No disfruto al hablar de los sucesos ocurridos en la mina Norton el 18 de octubre de 1894. Un sentimiento de obligación para con la ciencia es lo que me lleva a recordar esta época de mi vida, escenas y hechos cargados de un horror doblemente intenso por cuanto no puedo definirlo con claridad. Pero creo que antes de morir debo contar cuanto sé de la -llamémosla transición- de Juan Romero.
La posteridad no necesita saber ni mi nombre ni mi origen; de hecho, creo que es mejor omitirlos, ya que cuando un hombre emigra repentinamente a los Estados Unidos o a las colonias deja atrás el pasado. Además, lo que yo fuese una vez carece de la menor relevancia en el relato, excepto quizás la circunstancia de que durante mi servicio en la India me sentía más a gusto entre los maestros nativos de barbas blancas que entre mis compañeros oficiales. Había ahondado no poco en los extraños saberes orientales cuando sufrí las calamidades que me empujaron en busca de una nueva vida en el gran Oeste americano... una vida en la que me pareció mejor tomar otro nombre, el que ahora llevo, que es muy común y no significa nada.
Durante el verano y el otoño de 1894 viví en las áridas extensiones de las montañas Cactus, empleado como peón en la famosa mina Norton, cuyo descubrimiento por un viejo propector algunos años antes había convertido los contornos de una zona apenas poblada en un hirviente caldero de sórdida vida. Una caverna de oro, bajo un lago de montaña, había enriquecido a su venerable descubridor más allá de los sueños más disparatados, y ahora era el escenario de masivas operaciones de apertura de túneles por parte de la corporación que había terminado comprándola. Se habían descubierto más grutas y la producción de amarillo metal resultaba asombrosamente grande, por lo que un poderoso y heterogéneo ejército de mineros se afanaba día y noche en las numerosas galerías y oquedades pétreas. El superintendente, un tal señor Arthur, disertaba a menudo sobre la singularidad de las formaciones geológicas locales, especulando sobre la posible extensión de la red de cueva y estimando el futuro de la titánica empresa minera. Consideraba que aquellas cavidades auríferas eran el resultado de la acción del agua, y creía que pronto se franquearía la última de ellas.
Al poco de llegar yo y ser contratado, Juan Romero vino a la mina Norton. Uno más de la inagotable caterva de mejicanos sucios que llegaban del país vecino, llamó desde un principio la atención por sus facciones, que, aunque claramente del tipo piel roja, resultaban, sin embargo, destacables por su color claro y sus rasgos refinados, completamente diferentes de los vulgares «greasers» o piutes de la localidad. Es curioso que, aun diferenciándose de forma tan asombrosa de los indios hispanizados o los puros, Romero no daba impresión de poseer traza de sangre caucasiana. No era el conquistador castellano ni el pionero americano, sino el antiguo y noble azteca el que venía a la imaginación cuando el silencioso peón se levantaba al clarear, contemplando fascinado cómo el sol se alzaba sobre las colinas orientales y tender al tiempo sus brazos al orbe, como ejecutando algún rito cuya naturaleza ni él mismo llegaba a comprender. Pero, aparte de su rostro, Romero no daba ni un atisbo de nobleza. Sucio e ignorante, su lugar estaba junto a los otros cetrinos mejicanos, siendo procedente (según me contaron más tarde) de los más bajos estratos sociales de los contornos. Fue encontrado de niño en una tosca choza montañesa, el único superviviente de una epidemia que había diezmado la zona. Cerca de la choza, al pie de una fisura en la roca, bastante insólita, se hallaban dos esqueletos recién descarnados por los buitres; presumiblemente los restos de sus progenitores. Nadie recordaba sus identidades y pronto casi todos los olvidaron. Además, el derrumbamiento de la cabaña de adobe y el cierre de la fisura rocosa como consecuencia de una posterior avalancha había ayudado a difuminar aún más todo aquello en el recuerdo. Criado por el cuatrero mejicano que le prestara su apellido, Juan se diferenciaba poco de sus iguales.
El aprecio que Romero me mostraba tenía sin duda su origen en el extraño y antiguo anillo hindú que yo acostumbraba a lucir cuando no estaba trabajando. Prefiero no comentar ni su naturaleza ni cómo había llegado a mis manos. Era mi última ligazón con un capítulo de mi vida ya cerrado para siempre, y lo tenía en gran estima. Pronto descubrí que aquel mejicano de extraño aspecto estaba también interesado en él, observándolo con una expresión que ahuyentaba cualquier sospecha de mera codicia. Sus antiguos símbolos parecían avivar algún débil recuerdo en su mente, inculta pero despierta, aunque no podía haberlo visto antes. A las pocas semanas de su llegada, Romero era como mi fiel sirviente, a pesar de que yo mismo no era sino un vulgar minero. Nuestra conversación era por fuerza limitada. Él sabía unas pocas palabras de inglés, mientras que yo descubrí que mi español de Oxford a veces difería notablemente de la jerigonza del peón de Nueva España.
Los sucesos que estoy a punto de relatar no se vieron precedidos por grandes presagios. Aun cuando Romero me resultaba un personaje interesante, y aunque mi anillo le había afectado de manera tan peculiar, no creo que ninguno de nosotros tuviese atisbos de lo que ocurriría tras la gran explosión. Considerandos de orden geológico habían aconsejado una prolongación hacia abajo de la mina, partiendo de la parte más profunda del área subterránea, y, creyendo el superintendente que no encontraría sino roca sólida, se había colocado una prodigiosa carga de dinamita. Ni Romero ni yo estábamos conectado con tal trabajo, así que la primera noticia que tuvimos de los extraordinarios pormenores nos llegó por intermediación de otros. La carga, quizás más potente de lo esperado, pareció estremecer la montaña entera. Las ventanas de los barracones de la ladera saltaron en pedazos con la onda de choque, mientras que los mineros situados en pasadizos próximos se vieron derribados. El lago Joya, cercano al lugar del suceso, se encrespó como alborotado por la tempestad. Al investigar, se descubrió un nuevo abismo abierto sin fin bajo el lugar de la explosión; una sima tan monstruosa que ninguna sonda de mano alcanzaba a medirla, ni lámpara alguna a iluminarla.
Confundidos, los picadores tuvieron una conferencia con el superintendente, que mandó grandes tramos de cuerda al hoyo, ordenando que se empalmara y arriara sin tregua, hasta tocar fondo. No tardaron los empalidecidos trabajadores en informar al superintendente de su fracaso. Firme pero respetuosamente, le dieron cuenta de su negativa a volver al abismo o siquiera a trabajar de nuevo en la mina hasta que éste fuese cegado. Sin duda, estaban ante algo que rebasaba su experiencia, ya que, hasta donde a ellos les constaba, aquel vacío era infinito.
El superintendente no se lo reprochó. De hecho, reflexionó a fondo e hizo múltiples planes para el día siguiente. El turno de noche no acudió esa tarde al trabajo. A las dos de la mañana, un solitario coyote comenzó a aullar quejumbrosamente en la montaña. En algún lugar dentro de la prospección un perro ladró en respuesta; al coyote... o a lo que fuese. Una tormenta iba formándose sobre la sierra y nubes de extrañas formas corrían de forma horrible por el turbio camino de luz celeste que mostraba los intentos de una luna gibosa por brillar a través de multitud de capas de cirrostratros. La voz de Romeno, procedente de la litera superior, me despertó; una voz tensa y excitada por culpa de una expectación indeterminada que yo no llegaba a entender.
-¡Madre de Dios!... el sonido... ese sonido... ¡oiga usted!... ¿lo oye usted?... ¡Señor, ESE SONIDO!
Escuché, preguntándome a qué sonido podría referirse. El coyote, el perro, la tormenta, todo eso era audible; esta última cobraba ahora fuerza mientras el viento aullaba más y más frenéticamente. Se veían relámpagos por las ventanas del barracón. Le pregunté al nervioso mejicano, enumerando los sonidos escuchados:
-¡El coyote?... ¿el perro?... ¿el viento?
Pero Romero no contestaba. Luego comenzó a murmurar espantado:
-El ritmo, señor... el ritmo de la tierra... ¡ESA VIBRACIÓN BAJO EL SUELO!
