Especial de Año Nuevo

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A mis nueve años, era difícil distinguir entre el frasco del azúcar y la sal, o lo que estaba bien y lo que estaba mal

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A mis nueve años, era difícil distinguir entre el frasco del azúcar y la sal, o lo que estaba bien y lo que estaba mal. Sin embargo, ese no era un impedimento para que cocinara las mejores recetas que aparecían en el calendario de la cocina de mi casa.

Estábamos a 31 de diciembre. Eran las 11:30 am. Como diría en ese entonces, las uno, uno, tres y cero. En la mesa, frente a mí, había una sustancia líquida y blanca. El lugar estaba lleno de harina, polvos y sal, al igual que mi ropa, y no tenía ni idea de cómo iba a limpiar ese desastre.

Mi madre y mi padre, lo más probable, estarían aterrados. Para ellos, verme en la cocina era como verme en las vías de un tren: un horror. Y no los entendía. Lo peor que me había pasado en una cocina, era el accidente con el hervidor a mis ocho años, pero ni siquiera acabé muerta.

Realmente no los entendía y, por lo tanto, tampoco los obedecía.

Cuando supe que mis padres saldrían a comprar al supermercado, no dudé en correr a la cocina para preparar un pastel del recetario, aun sabiendo que lo tenía prohibido. Ellos eran ingenuos, y me habían dejado sola en casa, pensando que haría todo lo que me habían ordenado.

Es decir, nada.

«Se comportará bien —dijeron—. Estará mucho mejor aquí, sola, que rodeada de gente».

En ese entonces, lo creía: eran ingenuos. No obstante, ahora sé que no estaban equivocados. Ellos de verdad querían protegerme. Pero claro, la niña Celeste no quería ser protegida.

Después de preparar aquella masa mortal, y meterla en la extraña caja fosforescente de la cocina, me sacudí las manos y corrí a mi habitación. Allí, me quité el buzo que me obligaba a usar mi madre y me puse uno de mis antiguos vestidos. Era verde, delgado, y lleno de flores que escalaban por salvajes enredaderas. Sabía que tenía prohibido usarlos cuando saliera, pero ese día era especial, y merecía la pena.

Ordenándome la maraña de cabello negra y quitándome la harina del rostro, bajé a la cocina y saqué el pastel del horno. Arriba le eché crema, trozos de chocolate y todo lo que mi cabeza vio como posible tentación. Cuando terminé, puse el molde en un plato y salí de casa, con una sonrisa que iba desde una de mis orejas hasta la otra.

Bienvenida bendita libertad.

El exterior estaba fresco, agradable, lleno de vitalidad. Respiré profundo y llené mis pulmones de aquella energía vigorosa. Las personas iban de un lado a otro, corriendo o caminando, y apenas notaban la presencia de quienes los rodeaban. Cargaban bolsos, bebestibles y a sus hijos, como si fueran bultos. Era parecido a un viaje al centro de la ciudad, pero menos divertido.

Los observé a todos con curiosidad, rodeando el pastel con mis brazos, y luego caminé hacia la casa del dueño de aquella preparación. Scott Taylor, mi mejor amigo.

Él solía decirles a los demás que ya no éramos mejores amigos, pero yo me negaba a aceptarlo. Nos habíamos conocido desde antes de tener memoria, y era una de las maravillas que más amaba en el mundo. No podía concebir que él no sintiera lo mismo..., o que hubiera dejado de hacerlo. Él era parte de mi todo.

Celeste [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora