisontes abundaban, y por donde fluía un río de dos leguas de anchura. Zamacona habla someramente de la estancia invernal en Tiguex, en el Pecos, y de la partida hacia el noreste en abril, donde el guía indígena demostró ser un falsario llevando a la expedición a extraviarse en una tierra de perros de la pradera, charcas salinas y errantes tribus cazadoras de bisontes. Cuando Coronado despachó al grueso de sus fuerzas y realizó su marcha final de cuarenta y dos días con un destacamento muy pequeño y selecto, Zamacona se las arregló para ser incluido en tal partida de reconocimiento. Habla del fértil país y de los grandes barrancos arbolados, visibles sólo desde el borde de sus escarpadas laderas, y de cómo todos los hombres se alimentaban exclusivamente de carne de bisonte. Y luego llegaba la mención a los límites más lejanos de la expedición... la presumible pero descorazonadora tierra de Quivira con sus pueblos de cabañas de hierba, sus arroyos y ríos, su suelo rico y negro, sus ciruelas, nueces, uvas y moras, así como sus campos de maíz y los atavíos de cobre de los indios. La ejecución de El Turco, el falso guía nativo, se comenta de pasada, y hay un comentario sobre la cruz que Coronado levantó en la ribera de un gran río en el otoño de 1541, una cruz que ostentaba la inscripción:

"Hasta aquí llegó el gran general, Francisco Vázquez de Coronado". Esta supuesta Quivira estaba sobre el paralelo 40 de latitud norte, y supe bastante más tarde que un arqueólogo de Nueva York, el doctor Hodge, la identificaba con el curso del río Arkansas por los condados de Barton y Rice, en Kansas. Ese era el antiguo hogar de los wichitas antes de que los siux los empujaran hacia el sur hasta lo que ahora es Oklahoma, y algunas de las aldeas de casas de hierba han sido encontradas y excavadas en busca de restos. Coronado realizó considerables exploraciones secundarias, llevado de acá para allá por los persistentes rumores sobre ricas ciudades y mundos ocultos que Insinuaban atemorizados los indios. Aquellos indígenas norteños parecían más temerosos y reacios a hablar sobre las supuestas ciudades y mundos que los indios mexicanos, aun que a la vez parecían más capaces de dar pistas certeras que los mexicanos, de haber querido u osado hacerlo. Sus imprecisiones exasperaron al jefe español, y, tras muchas búsquedas infructuosas, comenzó a castigar severamente a quienes le llevaban aquellas historias. Zamacona, más paciente que Coronado, encontró sumamente interesantes aquellos cuentos y aprendió lo bastante de la lengua local como para mantener largas conversaciones con un joven llamado Búfalo Acometedor, cuya curiosidad le había llevado hasta lugares mucho más lejanos de lo que sus compañeros de tribu habían osado penetrar.

Fue Búfalo Acometedor quien habló a Zamacona sobre los extraños portales de piedra, puertas o bocas de caverna existentes en el fondo de algunos de aquellos profundos y escarpados barrancos arbolados que la expedición había descubierto en su marcha hacia el norte. Aquellas aberturas, dijo, estaban casi ocultas por matorrales, y pocos las habían cruzado desde tiempos inmemoriales. Quienes los traspasaron, nunca volvieron... o en ciertas ocasiones lo hicieron locos o curiosamente mutilados. Pero todo aquello eran leyendas, ya que no se sabía de nadie que hubiera penetrado más allá de cierta distancia y que fuera recordado por los abuelos de los más ancianos. Búfalo Acometedor probablemente había ido más lejos que nadie y había visto lo bastante como para refrenar tanto su curiosidad como la sed del oro que se rumoreaba había allí. Más allá de la abertura por la que había penetrado, había un largo pasadizo corriendo anárquicamente arriba y abajo, y dando vueltas, cubierto de espantosos relieves de monstruos y horrores como jamás hombre alguno viera. Por fin, tras indecibles millas de giros y descensos, había un resplandor de terrible luz azul, y el pasadizo se abría a un impactante mundo inferior. Sobre esto, el indio no quiso hablar más, ya que lo que había visto bastó para hacerle retroceder apresuradamente. Pero las ciudades doradas debían estar en alguna parte allí abajo, añadió, y quizás un blanco con la magia del bastón de trueno podría alcanzarlas. No osaba hablar de ello con el gran jefe Coronado, ya que éste no quería escuchar más cuentos de indios. Sí... podía mostrar a Zamacona el camino si el blanco quería abandonar la expedición y aceptar su guía. Pero él no traspasaría la abertura con el blanco. Había mal allí.

El lugar estaba a unos cinco días de marcha hacia el sur, cerca de la región de los grandes túmulos. Éstos tenían algo que ver con el maligno mundo de allí abajo: probablemente eran antiguos y primitivos pasadizos hacia él, ya que los Antiguos de abajo tuvieron en tiempos colonias en la superficie y comerciaron con hombres de todos sitios, aun en las tierras que se hundieron bajo las grandes aguas. Fue al sumergirse tales tierras cuando los Antiguos se encerraron abajo, rehusando tratar con la gente de la superficie. Los refugiados de los lugares hundidos les habían dicho que los dioses de la tierra exterior estaban enemistados con la humanidad y que ningún hombre podría sobrevivir en la tierra exterior, a no ser que friera un demonio aliado a dioses malvados. Fue por eso que se aislaron de la gente de la superficie e hicieron cosas espantosas a quienes se aventuraron abajo, donde ellos moraban. Habían colocado centinelas en cada una de las aberturas, pero en el transcurso de las edades se hizo poco necesario. No había muchos que osaran hablar sobre los ocultos Antiguos, y las leyendas sobre ellos probablemente habían degenerado en ciertos recuerdos fantasmales sobre su esporádica presencia. Parecía que la infinita antigüedad de esas criaturas les había acercado extrañamente a las fronteras del espíritu, porque sus fantasmales emanaciones eran habitualmente frecuentes y vívidas. Así, la región de los grandes túmulos se veía aún convulsa por espectrales batallas nocturnas, remedos de aquellas que se habían producido en los días anteriores a que las aberturas se cerraran.

Los propios Antiguos eran medio fantasmas... de hecho, se decía que no envejecían mucho ni se reproducían, vacilando eternamente en un estado entre carne y espíritu. El cambio no era completo, empero, ya que necesitaban respirar. Era porque el mundo subterráneo necesitaba aire que los portales de los grandes valles no estaban bloqueadas como las aberturas-túmulo de la llanuras. Dichas puertas, añadía Búfalo Acometedor, estaban probablemente basadas en fisuras naturales de la tierra. Se murmuraba que los Antiguos bajaron al mundo desde las estrellas cuando éste era muy joven, y que habían construido sus ciudades de oro puro porque la superficie no era apta para su forma de vida. Ellos eran los antepasados de todos los hombres, aunque nadie podía conjeturar de qué estrella — o de qué lugar más allá de las estrellas— vinieron. Sus ocultas ciudades estaban aún repletas de oro y plata, pero los hombres harían mejor en dejarlos solos, a no ser que estuvieran protegidos por magias verdaderamente poderosas. Tenían bestias terribles, con leves trazas de sangre humana, sobre las que cabalgaban y a las que utilizaban para otros propósitos. Los seres, o eso se decía, eran carnívoros, y, como sus amos, gustaban de la carne humana; aunque los Antiguos ya no se reproducían, tenían una especie de clase esclava semihumana que también servia para alimentar a la población humana y animal. Había sido reclutada de forma muy extraña, y estaba complementada con una segunda casta de esclavos formada por cadáveres reanimados. Los antiguos sabían cómo convertir un cadáver en un autómata que podía durar casi indefinidamente y hacer alguna clase de trabajo dirigidos por órdenes mentales. Búfalo Acometedor dijo que toda la gente había llegado a comunicarse por medio de pensamientos puros: habían hallado, según pasaban eones de descubrimientos y estudios, la comunicación verbal rústica e innecesaria excepto para ritos religiosos y expresiones emocionales. Adoraban a Yig, el gran padre de las serpientes, y a Tulu, el ser con cabeza de pulpo que les había guiado desde las estrellas, y aplacaban a estas odiosas monstruosidades por medio de sacrificios humanos ofrendados de curiosas formas que Búfalo Acometedor no osó describir.