Y ahora yo también lo escuché; lo escuché y me estremecí sin saber por qué. Abajo, muy por debajo mío había un sonido -un ritmo, tal como dijera el peón- que, aunque sumamente débil, aún así se imponía al perro, al coyote y la tormenta que arreciaba. No tiene sentido tratar de describirlo... ya que es algo imposible de describir. Pudiera ser como el latido de las máquinas muy abajo en los grandes buques, tal como se siente desde cubierta, aunque no era tan maquinal, tan desprovisto de vida y consciencia. De todas sus características, fue su hondura lo que más me impresionó. A mi cabeza acudieron fragmentos de un pasaje de Joseph Glanvill que Poe ha citado con tremendo efecto...
«La amplitud, profundidad e insondable de Su creación, que tienen una hondura mayor que la del pozo de Demócrito.»
Repentinamente, Romero saltó de su litera, deteniéndose ante mí para mirar el extraño anillo en mi mano, que relucía extrañamente a cada relámpago, escrutando luego con intensidad en la dirección de la boca de la mina. Yo también me levanté, y no nos movimos durante un rato, aguzando el oído mientras el extraordinario ritmo parecía tomar más y más cualidad de vida. Entonces, sin aparente voluntad, comenzamos a ir hacia la puerta, cuyo batir en alas del temporal daba una confortante sugerencia de realidad terrena. El canto de las profundidades -de las que ahora parecía brotar el sonidoaumentaba en volumen y definición, y nos sentimos irresistiblemente urgidos afuera, a la tormenta y la hueca negrura de la boca.
No nos cruzamos con criatura viviente alguna, ya que los hombres del turno de noche habían sido liberados del trabajo y ahora estaban sin duda en el poblado de Dry Gulch, propalando rumores siniestros en el oído de algún adormilado tabernero. Sin embargo, un pequeño cuadrado de luz amarilla, como un ojo guardián, resplandecía en la caseta del vigilante. Me pre- gunté de pasada cómo habría afectado el rítmico sonido a éste, pero Romero se apresuraba y yo le seguí sin detenerme.
Según entrábamos en el pozo, el sonido inferior se convirtió definitivamente en algo compuesto. Me resultaba horriblemente parecido a alguna especie de ceremonia oriental, con batir de tambores y cánticos de múltiples voces. Yo, como bien saben, estuve mucho tiempo en la India. Romero y yo, casi sin vacilar, atravesábamos túneles y bajábamos escalas, encaminados siempre hacia lo que nos atraía, aunque reluctantes y presos de un lastimero e indefenso temor. Una vez creí haberme vuelto loco... fue cuando, asombrado al notar que nuestro camino estaba iluminado sin el concurso de lámparas o velas, descubrí que el viejo anillo en mi dedo resplandecía con espectral radiación, derramando un pálido brillo a través del aire húmedo y pesado en el que estábamos sumidos.
Sin previo aviso, Romero, tras descolgarse por una de las muchas rústicas escalas, echó a correr dejándome solo. Alguna nota nueva y extraña en aquellos redobles y cánticos, perceptible sólo de forma muy ligera para mí, lo habían abocado a ello, y, lanzando un grito salvaje, se adentró totalmente a ciegas en las tinieblas de la caverna. Escuché sus gritos repetidos delante mío mientras trastabillaba con torpeza en los sitios nivelados y descendía enloquecido las desvencijadas escalas. Aterrado como me encontraba, aun guardaba el suficiente sentido como para notar que su habla, cuando resultaba articulada, no se parecía a nada que yo conociera. Polisílabos duros pero impresionantes habían suplantado a la acostumbrada mezcla de mal español y peor inglés, y de entre ellos sólo el «Huitzilopotchli», frecuentemente repetido, me resultaba al menos familiar. Más tarde ubiqué esa palabra entre los trabajos de un gran historiador... y me estremecí al establecer las asociaciones.
La culminación de esa noche espantosa fue complejo aunque algo breve, comenzando al alcanzar la última caverna del periplo. De la oscuridad que tenía inmediatamente delante brotó un último grito del mejicano, acompañado por un coro de sonidos tan terribles que no podría oírlos de nuevo y sobrevivir. En ese instante pareció como si todos los terrores y las monstruosidades ocultas de la tierra se hubieran vuelto tangibles en un esfuerzo por aplastar a la humanidad. Simultáneamente se apagó la luz de mi anillo y distinguí el resplandor de una nueva luz que procedía de algún espacio inferior, aunque sólo se hallaba a unos metros delante. Había llegado al abismo, que ahora resplandecía rojizo, y que, evidentemente, había devorado al infortunado Romero.
Avanzando, me asomé al borde de esa sima que ninguna sonda alcanzaba a medir y que ahora era un pandemónium de llamas que saltaban con pavoroso rugir. Al principio no distinguí sino un turbulento hervidero de luminosidad; pero luego algunas sombras, todas infinitamente lejanas, comenzaron a perfilarse entre la confusión y vi.... ¿era eso Juan Romero?... ¡pero, por Dios! ¡no me atrevo a decir lo que vi!.. algún poder celestial, viniendo en mi ayuda, ocultó imágenes y sonidos en una especie de choque como el que debe escucharse cuando dos universos colisionan en el espacio. Se desató el caos y me fue concedida la paz de la inconsciencia.
Apenas sé cómo proseguir, ya que hay involucradas unas condiciones tan singulares; pero debo llegar al final sin intentar discernir qué fue real y qué ilusión. Al despertar, estaba sano y salvo en mi barraca, y el resplandor rojo del alba se divisaba desde la ventana. Algo más allá yacía, sobre una mesa, el cuerpo sin vida de Juan Romero, rodeado por un grupo de hombres entre los que se contaba el médico del campamento. Hablaban de la extraña muerte que había sobrevenido al mejicano durante el sueño; una muerte al parecer conectada de alguna forma con el terrible rayo que había alcanzado y estremecido a la montaña. No había causa visible de la muerte, y una autopsia no pudo encontrar una razón por la que Romero no pudiera estar vivo. Por retazos de conversa- ción, supe sin ninguna duda que ni Romero ni yo habíamos abandonado el barracón en toda la noche, y que nadie se había despertado al paso de la espantosa tormenta sobre la sierra Cactus. Esa tormenta, dijeron los hombres que se habían aventurado hasta el pozo de la mina, había causado grandes derrumbes, cegando completamente el profundo abismo que tanta aprensión despertara el día antes. Al preguntar al vigilante sobre qué sonidos habían precedido al poderoso trueno, mencionó a un coyote, un perro y el gruñón viento de la montaña... nada más. No tengo motivos para dudar de su palabra.
Al reanudar el trabajo, el superintendente Arthur llamó a algunos hombres de toda confianza para hacer algunas investigaciones en el lugar donde surgiera el abismo. Obedecieron, aunque sin gran entusiasmo, y se hizo un profundo sondeo. Los resultados fueron muy curiosos. El techo del abismo, tal como se comprobó cuando éste se abrió, no era grueso en modo alguno; pero ahora los taladros de los investigadores se toparon con lo que parecía ser una ilimitada extensión de roca sólida. No encontrando nada más, ni siquiera oro, el superintendente abandonó esos tanteos, aunque una mirada de perplejidad asomaba a veces en su expresión cuando se encontraba meditando, sentado a su mesa.
Hay otra cosa curiosa. Al poco de despertar la mañana siguiente a la tormenta, descubrí la inexplicable falta del anillo hindú en mi dedo. Lo tenía en gran estima, aunque, sin embargo, experimenté cierta sensación de alivio ante su desaparición. Si uno de mis compañeros me lo robó, anduvo lo bastante listo en librarse del botín, ya que a pesar de los reclamos y de una búsqueda policial, el anillo no volvió a ser visto jamás. De todas formas, dudo que fuera robado por manos mortales, ya que me enseñaron muchas cosas extrañas en la India.
Mi opinión sobre todo esto varía de cuando en cuando. A pleno día y en casi todas las estaciones me siento inclinado a creer que casi todo fue un simple sueño; pero a veces en otoño, sobre las dos de la madrugada, cuando los vientos y los animales aúllan quejumbrosamente, me llega de una inconcebible hondura un condenado atisbo de rítmico batir... y siento que la transición de Juan Romero fue, de hecho, algo terrible.
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LOVECRAFT: TODOS LOS RELATOS
HorrorLa idea es abarcar ABSOLUTAMENTE TODO el contenido que tenga que ver con Howard Phillips Lovecraft y su horror cósmico (también se incluyen sus primeros relatos y el Ciclo onírico) Actualizado: 27/01/2018 ESTADO ACTUAL: 102/102 [COMPLETO] 1897 - 19...