(1924) Bajo las pirámides -Parte 2-

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II

Tras aquel espantoso vuelo a través de los espacios estigios, recobré los

sentidos lentamente. El proceso fue infinitamente aterrador y coloreado por

fantásticos sueños en los que mi situación, atado y amordazado, cobraron

singular materialidad. La naturaleza precisa de tales sueños me resultaba muy

clara en tanto que los sufría, pero se borraron de mi memoria casi

inmediatamente después, quedando reducidas en poco a simples esbozos por los

terribles sucesos -reales o imaginarios- que siguieron. Soñé que me encontraba

preso de una garra enorme y horrible; una zarpa amarilla, peluda, de cuatro uñas,

que había brotado de la tierra para estrujarme y engullirme. Y cuando me detuve

a reflexionar sobre aquella zarpa, me pareció que se trataba de Egipto. En aquel

sueño repasé los eventos de semanas previas y me vi a mi mismo atraído y

enredado poco a poco, sutil e insidiosamente, por algún maligno espíritu infernal

procedente de la más antigua hechicería del Nilo; algún espíritu que moraba en

Egipto antes que el hombre y que seguirá allí cuando el hombre ya haya

desaparecido.

Vi el horror y la malsana antigüedad de Egipto, y la espantosa alianza

que siempre ha mantenido con las tumbas y los templos de la muerte. Vi

fantasmales procesiones de sacerdotes con cabezas de toros, halcones, gatos e

íbices; fantasmales procesiones marchando sin fin a través de laberintos

subterráneos y avenidas de titánicos propileos junto a los cuales el hombre es

como una mosca, ofreciendo indescriptibles sacrificios a dioses inconcebibles.

Colosos de piedra desfilaban en la noche sin fin y guiaban a rebaños de risueñas

androsfinges7 a lo largo de orillas de infinitos ríos de pez estancada. Y tras todo

ello vi la nefanda malignidad de la necromancia primigenia, negra y amorfa y

manoseando codiciosamente a mi espalda en la oscuridad, tratando de ahogar al

espíritu que había osado burlarse de ella emulándola. En mi adormecido cerebro

tomó forma un melodrama de siniestro odio y persecución, y vi el alma negra de

Egipto eligiéndome y reclamándome con inaudibles susurros, llamándome y

tentándome, atrayéndome con el encanto y el resplandor de la faz sarracena, pero

al tiempo empujándome constantemente hacia abajo, hacia las catacumbas de

enloquecedora antigüedad y los horrores de su corazón faraónico, muerto y

abismal.

Entonces los rostros del sueño tomaron forma y vi a mi guía Abdul Reis

con ropas de rey, con la despectiva sonrisa de la Esfinge en el rostro. Y

comprendí que tales facciones eran las de Kefrén el Grande, que edificó la

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