Zamacona quedó embelesado por el relato del indio, y resolvió inmediatamente aceptar su guía hacia el críptico portal del barranco. No creía en los detalles sobre extraños poderes atribuidos por la leyenda al pueblo oculto, ya que su experiencia en la expedición había sido una constante decepción de los mitos nativos sobre tierras desconocidas; pero sintió que algún territorio bastante maravilloso de riquezas y aventuras podía, no obstante, esconderse más allá de los pasadizos subterráneos extrañamente tallados. Al principio, pensó persuadir a Búfalo Acometedor para que contara su historia a Coronado ofreciéndole su amparo contra cualquier efecto del escepticismo del irritable jefe— pero más tarde decidió que una aventura en solitario sería mejor. Si no contaba con ayuda, no tendría que repartir lo encontrado y quizás podría convertirse en un gran descubridor y propietario de inmensas riquezas. Un éxito que le haría una figura más grande que el mismo Coronado... quizás un personaje más grande que nadie en Nueva España, incluso que el poderoso virrey don Antonio de Mendoza. El 7 de octubre de 1541, estando próxima la medianoche Zamacona abandonó el campo español anexo a la población de casas de hierba y se reunió con Búfalo Acometedor para el largo periplo rumbo al sur. Viajó tan ligero como le fue posible, sin su pesado casco ni peto. De los pormenores del viaje, el manuscrito habla muy poco, pero Zamacona registra su llegada al gran barranco el 13 de octubre. El descenso por la ladera densamente arbolada no llevó mucho, y, aunque el indio tuvo problemas para localizar la entrada oculta tras la maleza, el Jugar finalmente apareció. El portal era una abertura angosta formada por monolíticas jambas y dintel de arenisca, y ostentaba signos de tallas recientemente borradas, ya indistinguibles. Su altura era de quizás metro y medio, y su anchura no más de noventa centímetros. Había oquedades en las jambas que indicaban la existencia antaño de una puerta con goznes, pero cualquier otro resto había desaparecido hacía mucho tiempo.

Ante esa boca negra, Búfalo Acometedor mostró considerable temor y abandonó sus suministros apresuradamente. Había provisto a Zamacona de un buen acopio de antorchas resinosas y provisiones, y le había guiado honestamente y bien, pero rehusó acompañarle en la aventura que les esperaba delante. Zamacona le dio las joyas que había guardado para una ocasión así y obtuvo su promesa de volver a la región en un mes; más tarde le mostró el camino del sur hacia las aldeas de los pueblos del Pecos. Una prominente roca, en la llanura sobre éstos, fue elegida como lugar de reunión; quien primero llegara acamparía hasta que el otro pudiera alcanzarle. En el manuscrito, Zamacona se interroga pensativamente sobre cuánto aguardaría su vuelta el indio, ya que él mismo nunca pudo hacerlo. En el último momento, Búfalo Acometedor trató de disuadirle de sumirse en la oscuridad, pero pronto vio que era inútil y esbozó una estoica despedida. Antes de encender su primera antorcha y cruzar el umbral con su abultado fardo, el español observó la enjuta figura del indio trepando apresuradamente, y bastante aliviado, por entre los árboles. Era el fin de su último lazo con el mundo, aunque él no sabía que nunca volvería a ver a un ser humano — en el verdadero sentido del término— de nuevo. Zamacona no sintió una inmediata premonición de maldad tras cruzar el ominoso portal, aunque desde el principio se vio sumergido en una extraña e insalubre atmósfera. El pasadizo, ligeramente más alto y ancho que la abertura, era durante muchos metros un túnel nivelado de ciclópea albañilería, con desgastadas losas bajo sus pies y bloques de granito y arenisca grotescamente tallados en los lados y el techo. Las tallas debieron ser espantosas y terribles a juzgar por la descripción de Zamacona, y, según parece, la mayoría de ellas giraban alrededor de los monstruosos entes Yig y Tulu. No se parecían a nada que el aventurero hubiera visto antes, aunque añadía que la arquitectura de los nativos de México era, en el mundo exterior, lo más similar. Tras de alguna distancia el túnel comenzaba a descender abruptamente, e irregular roca natural apareció por todos lados. El pasadizo parecía sólo parcialmente artificial, y las decoraciones estaban limitadas a ocasionales escenas con impactantes bajorrelieves. Siguiendo un interminable descenso, cuyo desnivel creaba a veces grave peligro de resbalar y caer, la dirección del pasadizo se volvió sumamente errática y sus contornos variaban. A veces se estrechaba hasta una hendidura o se hacía tan bajo que era necesario detenerse y aun reptar, mientras que en otras ocasiones se ampliaba hasta desembocar en grandes cuevas o series de cuevas. Ciertamente, había muy pocas obras humanas en esa parte del túnel, aunque ocasionalmente un siniestro mural de jeroglíficos tallados en el muro, o un pasadizo lateral bloqueado, recordaban a Zamacona que esto era realmente el camino olvidado por los eones hacia un primordial e increíble mundo de seres vivientes.

Durante tres días, según sus cómputos, Pánfilo de Zamacona avanzó arriba, abajo, adelante o dando vueltas, pero predominantemente hacia abajo, hacia esa oscura región de la noche paleogénica. En una ocasión, escuchó cómo algún Ignorado ser de las tinieblas se ale jaba de su camino correteando o aleteando, y en otra ocasión medio vislumbró un gran ser albino que le hizo estremecerse. La calidad del aire era habitualmente tolerable, a pesar de les fétidas zonas donde a cada paso se veía sumido, lo mismo que les grandes cavernas de estalactitas y estalagmitas provocaban una deprimente humedad. Esto último, como Búfalo Acometedor había advertido, obstruía bastante seriamente el camino, ya que los depósitos calizos de eras habían construido nuevos pilares en el camino de los primordiales habitantes del abismo. El indio, no obstante, había pasado a través de ellos rompiéndolos, por lo que Zamacona no encontró impedimentos a su viaje. Había un inconsciente alivio en el hecho de que alguien del mundo exterior hubiera estado allí antes... y la minuciosa descripción del indio había tocado les fibras de la sorpresa y lo inesperado. Además, el conocimiento de Búfalo Acometedor sobre el túnel le habían llevado a abastecerle de antorchas para la ida y la vuelta, conjurando el peligro de extraviarse en la oscuridad. Zamacona acampó dos veces, encendiendo un fuego cuyo humo fue despejado por la ventilación natural. Durante lo que creyó finales del tercer día — aunque su fabuloso sentido del tiempo no era siempre tan digno de confianza como él supone—, Zamacona encontró los prodigiosos descenso y consiguiente ascenso que Búfalo Acometedor había ubicado en la última fase del túnel. Como en el primer tramo, se veían marcas de mejoras artificiales, y a veces el empinado talud era salvado por tramos de escalones toscamente tallados. La antorcha perfilaba cada vez más las monstruosas tallas de los muros, y finalmente el fulgor resinoso pareció mezclarse con una débil luz que aumentaba según Zamacona ascendía el último trecho descendente. Al cabo, cesó el ascenso, y un nivelado pasadizo de albañilería artificial con oscuros bloques de basalto le llevó directamente hacia adelante. No hubo entonces necesidad de antorchas, ya que todo el aire brillaba con una radiación azulada y casi eléctrica que relumbraba corno una aurora. Era la extraña luz del mundo interior que había descrito el indio... y, en el instante siguiente, Zamacona salió desde túnel a una estéril y rocosa ladera que ascendía sobre él hasta un hirviente e impenetrable cielo de fulgores azulados y descendía vertiginosamente hacia una aparentemente ilimitada llanura velada de bruma azul.

Por fin había llegado al mundo desconocido, y de su manuscrito se deduce que escrutó el informe paisaje tan orgullosa y exaltadamente corno su compatriota Balboa contempló el recién descubierto Pacífico desde aquella inolvidable punta de Darién. Búfalo Acometedor había vuelto sobre sus pasos en este punto, espoleado por el miedo a algo que sólo podía describir vaga y evasivamente corno un rebaño de maligno ganado, ni caballo ni búfalo sino más bien como los seres que los espíritus del túmulo cabalgaban de noche... pero Zamacona no podía detenerse ante tales bagatelas. A pesar del miedo, se sintió colmado por un extraño sentimiento de gloria, ya que tenía suficiente imaginación corno para saber lo que significaba el estar sólo en un inexplicable mundo inferior cuya existencia no sospechaba ningún otro hombre blanco. El suelo de la gran ladera que se remontaba sobre su cabeza y descendía bajo sus pies era de un gris oscuro, cubierto de rocas, sin vegetación, y de origen probablemente basáltico, y con una factura ultraterrena que le hacía sentirse como un invasor en un planeta extraño. La vasta y distante llanura, centenares de metros más abajo, no mostraba trazas que pudiera distinguir, ya que aparecía ampliamente velada por un vapor azulado e hirviente Pero más que ladera o llanura o nube, el fulgurante cielo de un luminoso azul impresionó al aventurero con una sensación de supremo misterio y asombro. Qué había creado aquel cielo en el interior de un mundo, él no podía decirlo, aunque sabía de las luces del norte e incluso las había visto una o dos veces. Concluyó que esta luz subterránea era un pariente lejano de la aurora, un punto de vista que los modernos pueden aprobar, aunque parece más probable que ciertos fenómenos radiactivos puedan estar implicados en el asunto. A espaldas de Zamacona, la boca del túnel que había recorrido bostezaba oscuramente, enmarcada por un zaguán de piedra muy parecido al que había cruzado en el mundo superior, excepto que era de basalto negro grisáceo en vez de arenisca roja. Había odiosas esculturas, aún en buen estado de conservación y quizás acordes con aquellas otras del portal exterior que el tiempo había desgastado. La ausencia de erosión allí indicaba un clima seco y templado; de hecho, el español casi comenzó a notar la deliciosa estabilidad de temperatura que caracteriza al aire del interior del norte. En las jambas de piedra había trabajos que indicaban la antigua presencia de bisagras, pero no había restos de puerta o portón. Sentándose para descansar y pensar, Zamacona aligeró su bulto, apartando comida y antorchas suficientes como para llevarle de vuelta por el túnel. Luego procedió esconderlos en la abertura, bajo un montón de piedras formado apresuradamente con los fragmentos rocosos que había por doquier. Después, reajustando su aligera do bagaje, comenzó el descenso hacia la distante llanura, preparándose para invadir una región en la que ningún ser viviente de la tierra exterior había penetrado en un siglo o más, y que el hombre blanco jamás había pisado, y de la que, si las leyendas eran ciertas, ninguna criatura orgánica había regresado jamás cuerda.

Zamacona se encaminó con paso vivo por la empina da e interminable cuesta; sus progresos eran entorpecidos a veces por resbalones causados por fragmentos de rocas sueltos o por la excesiva pendiente. La distancia a la llanura envuelta en brumas debía ser enorme, ya que muchas horas de andar no le dejaron más cerca, aparentemente, de lo que había estado, Sobre él, se alzaba la gran cuesta ascendiendo hacia un brillante mar aéreo de azulados fulgores. El silencio era total, por lo que sus pisadas y la caída de piedras que hacía rodar resonaban en sus oídos con pasmosa claridad. Aproximadamente al mediodía, descubrió por primera vez las anormales huellas que le hicieron pensar en las terribles insinuaciones de Búfalo Acometedor, su precipitada huida y el terror que le perduraba de forma tan extraña. La naturaleza del suelo sembrado de rocas presentaba pocas oportunidades para huellas de ningún tipo, pero un lugar de bastante desnivel había propiciado la perdida de detritos que se acumulaban en una cresta, dejando una considerable área de tierra gris negruzca absolutamente desnuda. Allí, en una entremezclada confusión que indicaba el amplio deambular sin objeto de un gran rebaño, Zamacona encontró las extrañas pisadas. Cuánto atemorizó esto al español puede deducirse de sus posteriores insinuaciones sobre las bestias. Describe las pisadas como «ni pezuñas, ni manos, ni pies, y no exactamente garras... no lo bastante para que esto provoque alarma». Porque cuánto tiempo hacía que estuvieron los seres allí, no era fácil de colegir. No había vegetación visible, por lo que el forrajeo estaba fuera de cuestión; pero, por supuesto, si las bestias eran carnívoras podían haber estado cazando pequeños animales cuyos rastros ocultarían los suyos propios. Mirando hacia atrás, desde este lugar a las alturas, Zamacona creyó detectar indicios de un gran y tortuoso camino que una vez habría llevado desde la boca del túnel a la llanura. La visión de que este primitivo camino sólo era posible gracias a una amplia vista panorámica, ya que la acumulación de fragmentos rocosos caídos lo había obstruido hacia mucho tiempo, pero el aventurero no pudo tener la certeza de que hubiera existido realmente Probablemente, no había sido una gran ruta pavimentada, ya que, por el pequeño túnel del que partía, más parecía un camino hacia el mundo exterior. Eligiendo una ruta directa de descenso, Zamacona no había seguido aquella carretera serpenteante, aunque debió cruzarlo una o dos veces. Atento ahora a esta circunstancia, observó hacia delante para ver si podía seguir su trazado hasta la llanura, y finalmente creyó haberlo conseguido. Se decidió a investigar su superficie la próxima vez que lo cruzara y quizás seguir su trazado el resto del camino, si podía distinguirlo.

Retomando la marcha, Zamacona llegó algún tiempo más tarde a lo que consideró una curva del antiguo camino. Había signos de pendiente y antiguos trabajos sobre la superficie rocosa, aunque no lo bastante para que mereciera la pena seguir la ruta. Mientras escarbaba el suelo con su espada, el español descubrió algo que relucía bajo la eterna luz diurna azul, y se estremeció al descubrir una especie de moneda o medalla de un oscuro, desconocido y lustroso metal con odiosos diseños a cada lado. Era total y desconcertantemente extraño para él, y por su descripción no me queda ninguna duda de que era un duplicado del talismán que me dio Águila Gris casi cuatro siglos más tarde. Guardándoselo tras un largo y atento examen, prosiguió el camino, acampando por fin a una hora que él estimó sería la tarde del mundo exterior. El día siguiente, Zamacona se levantó temprano y prosiguió el descenso a través de aquel mundo de brumas de luces azuladas, desolación y silencio sobrenaturales. Según avanzaba, por fin comenzó a discernir unos pocos objetos en la distante llanura de abajo: árboles, matorrales, rocas y un pequeño río que quedó a la vista desde la derecha, curvándose hacia un punto a la izquierda de su curso visible. El río parecía estar cruzado por un puente conectado con el camino de bajada, y, prestando atención, el explorador pudo distinguir el trazado de la carretera de más allá, en una línea recta sobre la llanura. Al fin, fue capaz de detectar ciudades desparramadas a lo largo de la rectilínea cinta; ciudades cuyos flancos izquierdos llegaban al río y a veces lo cruzaban. Cuando esto ocurría, según vio mientras descendía, había siempre signos de puentes, bien en ruinas, bien conservados. Ahora se hallaba en el centro de una dispersa vegetación herbosa, y vio que más abajo se espesaba más y más. El camino era fácil de distinguir ahora, ya que su superficie desnudaba el suelo estéril de hierba. Los fragmentos rocosos eran menos frecuentes, y los áridos paisajes a su espalda parecían desolados y poco acogedores en contraste con el presente panorama.

Fue en ese día cuando vio la borrosa mancha desplazándose sobre la distante llanura. Desde su primer encuentro con las siniestras huellas no había encontrado nada más, pero algo en aquella lenta y deliberada masa móvil le asqueó. Nada excepto un rebaño de animales paciendo podía moverse así, y, tras ver las pisadas, no deseaba encontrarse con los seres que las habían hecho. Todavía, la masa móvil no estaba cerca del camino... y su curiosidad y avidez por el fabuloso oro eran grandes. ¿Además, quién podría realmente juzgar las cosas basándose en vagas y entremezcladas pisadas, o a las confidencias estremecidas de pánico de un indio ignorante? Forzando la vista para distinguir la masa móvil, Zamacona comenzó a percatarse de algunas otras cosas interesantes. Una era que algunas partes de las ahora inconfundibles ciudades resplandecían de forma extraña en la brumosa luz azul. Otra era que, cerca de las ciudades, algunas estructuras más aisladas de similares fulgores se desparramaban por doquier a lo largo de la ruta o sobre la llanura. Parecían alzarse entre masas de vegetación, y aquellas que estaban fuera de la carretera tenían pequeñas avenidas que las conectaban con el camino. Ni humo ni otras señales de vida podían discernirse sobre ninguna de las ciudades o construcciones. Por fin, Zamacona vio que la llanura no era infinita, aunque la entrevelante bruma azul se lo había hecho parecer. Estaba limitada en la remota distancia por una cadena de bajas colinas, cerca de una brecha en la que el río y la carretera parecían confluir. Todo esto — especialmente el resplandor de algunos pináculos de las ciudades— era sumamente visible cuando instaló su segundo campamento entre la interminable bruma azul. Igualmente, descubrió la presencia de bandadas de aves que volaban muy alto y cuya exacta naturaleza no pudo describir. La siguiente tarde — usando el lenguaje del mundo exterior, tal y como lo hace en todo momento el manuscrito—Zamacona alcanzó la silenciosa llanura y cruzó el tranquilo y silencioso río por un puente de basalto de extrañas tallas y excelente estado de conservación. El agua era clara y contenía grandes peces de un aspecto verdaderamente extraño. El camino estaba ahora pavimentado y a veces cubierto de malas hierbas y lianas rastreras, y su curso ocasionalmente estaba flanqueado por pequeños pilares que ostentaban oscuros símbolos. A cada lado había hierba con esporádicas agrupaciones de árboles o matorrales, y desconocidas flores azules salpicando irregularmente todo el área. En todo momento, algún movimiento espasmódico de la hierba delataba la presencia de serpientes. En el transcurso de algunas horas, el viajero alcanzó un soto de antiguos árboles de hoja perenne y aspecto extraño que sabía, por distantes vistazos, protegía una de las aisladas estructuras de techumbres resplandecientes.

Entre la apretada vegetación, vio los pilares odiosamente esculpidos de un pórtico de piedra que daba al camino, y tuvo que abrirse paso a través de zarzas sobre un enlosado camino cubierto de musgo y flanqueado por inmensos árboles y bajos pilares monolíticos. Por fin, en aquellos silenciosos contraluces verdes, vio la desmoronada e increíblemente antigua fachada del edificio... un templo, sin duda. Era una masa de nauseabundos bajorrelieves, representaciones de escenas y seres, objetos y ceremonias que verdaderamente no podían tener lugar ni en éste ni en cualquier otro planeta cuerdo. Ante tales cosas, Zamacona muestra por primera vez un temor pío y estremecido que contrasta con el valor informativo del resto de su manuscrito. No podemos por menos que lamentar que el ardor católico de aquel español renacentista haya calado tan hondo en su pensamiento y sentimientos. Las puertas del lugar estaban abiertas de par en par, y una oscuridad absoluta colmaba el interior sin ventanas. Superando la repulsión provocada por las esculturas murales, Zamacona entrechocó pedernal y acero, encendiendo una antorcha resinosa, y, haciendo a un lado las lianas que le estorbaban, cruzó audazmente el ominoso umbral. Durante un instante quedó estupefacto ante lo que vio. No era que todo estuviera cubierto por el polvo y las telarañas de eones inmemoriales, ni los palpitantes seres alados o las espantosamente repugnantes esculturas de las paredes, las extravagantes formas de los múltiples cuencos y pebeteros, el siniestro altar piramidal con la cúspide hueca o la monstruosa anormalidad con cabeza de pulpo, forjada en algún extraño y oscuro metal, que acechaba agazapado sobre su pedestal recubierto de jeroglíficos y que tuvo el poder de arrancarle incluso un grito sobresaltado. No era nada tan ultraterreno como eso... sino simplemente el hecho de que — excepto el polvo, las telarañas, los seres alados y el gigantesco ídolo de ojos esmeralda— cada partícula de materia visible era de oro puro y evidentemente macizo.

Aún el manuscrito, redactado con posterioridad a que Zamacona supiera que el oro era el material más comúnmente empleado en la construcción en aquel mundo inferior que contenía inagotables aluviales y filones de este metal, refleja la excitación desaforada que el viajero sintió al descubrir súbitamente la fuente real de todas las leyendas indias sobre ciudades de oro. Durante un tiempo, la capacidad de observación le abandonó, pero, al fin, recobró sus facultades ante una peculiar sensación de tracción en el bolsillo de su jubón. Buscando la causa, descubrió que el disco de extraño metal que había encontrado en la abandonada carretera era fuertemente atraído por el inmenso ídolo de cabeza de pulpo y ojos de esmeralda aposentado en el pedestal, y que ahora vio que estaba forjado en el mismo y exótico metal desconocido. Más tarde aprendería que esa extraña sustancia magnética — tan poco común en el mundo interior como en el exterior de los hombres— es el metal más preciado del abismo iluminado de azul. Nadie sabe qué es o dónde existe en estado natural: llegó a este planeta de las estrellas junto con la gente cuando el gran Tulu, el dios de cabeza de pulpo, lo trajo por primera vez a este mundo. De hecho, su única fuente conocida era un depósito de artefactos preexistentes que incluían multitudes de ídolos ciclópeos. Jamás pudo ser clasificado o analizado, y aun su magnetismo se daba sólo con los metales de su propia clase. Era el supremo metal ceremonial del pueblo oculto, y su uso estaba regulado por costumbres, de tal manera que sus propiedades magnéticas no pudieran causar inconvenientes. Una aleación muy débilmente magnética con metales como el oro, la plata, el cobre o el cinc, había sido la unidad monetaria del pueblo oculto en un periodo de su historia. Las reflexiones de Zamacona sobre el extraño ídolo y su magnetismo se vieron turbadas por un tremendo espasmo de miedo cuando, por primera vez en aquel silencioso mundo, escuchó el rumor de un sonido que obvia y definidamente se acercaba. No había posibilidad de error sobre su naturaleza. Era la atronadora carga de un rebaño de grandes bestias, y, recordando el pánico del indio, las huellas y la distante masa en movimiento, el español se sobresaltó con aterrorizada anticipación No analizó su posición o el significado de esta estampida de grandes bestias destructivas, sino que simplemente respondió a la elemental urgencia de la autoprotección. Los rebaños desbocados no se detienen a buscar víctimas en lugares oscuros, y, en el mundo exterior, Zamacona hubiera sentido poca o ninguna alarma en el interior de un masivo edificio resguardado por un soto. Algún instinto, no obstante, provocó en esta ocasión un profundo y peculiar terror en su alma, y él buscó frenéticamente a su alrededor alguna forma de salvación.

No hallando refugios útiles en el gran interior patinado de oro, supo que debía cerrar la puerta, durante largo tiempo fuera de uso, que aún colgaba de sus antiguos goznes abierta contra el muro interior. Tierra, raíces y musgo habían invadido el interior, por lo que hubo de excavar un camino para el gran portón dorado con su espada, pero se las arregló para hacer tal trabajo velozmente bajo el espantado acicate del ruido que se aproximaba. El batir de cascos era más alto y amenazador en el momento en que comenzó a tirar de la pesada puerta, y por un instante sus miedos alcanzaron cotas frenéticas, mientras que las esperanzas de desatascar el metal atorado por la edad se debilitaban. Entonces, con un crujido, la puerta cedió a sus fuerzas juveniles y se enfrascó en una enloquecida serie de empujones y tirones. Entre el bramido de desbocadas e invisibles pezuñas, acabó lográndolo; y la pesada puerta dorada se cerró, sumiendo a Zamacona en una total oscuridad sólo rota por la antorcha encendida que había colocado entre las patas de un trípode. Había una tranca, y el espantado aventurero rezó a su santo patrón para que aún estuviera en funcionamiento. El sonido fue la única respuesta que recibió al fugitivo. Al estar aquel rugido prácticamente encima, se dispersó en pisadas diferenciadas, como si el soto de hoja perenne hubiera obligado al rebaño a disminuir velocidad y a desbandarse. Pero las patas continuaron aproximándose, y se le hizo evidente que las bestias avanzaban entre los árboles para circundar los muros odiosamente tallados del templo. En la curiosa intencionalidad de sus pisadas, Zamacona notó algo alarmante y repulsivo, y no le gustaron los hostiles sonidos, audibles aún a través de los gruesos muros de piedra y las pesadas puertas doradas. En una ocasión, la puerta resonó sobre sus antiguos goznes, corno si hubiera recibido un pesado impacto, pero afortunadamente resistió. Entonces, tras lo que pareció un intervalo eterno, escuchó pasos que retrocedían y comprendió que sus desconocidos visitantes se marchaban. Ya los rebaños no parecían ser muy numerosos, podía quizás aventurarse con seguridad en el exterior en media hora o menos, pero Zamacona no quiso correr riesgos. Abriendo su bagaje, preparó su campamento sobre las doradas baldosas del sucio del templo, con la gran puerta aún trabada contra cualquier visitante, y cayó rápidamente en un sueño más profundo que cualquiera de los habidos en los espacios iluminados de azul del exterior. Ni siquiera pensó en la infernal masa con cabeza de pulpo del gran Tulu, forjado en un metal des conocido, acechándole con ojos de pescado color verde mar y que se agazapaba en la oscuridad sobre él en su monstruoso pedestal cubierto de jeroglíficos.

Sumido en la oscuridad por primera vez desde que abandonara el túnel, Zamacona durmió larga y profundamente. Debió ser más tiempo que el sueño que habla perdido en su dos acampadas previas, cuando el eterno fulgor del cielo le habla mantenido despierto a. pesar de la fatiga, ya que otros pies vivientes cubrieron grandes distancias mientras yacía en su saludable descanso sin sueños. Fue bueno que reposase profundamente, ya que había muchas cosas extrañas que ver en su siguiente periodo de consciencia.

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